Ántropo-ego-centrismo

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Por Andrés García Barrios Como escritor que soy (o digo ser), mis textos suelen brotar de una idea sencilla, que me resulta accesible e interesante pero que, a medida que avanzo en la escritura, se va complicando cada vez más, como metiéndose en laberintos, hasta terminar siendo algo muy distinto de lo que era al inicio. Para ponerles un ejemplo, en este mismísimo momento se me acaba de ocurrir una idea disparatada, que da un giro a lo que vengo diciendo. Ya veré yo al final si la dejo, o no. Esa idea es la de que para Dios –y perdón por la comparación– las cosas de la creación se le dieron de la misma forma que acabo de describir; es decir, que en el principio para él existió el Verbo (es decir, la palabra), en posesión del cual creyó que todo sería tan fácil como decir “Hágase la luz” y empezar a ver y, sin embargo, a partir de ese momento las cosas se le fueron complicando cada vez más: para empezar, tuvo que apartar la luz de los tinieblas, con lo que surgieron el día y la noche, cosa para la cual no estaba listo. Con toda seguridad, fue eso lo que le llevó a hacer cosas raras, como separar “las aguas de las aguas», frase que nadie ha logrado descifrar hasta este momento (quizás es indescifrable, justamente por formar parte de un proceso creativo). Después, todo siguió así, entre claridades y sombras, hasta convertirse en esta obra que lleva por título La Realidad (que, como toda obra de creación, es comprensible y a la vez incomprensible, característica que le da su fuerza, su amenaza, su magia y su hermosura). La incertidumbre de Dios –como la de todo autor– queda demostrada en el hecho de que después de cada párrafo… perdón… de cada día, se asomaba a ver si lo hecho era bueno. ¡Claro!, como él era el que era, todo le salía bien –incluso lo de “aguas separadas de las aguas”–, no como a uno, que tiene que corregir y corregir y corregir interminablemente. La cosa es que ya hace tiempo que venía yo con una de esas ideas sencillas sobre la que quería escribir, y en cuanto he empezado a hacerlo, no he avanzado más de cinco o seis párrafos antes de que se me volviera complicada, y cada vez más, hasta alcanzar dimensiones que yo no había sospechado. Y es que el tema no era para menos (ya me dirá el lector si es cierto). El texto, hasta donde avancé antes de detenerme a hacer esta aclaración, dice así: En materia de conocimiento, no hay nada que me parezca más sospechoso que las famosas listas de diez. Verán: cuando encuentro que determinado asunto se subdivide en diez puntos, por ejemplo Los diez pasos hacia un éxito seguro, Los diez principios de la felicidad o Las diez claves de la neurociencia para mejorar el aprendizaje, me pregunto sorprendido cómo se las ingenian la naturaleza, la sociedad, la mente y el espíritu para ceñirse con tanta precisión al sistema decimal humano, fundado, por cierto, en algo en gran parte azaroso, es decir, en el número de dedos en nuestras manos, los cuales, si atendemos a la evolución, también podrían haber sido seis, ocho o doce, con lo cual nuestra base numérica habría cambiado. Las diez reglas para…, Las diez verdades de…, Las diez mentiras, los diez secretos, las diez preguntas, caminos, metas… ¡todo en número de diez, como si la regularidad fuera la constante en nuestra existencia! (nuestra y de nuestro entorno, incluyendo por supuesto galaxias y estrellas: ¿o acaso no han oído hablar de Los diez misterios del universo cuántico?). Sin embargo, está más que claro que esto no es así, que las cosas por lo regular no vienen en decenas, por lo que, como digo, me basta ver el número diez antecediendo una lista para dudar de la seriedad de ésta. O –para no generalizar– por lo menos me pone alerta. Ciertamente, este tipo de listas cumplen varias funciones, algunas de las cuales –reconozco– pueden tener su lado inofensivo, incluso loable. Una de esas funciones es la nemotécnica, cuyo uso es bien comprensible cuando resulta prioritario facilitar la memoria. El caso más icónico es el de los Diez Mandamientos. Ya hablaremos más adelante del carácter sagrado de éstos, pero por ahora empecemos por lo más sencillo, el hacer memoria. El diez –como todos sabemos– es un número memorable, por lo que el bíblico decálogo nos muestra a Dios como un estupendo docente que facilita las cosas a su pueblo principiante, en momentos en que éste requiere que le simplifiquen las cosas. La función nemotécnica justifica plenamente, en algunos casos, la aparente arbitrariedad de una lista. Otro ejemplo –para unos también sacro, aunque suene mundano y actual–, es el de Diez pasos para una lactancia exitosa, que encontré en internet (y que algunos bien aceptaríamos como el onceavo mandamiento); aquí, la nobleza del contenido vale todo lo que se haga para que el objetivo se cumpla; es decir, si con ello las madres y padres (y la sociedad entera) captan y le dan más valor a la lactancia, ¡adelante! Aunada a esta función, las listas de diez cumplen también la de ayudarnos a describir los componentes de un proceso que no dominamos aún o que no entendemos bien. Si quiero hacer una lista de los pasos que hay que dar para escribir un ensayo como éste (asunto sobre el que, de buenas a primeras, no tengo ni idea), me resultará más fácil si me pongo como meta un número, aunque sea arbitrario (el número diez lo es), y me presiono a alcanzarlo, tratando de incluir todo lo que sé (pero que todavía no sé que sé), sin omitir nada importante. Sin embargo, es un hecho que la misma intención de llegar a diez puede ser una gran desventaja, si nos obligamos a completar la cifra cuando ya no hay más qué decir. Hay que aspirar a diez, pero hay que saber detenerse a tiempo. Esta parece ser la lección que nos deja el escritor y pensador italiano Umberto Eco cuando escribe su Decálogo del Buen Bibliotecario, y se detiene en el punto número ocho, antes de echar a perder su genial texto. Una versión muy parecida de este uso del decálogo se dará si tengo que describir algo que en realidad nadie tiene claro o que de plano me estoy inventando: Diez pasos para volverse millonario, Diez pasos para llegar a viejo, Diez pasos para seducir a la persona que te gusta. La única diferencia entre esta versión y la anterior es que aquí no hay nada real que nos indique donde es tiempo de detenerse. Por eso, para paliar esta carencia, el diez se vuelve útil como límite, pues de otra forma, dado que estamos escribiendo cuantas ocurrencias se nos vienen a la cabeza, la lista podría volverse interminable. No quiero ofender a nadie, pero la verdad es que este último tipo de lista de diez es el más frecuente. Y así llegamos a la más usual de las funciones de nuestras listas, la función mercadotécnica. Ésta aprovecha que, de forma arquetípica, el número diez da la impresión de ser algo completo, concluido, por lo que su mera enunciación suele producir un gran impacto (tan claro como que nueve u once mandamientos no habrían sido tan contundentes). Se trata, pues, de una especie de magia conceptual que, dependiendo del fin para el que se use, puede o no ser loable; puede o no, ser inofensiva. Un ejemplo de uso inocuo es el que se acerca a una simple enumeración: Diez cosas que tu computadora puede hacer mejor que tú, Diez cosas que tu gato puede hacer mejor que tú (ésta del gato me la estoy inventando yo). Algo un poco más serio es el uso que le da el premio Nóbel de Física, Frank Wilczeck, en su libro Las diez claves de la realidad, donde arbitrariamente redondea la cifra; sin embargo, tratándose de un texto de divulgación científica que aspira a la sencillez, el numero diez aporta atractivo sin distorsionar lo que para el autor es un contenido veraz. En estos casos, la lista es una forma atractiva de hablar. Creo que lo mismo pasa con estos ejemplos que me encontré por ahí: Diez consejos para una buena convivencia en el salón de clases, Diez consejos para fomentar la lectura, Diez consejos para el cuidado de la salud de los estudiantes. Ahora bien, hay que tener claro que esta forma de hablar publicitaria y decorativa no conviene a todos. Me da mucha pena meterme con instancias de origen tan noble, pero bueno, ni modo: cuando la Organización de las Naciones Unidas –cuya sola voz debería hacernos voltear a todos, sin necesidad de artilugios– titula uno de sus programas prioritarios Los diez principios del Pacto Global, me parece que sólo consigue trivializar el asunto, como diciendo «A ver si así me hacen caso», en una franca declaración de impotencia (es como ver a Supermán con un letrerito al pecho, que dijera: «Se hacen trabajos»). La causa es noble pero la mercadotecnia no es ni buena ni digna. Seguramente estoy exagerando, pero tengo claro que las listas de diez pueden quitarle seriedad a algo que la tiene de sobra: Diez valores para el siglo XXI, Diez principios de la cultura de paz. Según yo, lo que se consigue con todo esto –como casi siempre en la publicidad– es inclinar la atención más hacia el mensaje que hacia el contenido; en muchos casos, incluso, el impacto del número sirve para disimular la banalidad del fondo. Se sustituye el verdadero valor por una mera aura de importancia. Y llegamos así a los famosos Top Ten. Su lógica es ésta: solo lo que quede dentro de su radio, importa. El que un país sea una de las diez economías más poderosas del mundo, tiene sentido. Fuera de ellas, todos dan lo mismo: ser la onceava o la ciento noventa y siete, es igual. Y lo mismo vale para las actrices, actores, músicos, canciones, modelos, autos, pintores, novelas, restaurantes, centros turísticos…, por citar solo los diez primeros que se me ocurren. Pero no hemos llegado al final. Hay algo aún peor que todo esto, la cereza del pastel, el punto más alto, ahí donde lo banal intenta imitar lo sublime. Para hablar de ello debemos volver primero a los Diez Mandamientos y atender a aquel punto que dejamos atrás: el aspecto sagrado, ese que envuelve al Decálogo de Moisés con un misterio primordial y estremecedor, y que hace que el diez resulte no sólo justificado sino incuestionable (como todos sabemos, los mandamientos no podían ser ni más ni menos). Sin embargo, para nuestra sorpresa, una de las características del aura de lo sagrado es que puede ser imitada con bastante facilidad en versiones más cómodas, no tan exigentes y temibles. Estoy hablando de esa especie de cosmogonías ready made que inundan la «oferta» espiritual en nuestros días y que parecen creadas al vapor por líderes que no han abierto mares ni han pasado siquiera cuatro días con su pueblo en el desierto (no digamos cuarenta años). No quiero ofender a nadie, sobre todo porque reconozco la seriedad de algunos representantes de eso que llamamos pseudociencias o espiritualidades New Age (me basta, como ejemplo, el astrólogo argentino Eugenio Carutti, cuyo pensamiento conocí de forma somera hace algunos años en la Feria Internacional del Libro Monterrey, y que –al menos en lo que le escuché– mereció todo mi respeto). Sin embargo, me es difícil no encender una alerta roja frente a la charlatanería y –por seguir con nuestro tema– frente a listas de diez que, como digo, imitan el aura de sacralidad y solo alientan la ignorancia y el fanatismo. No cito ejemplos, pues, por no ofender sin la argumentación debida, pero me invento algunos, seguro de que el lector entenderá a qué me refiero: Las diez puertas de la mansión astral, Diez secretos moleculares del agua cósmica, Los diez mandamientos cuánticos… Resumiendo: la adoración de las cifras debería ponernos alerta. La puesta en decenas (que después, por cierto, se extiende a otros números) nos va envolviendo cada vez más, en buena medida gracias a su aparente naturalidad, es decir, a que no hace sino responder a nuestra “natural” tendencia a contar hasta diez, con lo cual, para colmo, entroniza nuestro antropocentrismo: la realidad se adapta al número de nuestros dedos. Esto se da incluso con respecto a la exuberante naturaleza, cada vez más acotada (empezamos con el top ten de las especies marinas, terrestres, aéreas, de los mamíferos, de las plantas, de los insectos, y seguimos con los vegetales, las frutas, las semillas…) Sin duda hay un encanto en las listas, la fantasía de un orden. No obstante, en nuestros días, ese orden (si es que existe) empieza a parecer demasiado fácil, superficial, ajeno a los contenidos reales, basado en listas aparentemente inofensivas, pero que ocultan la tendencia a cuantificarlo todo (tal vez el ejemplo más dramático para nosotros los educadores es el de las evaluaciones escolares, no por casualidad basadas sobre todo en el numero diez y su ampliación al cien: para ellas, el conocimiento siempre debe ser evaluable, y para ello debe quedar expuesto, subir a la superficie, superar lo intimo y subjetivo, y mostrarse, de preferencia en números redondos). Debido a esta sustitución del conocimiento por una especie de superstición numerológica, es que la realidad, la naturaleza humana, los problemas y las soluciones han de volverse visibles, evidentes: “objetivos”; adecuarse a la estructura decimal humana, adaptarse a nosotros, responder a nuestra visión del mundo y demostrar que es correcto nuestro narcisismo. Surge así la fe en una especie de magia en la que las cosas se ordenan para nosotros. Y finalmente, dado que esta forma de apropiación del mundo parte de una operación mental, la conclusión es clara: la realidad se adecua a nuestra mente, por lo que no es raro que con nuestra mente podamos gobernarla. Tal vez exagero, pero aún así, creo que algún sentido tiene esto que digo. Para constatarlo, se me ocurre volver de nuevo al inicio, ahí donde Dios nos crea a su imagen y semejanza, y donde, en efecto, crea al mundo pensando en nosotros. Curiosamente, en la época actual, en que la espiritualidad es dejada de lado, los seres humanos nos abocamos como nunca a hacer el mundo también a nuestra imagen y semejanza, al grado de sentir que la creación entera se ha inspirado en nosotros. Ya no se trata de un antropocentrismo sino de algo más: un ántropo-ego-centrismo… Me acerco al final de este texto y vuelvo a sentir que estoy exagerando, que todo esto de la numeración no es tan grave como yo, en mi exaltación (y en mi odio anti publicitario), lo pinto; que es en realidad pura moda, como de infantes que han aprendido a contar hasta diez y andan por ahí, felices, como con juguete nuevo («Dejen de llamar moda a los intentos del ser humano por evolucionar», decía Hegel). Después de todo, no tiene nada de raro que intentemos poner, en esta difícil realidad, un poco de orden. A final de cuentas, Dios tiene la culpa por habernos lanzado hacia su creación demasiado pronto, y lo que es peor, con el enorme defecto de saber –prematuramente- que podemos saberlo todo. Sí: Dios, el divino escritor, tiene la culpa por haber resuelto la trama de su cuento con aquel Árbol prohibido… Tengamos paciencia, pues, vayamos con calma. Contemos hasta diez antes de sumergirnos en la angustia y de entrar en duelo por nuestra era. Esa es, a final de cuentas, mi mejor opinión.