Educación y dinero

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Por Andrés García Barrios Hablar de la importancia que tiene el dinero en materia de educación es entrar en todo un mundo. Lo mismo ocurre si hablamos de lo inverso, es decir, de cómo influye la educación en nuestra manera (individual o social) de ganar o gastar dinero: otro mundo. Dos mundos confluyendo o –según algunos– un solo mundo en movimiento: lo que hagas, o dejes de hacer (como persona o como país) en materia de educación, se reflejará en tu economía, y viceversa. Casi todas las personas, cuando hablamos de “nuestra economía”, lo hacemos pensando en tener más (son pocas a las que les basta que no les falte un peso). Por eso, la educación es vista como una inversión, una inversión que algún día redituará. Pero ¿qué es una inversión? Hay que tenerlo claro pues, como dije, la forma en que lo entendemos y aplicamos está determinando, en buena medida, nuestra manera de educar. El asunto es tan complejo –tan lleno de matices técnicos, emocionales y hasta espirituales– que tratarlo en un artículo más o menos breve, como éste, exigiría el don de síntesis de un maestro haikuísta (esos poetas japoneses que, en diecisiete sílabas, resumían toda una experiencia vital). Yo, aquí, me limitaré a intentar algo parcial, con la esperanza de que resulte claro y no muy aburrido (o, a lo más, confuso pero divertido). Empiezo ya. Recuerdo que, cuando era chico –cosa que ocurrió en la segunda mitad del siglo pasado–, la palabra inversión sonaba como algo seguro. Esta visión, en parte equivocada (pues no hay inversión segura), era, sin embargo, el clima de la época: invertir traía beneficios, al menos confiabas en que tu dinero iba a regresar. Hoy, en el mismo medio social en que yo nací, las cosas ya no son así. Todos sabemos que se invierte bajo riesgo, a veces grande. Invertir es cada vez más una apuesta, un reto y un riesgo, al grado de que muchos comparan al sistema financiero con una casa de juego. Quizás no tienen razón, pero Keynes (el economista más celebre del siglo pasado) sí era de los que fomentaban tal comparación: “Cuando, en un país, el capital se desarrolla con actividades propias de un casino, es probable que las cosas se hayan hecho mal”. El hecho es que el tipo de inversión que hoy impera es ese, el de reto y riesgo, inclinándose más hacia el vértigo y el peligro. Lo digo no sólo porque, según vengo a enterarme, en el mercado de valores, por ejemplo, entre 80 y 90 % de los inversionistas salen perdiendo (la cifra podría ser muy parecida en los casinos), sino porque con cierta frecuencia el sistema entero se viene abajo (incluso a nivel mundial, como en 2008). Nadie nos dice que eso no puede ocurrir, de nuevo, en cualquier momento. Esta atmósfera de desafío y peligro permea por dondequiera, con la publicidad –como siempre– de su parte: “Dime dónde inviertes y te diré quién eres”, reza un –para mí– horrendo anuncio espectacular con el que tengo que toparme casi a diario. Para nadie es novedad que el ser humano se ha convertido en un animal especulador. El mundo de la educación, como digo, no es la excepción. Si vuelvo a mi infancia, también recuerdo que ya se decía que mandar a nuestras hijas e hijos a la escuela no era un gasto sino una inversión (esto incluso para quienes iban a escuelas públicas, que debían pagar uniformes y útiles). Pero su significado era el mismo que yo le daba a esta palabra, el de algo garantizado. Ir a la escuela, sí o sí, resultaría rentable. Hoy la frase tiene, es obvio, la acepción actual: pagar la escuela implica un riesgo. Un riesgo –a veces alto– que ya no todos saben, bien, si vale la pena correr. El que las cosas hayan cambiado tiene que ver no sólo con la forma en que la práctica económica lo ha hecho, sino con la importancia que los economistas (siempre polémicos) le han asignado a la educación como factor para el desarrollo de un país. Verán: la certidumbre que, como he dicho, era el clima de mi época, tenía que ver, en materia de educación, con lo que los expertos acababan de concluir apenas unas décadas atrás, terminada la Segunda Guerra Mundial, en el sentido de que la educación era un valor intrínseco a la producción. Así, en ese momento, como nos explican los autores de un interesante artículo sobre economía educativa: “invertir en Capital Humano se convierte en objetivo primordial de los gobiernos de todos los países. El crecimiento económico y el bienestar social son explicados por el nivel de formación y preparación de los ciudadanos”. El artículo sigue: “Las máquinas necesitan del conocimiento que añade el trabajador. El grado de desarrollo alcanzado por cada país comienza a interpretarse en términos de la cualificación de su factor humano. Es la época dorada de la educación”. En ese momento, cuestionarse si los jóvenes debían estudiar o no, era un sacrilegio. Por completo fuera de lugar, mi profesor de inglés de tercero de secundaria (un norteamericano ya muy “mexicanizado”, y gran tipo, además) nos exhortaba a pensar, al montón de chamaquitos que éramos, si de verdad queríamos ingresar a la preparatoria, tomando en cuenta que ésta era, como su nombre lo indica, una fase de preparación para hacer una carrera, y quizás algunos de nosotros no elegiríamos esta opción (mi escuela era de “chicos bien” y se podía presumir que algunos trabajarían en el negocio familiar sin requerir mayor formación universitaria). Yo me maravillaba ante aquel consejo, pero estoy seguro de que la mayoría de mis compañeros lo oía como algo más que obsceno: una idiotez, una desatinada incitación a la rebelión, que sólo podía provenir de un loco comunista, como lo era aquel maestro. Pero poco después llegaron tiempos de hondas crisis económicas que dieron al traste con cuantas teorías idolatraban la educación (teorías que se suponía bien fundadas). El crecimiento económico se desaceleró: ahora, a la vez que faltaba empleo, sobraba gente educada, y mucha de ella tenía que aceptar cargos para los que estaba sobrecalificada, y en los que, además, desplazaba hacia abajo a quienes solían ocuparlos. La teoría económico/educativa rectificó: la educación no era ya un factor decisivo para la producción. A la gente de menos recursos había que hablarle, mejor, de “capacitación”, y desarrollar escuelas técnicas que desviaran sus aspiraciones y les formaran en algo de verdad productivo. Frente a estas nuevas ideas, aquellos jóvenes tuvieron que voltear hacia carreras que prometían menos, pero que tenían la “enorme ventaja“ de no exigirles tanto tiempo ni esfuerzo. Eran más acordes, pues, con el estado de depresión personal y familiar que estaban viviendo (perdón por ironizar al respecto). El clima era de desconcierto y, a lo sumo, de resignación, a pesar de las campañas publicitarias que hacían todo lo posible por pintar aquellas escuelas técnicas como la panacea juvenil (yo lo recuerdo como el auge de los jingles optimistas en los anuncios del gobierno). A las familias con un poco más de recursos también nos alcanzó la desilusión, aunque de una forma más velada, permitiéndonos transitar poco a poco de un espíritu de crecimiento personal a otro de superación personal (menos optimista y más exigente), y de ahí al que fue el definitivo durante muchos años en la mayoría de las escuelas: el espíritu de competencia. Aun nos seguimos quejando de los colegios que son así. La sociedad entera se convirtió en una carrera desenfrenada, una competición desgarradora. Había que ser “el mejor”. ¿Por qué? Ya no porque el mundo necesitara gente preparada, sino porque, a los empleadores, las credenciales académicas les servían para elegir a los más aptos para sus puestos vacantes. El noble espíritu de crecimiento social y humano fue estratégicamente reubicado en la oficina de selección de personal. La publicidad –siempre cómplice, insisto– puso en auge la palabra Excelencia como si ésta fuera una meta personal cuando en realidad era sólo un distintivo para facilitar a los empleadores la elección. Las cosas continuaron con ese ir y venir entre la realidad económica, las teorías educativas y la atmósfera social que, sensible o veladamente, lo permeaba todo. De verdad me gustaría seguir fantaseando sobre estos escabrosos detalles, pero tengo que apurarme e ir ya a la época actual. Describamos un poco más a detalle algunos aspectos del modelo económico hoy imperante (que he llamado de reto y riesgo), cuyo influjo es ya bien visible en nuestro sistema educativo. Ian Stewart, destacado divulgador de la ciencia, resume en qué consiste hoy la apuesta: “Vender humo y ganar dinero”. Nos lo explica así: a pesar de las trágicas experiencias mundiales de décadas pasadas (una crisis en 2008 que casi da al traste con la economía mundial), “de nuevo se está animando a los inversores a hacer apuestas cada vez más complejas y cada vez más arriesgadas; a usar dinero que no tienen para comprar cosas que no quieren y no pueden usar”. Esas apuestas son, como dice Stewart, “cada vez más complejas” porque ya no consisten en invertir en mercancías reales sino en apostar a las apuestas que hacen otros: algo así como pararse frente al juego de ruleta y decir “Apuesto mil pesos a que, en la siguiente bola, aquel jugador apostará al rojo todo su resto”. Las operaciones se alejan cada vez más de nuestras manos. En materia de educación, las mamás y papás, que siempre se habían sentido en control del juego y apostaban al futuro de sus hijas e hijos, animándolos a estudiar carreras confiables (insisto, las del mainstream), ahora –bajo el modelo de apostar sobre apuestas (“vender humo y ganar dinero”)– el piso se aleja bajo sus pies: empiezan a entender que ya no pueden tener una expectativa concreta en torno a los jóvenes (como que salgan preparados para un mercado de trabajo específico), sino que lo actual-actual es seguir el modelo de la especulación, donde ya no importa lo que se aprende sino, simplemente, entrarle al juego (el acceso digital a las apps de apuestas, que se han vuelto un boom entre los jóvenes, me parece solo un síntoma de todo ello). Ahora, las clases, las materias, incluso las carreras, son como las distintas mesas de juego, y uno puede detenerse en cualquiera, no importa cuál. Tal vez se tiene alguna vaga preferencia, pero en el fondo ésta es irrelevante, exactamente igual que en el mercado bursátil, donde no interesa si inviertes en bienes o servicios, en ayuda humanitaria o en armamento; donde, de hecho, no importa siquiera si esas cosas en las que apuestas existen. Las particularidades (esta o aquella cualidad, esta o aquella decisión) no son importantes. Por ejemplo, las calificaciones ya no son vistas, como antes, como las fichas del juego, que te permitían seguir dentro. Hoy sólo son un documento más, de importancia parcial, lo mismo que la carrera que eliges o la institución en que estudias. Y lo cierto es que, por el camino de la especulación, la escuela misma está en riesgo. No sólo las materias, las carreras, las evaluaciones, sino todo el sistema escolar. Por el momento, nuestro modelo económico/educativo, sostenido aun por madres y padres, sigue exigiendo que los jóvenes atraviesen por una fase de “estudios”, resistiéndose a abandonar ese pasado que todavía creen garantía de futuro. Pero la verdad es que esos jóvenes ya están pensando en otra cosa. La escuela empieza a ser una especie de requisito que hay que aceptar, algo como una mayoría de edad para ingresar al mundo de la inversión. Y, sin duda, lo peor de todo es que en los sectores sociales más empobrecidos, los jóvenes ya dan por hecho que, para ellos, al final, no habrá suerte. No podrán ganar. Por lo tanto, Io único que les queda es disfrutar el tiempo de juego al máximo, lo cual, por lo regular, consiste en arriesgarlo todo. Así, Ia derrota no les tomará por sorpresa, como a las pasadas generaciones, sino que será algo buscado: su última opción, en muchos sentidos. Para mí, esos jóvenes son nuestro eslabón más débil, y su fracaso no es más que el anuncio de que a la sociedad entera le espera el triste destino del jugador. Ante esta visión desoladora, resulta anticlimático salir ahora con una esperanza. Parece más bien que hemos llegado a ese punto do no retorno en que es necesario que las cosas colapsen para que surja algo diferente. Yo, sin embargo, de forma temeraria, intentaré esbozar una solución. Por fortuna, como tantas otras veces en textos anteriores, justo en el momento de plantear opciones, se me acaba el espacio y tengo que concluir mi artículo. Es muy probable que esto lo haga yo adrede para que mis conclusiones no resulten ostentosas y pueda salirme un poco por la tangente (la tangente siempre es una buena consejera del escritor, pues, conservando un punto de contacto con la realidad, nos permite alejarnos de ésta hasta el infinito). Así pues, plantearé mi solución de forma resumida. En ella, parto del hecho de que, ante la severidad de la crisis, no podemos atender todas las necesidades al mismo tiempo y es necesario establecer prioridades. Así pues, menciono aquí las que se desprenden de forma natural de lo que he venido diciendo. Priorizar a la población (recuperar fuerza y confianza). Siguiendo a los críticos, dejemos de obligar a la sociedad entera a rescatar a las economías financieras de sus descalabros. Si alguna vez esto pareció necesario, ya es suficiente. La población se encuentra devastada y es hora de voltear a verla y aplicarle a ella los primeros auxilios. Priorizar lo real (deshacer espejismos). Una vez que la población de más escasos recursos ha vuelto a respirar un poco, debemos basar el desarrollo económico en la producción de bienes reales y ocuparnos menos de “actividades propias de un casino” (volviendo a citar a Keynes). Priorizar al ecosistema (volver a casa). La preferencia por lo real, señalada en el punto anterior, supone regresar a la naturaleza, reaprender a habitarla. Priorizar a los jóvenes (ponderar lo insólito). Poner el énfasis en la juventud es abrir la posibilidad de que ocurra algo nuevo, inesperado, y que llegue con ello la verdadera solución. Los cambios con frecuencia acompañan a lo disruptivo, por lo que, en tiempos de crisis, se privilegian las divergencias. Es importante, sin embargo, no descuidar lo normal, lo “típico”, en este caso a aquellos jóvenes que, por estar cerca del estándar, cada vez se ven más privados de un verdadero humanismo. Priorizar a los adultos mayores (aprovechar lo que es nuestro). A la faz, si se quiere, “paternalista” de abrazar el milagro juvenil, se suma la faz “filialista” de ponderar la voz de la experiencia. Ha llegado el momento de cosechar sus frutos. Ignorar a los adultos mayores es desperdiciar una larga inversión justo cuando está ya madura. Priorizar a las mujeres (buscar la unidad y la coherencia). Poner al centro lo femenino es reconocer la importancia, siempre vital, de su fuerza centrípeta y cohesionadora, diferente de la multisecular energía patriarcal, centrifuga, expansiva, colonizadora. Priorizar la educación (atraer a todos a la labor). No es momento de que cada quién vea por sí mismo. La educación sabe que la persona sólo se desarrolla en entornos florecientes. Los años de estudio deben ser cadenas de construcción comunitaria. Quienes aún gozan de algún privilegio –incluyendo los jóvenes estudiantes de los sectores más beneficiados– deben comprender que esa condición no es sino una responsabilidad que se ha puesto en sus manos para que la administren. La escuela debe conducir la buena voluntad personal hacia el bienestar colectivo. Todo lo anterior, por si solo, significa, en última instancia, priorizar la salud. La salud es lo más integral del individuo, y surge y se fortalece con la armonía y la confianza en sí mismo y el entorno. Quien vive persiguiendo algo ideal, es muy probable que nunca alcance la verdadera salud. En fin, espero haber dejado claro cómo, para mí, la catástrofe oculta una esperanza. Tal vez esto siempre es así. Byung-Chul Han, el filósofo coreano, al hablar de la esperanza, dice que, a diferencia del optimismo, ésta tiene sus raíces en la oscuridad, es decir, que no renuncia a la sombra, sino que crece dentro de ella como la semilla en la tierra. No sólo estamos muriendo, estamos naciendo, también. Ambas cosas. Y ambas cosas merecen nuestro mayor esfuerzo y nuestro mayor respeto. Pongámonos de pie, vivos, ante su misterio.