Por Will Ogilvie Vega de Seoane Todo gran libro es un espejo en el que el lector se ve a sí mismo. Alexis de Tocqueville no viajó por Estados Unidos para escribir un diario de viaje, sino para crear un espejo. No le interesaban los paisajes ni los monumentos. Quería entender la democracia no como una teoría abstracta, sino como una realidad viva y palpitante. Quería ver a su gente, sus pasiones, sus sueños, la forma en que vivían, trabajaban y forjaban su propio futuro. Pero más que nada, quería que ellos se vieran a sí mismos. Su preocupación no era que la democracia colapsara de la noche a la mañana en un golpe violento. Tampoco temía el auge de las ideologías radicales, de izquierda o de derecha, sino algo mucho más insidioso: la lenta asfixia de la libertad bajo capas de burocracia, reglas interminables, la tiranía de la mayoría y la creciente apatía pública. Lo vio venir. Y, en muchos sentidos, lo estamos viviendo hoy. Algunos tachan a Tocqueville de agorero. Otros sostienen que era un optimista que admiraba a Estados Unidos. Ambos tienen razón solo a medias. Creía que la igualdad, el cemento de la democracia, triunfaría inevitablemente en toda la cristiandad. La verdadera cuestión, pensaba, no era si la democracia se extendería, sino si podría preservar la libertad en el camino. El gran desafío al que se enfrentaba la humanidad era construir un arca lo suficientemente fuerte como para navegar por el «océano sin orillas» de la igualdad. Para Tocqueville, la libertad era como el hermano menor de la igualdad: más bella y buena, pero más frágil. Algo sagrado. Algo sin lo cual el hombre no podría ser verdaderamente hombre. Las cadenas invisibles del despotismo suave Poco a poco, nos hemos acostumbrado a dejar que otros tomen decisiones por nosotros. Y nos decimos a nosotros mismos que está bien. La vida es agotadora: el trabajo, la familia, las responsabilidades. Y cuando conseguimos un momento para respirar, lo último que queremos es meternos en el pantano de los argumentos políticos y la indignación en línea. ¿No estamos agotados por los constantes escándalos en las noticias? Así que nos desconectamos. Y mientras vemos a los Dutton luchar por su rancho en Yellowstone (gran serie, por cierto), navegamos por las redes sociales o simplemente intentamos dormir un poco, algo sucede. Perdemos el control de nuestras propias vidas. Tocqueville tenía un nombre para esto: despotismo suave. No es una dictadura brutal. No hay tanques en las calles, ni arrestos a medianoche. Es peor. Es un sistema que nos adormece en la complacencia, nos convence de que todo está bien y nos mantiene indiferentes, hasta que un día, nos despertamos y descubrimos que la libertad es una cáscara hueca. Seguimos votando y creemos que somos libres. Pero, ¿y si esa libertad es solo una ilusión? ¿Y si cada pocos años elegimos entre facciones de la misma élite política, confundiendo el ritual con el autogobierno real? Si esto te suena familiar, no es una coincidencia. Tocqueville lo expresó claramente: Los ciudadanos caen bajo el control de la administración pública en todo momento; son llevados imperceptiblemente y como sin su conocimiento a sacrificar a la administración pública algunas nuevas partes de su independencia individual, y estos mismos hombres que de vez en cuando derriban un trono y pisotean a los reyes, se inclinan cada vez más, sin resistencia, a la más mínima voluntad de un empleado. ¡Ay! La política no es un juego que se gana, es una conversación que nunca termina Una de las lecciones más importantes de Platón fue que la política nunca termina. No es un nivel que superas en un videojuego y sigues adelante. No existe una constitución perfecta, ni un sistema político definitivo en el que las cosas funcionen por sí solas. Todo en la Tierra está destinado a decaer y cambiar. Eso es lo que los utópicos, de todas las tendencias políticas, siempre pasan por alto. El hombre nunca podrá poner las botas sobre la mesa y simplemente ser. Vivir es luchar, resolver problemas, amar y odiar. Aquiles advirtió a Príamo que lo mejor que podemos esperar es una mezcla de bendiciones y miserias: ningún mortal deja este mundo sin ser tocado por el dolor. No debemos buscar consuelo en soledad, sino significado. Y si es significado lo que queremos, es libertad lo que necesitamos. Al igual que los actores necesitan un escenario, los humanos necesitan libertad. Sin ella, nada vale realmente la pena. La política es una conversación, una práctica diaria, como el amor, algo que no se logra de una sola vez, sino que debe nutrirse y renovarse cada mañana. Algunos creen que podríamos prescindir de la política; están equivocados. No es una tarea que podamos subcontratar. Ningún experto, político o empleado puede hacerlo por nosotros. Tocqueville odiaba las máquinas, y la política no es una máquina. No funciona con piloto automático. No es un sistema que podamos construir una vez y esperar que funcione para siempre. La libertad exige un espíritu combativo particular. Así que, por favor, querido lector, nunca te calles. Debemos volver a ocupar el espacio público, no como espectadores, sino como participantes. Eso significa reunirse, debatir, cuestionar. Significa negarse a dejar que los burócratas y las instituciones distantes moldeen nuestras vidas sin nuestra opinión. Tocqueville lo entendió mejor que nadie. Y tal vez por eso, casi dos siglos después, seguimos mirando en su espejo. ****Will Ogilvie Vega de Seoane: Tiene un doctorado en Filosofía por la Universidad Francisco Marroquín, donde enseñó durante más de seis años y se desempeñó como Coordinador de Asuntos Globales. Actualmente, es profesor en la Universidad de las Hespérides y dirige el programa Great Books Conversations.