Por Andrés García Barrios Docente es quien enseña a pensar. Al parecer, fue la antropóloga y docente Margaret Mead quien, hacia mediados del siglo XX, empezó a propagar una idea que ahora, en el medio educativo, todos tenemos presente: «A los estudiantes hay que enseñarles a pensar, no qué pensar». Con esa frase, como digo, dio un giro notable a la idea de educación, abrió una nueva era a la actividad docente… y nos metió a todos en un problema enorme. Por eso, para conmemorar el día dedicado a la docencia (que en México se celebra el 15 de mayo), quiero intentar aportar algo sobre este asunto. «Enseñar a pensar –nos decimos todos desde entonces–. Okey, perfecto, esa es ahora nuestra labor. Será maestra y maestro quien enseñe a pensar. Pero, ¿por dónde empezamos? ¿Cómo lo hacemos?» No vayamos tan lejos como Martin Heidegger, que se preguntaba ¿Qué significa pensar? «Quedémonos –seguimos diciendo– en ese punto mucho más accesible, mucho más familiar para nosotros, el de enseñar a pensar. Eso es…» ¿Mucho más sencillo? ¿De verdad? ¿De verdad es más fácil? ¿Siquiera es posible? Lo cierto es que, si quisiéramos responder con seriedad, tendríamos que plantearnos el problema de forma tan honda como lo hace Heidegger, y empezar por preguntarnos ¿qué es enseñar a pensar? para después extendernos hasta ¿qué significa pensar? Pero no llegaré aquí a tanto, o más bien, no llegaré a un pensar tan hondo, digamos tan filosófico, ese que colinda con temas como el alma, el ser y cosas por el estilo, y me limitaré a lo más sencillo, a lo que –desde mi punto de vista– pudo haber estado pensando Margaret Mead cuando dijo su famosa frase. Siendo científica, Mead habrá confiado en un pensar racional de gran precisión lógica; a la vez, al ser también una mente femenina de su tiempo, habrá luchado por un pensar crítico e incluso subversivo; finalmente, siendo una humanista, habrá buscado un pensar coherente con lo subjetivo, con lo personal e íntimo (una muestra de su humanismo está en su afirmación de que el primer rastro arqueológico de civilización es un fémur roto y sanado, indicio de que un semejante atendió a ese enfermo). Lo poco que sé sobre Margaret Mead me permite imaginar que hablaba de un pensar de este tipo, por lo que todo lo que viene a continuación intenta ser un preámbulo a si es posible enseñar a pensar así, es decir, de una manera lógica, crítica y humana (a la que propongo llamar, simplemente, un pensar razonable). ¿Podemos enseñar a los demás a ser razonables? Vayamos por partes. En el libro Tiempo Universitario, 100 años de la Universidad Nacional (editado por mi cuñada, Andrea Gálvez) aparece una vieja fotografía titulada Prácticas de natación del Centro Educativo Benito Juárez, donde se ve a un grupo de jóvenes desnudos, bocabajo, en posición de nado, ¡sobre el piso sólido de una terraza! La fotografía, de entrada, resulta hilarante: clases de natación sin alberca. Pero si uno lo piensa bien, acaba advirtiendo que no hay por qué reírse. ¿Están realmente estos jóvenes aprendiendo a nadar? Ciertamente, todas las experiencias sensoriales (la textura del agua, su temperatura, su densidad, su resistencia, su presión, etcétera) están por completo ausentes de su mente en este momento, y si alguno de esos jóvenes nunca ha entrado en una alberca o en el mar, tendrá muy poca idea de lo que le espera cuando pase del piso de la terraza al agua real. En efecto, en este momento, todo el aspecto “hídrico” del nado (por decirlo con un poco de humor) será, en el mejor de los casos, meramente teórico. ¿Es posible aprender a nadar así? Desafortunadamente no recuerdo y no he podido encontrar el nombre del científico que, para demostrar el poder del conocimiento teórico, enseñó a sus hijos a nadar, así, sin alberca, ni mar, ni nada. Simplemente, les explicó todos los elementos que consideró necesarios, y cuando los niños se arrojaron a la piscina, pudieron recorrer ésta, nadando perfectamente. El lado teórico del pensamiento podemos compartirlo con otros a través del lenguaje. ¿Pero el pensamiento se reduce a eso, a lo expresable con palabras? Algunos creen que no, que en el momento en que los niños se arrojan al agua y nadan, el contenido de su pensamiento se vuelve también sensorial, y adquiere un elemento que no se puede compartir con otros, al menos no con palabras. Digámoslo así: yo no te puedo explicar, ni con la lógica más aguda (y aunque tuviera todo el tiempo del mundo), cuál es la sensación que tiene uno cuando está sumergido en el agua. No obstante (¡a pesar de lo difícil que resulta creerlo!), hay una buena cantidad de científicos y filósofos de la ciencia (los llamados fisicalistas) que creen que es posible dar a conocer a otros, con explicaciones teóricas, cómo se sienten cosas como la textura del agua, el sabor del durazno y el color azul, y lo creen al grado de afirmar (tomando como ejemplo esto del color) que una persona que hubiera siempre vivido en una habitación en blanco y negro (y vestido de pies a cabeza un traje igual), podría un día salir al mundo y distinguir, con la sola teoría (física, química, neurobiológica), cuál de todos los colores que ve es el azul, distinguiéndolo de los demás. ¿De verdad es posible conocer los colores, sonidos, sabores, sin haberlos visto, oído, probado antes? ¿Será suficiente el pensamiento racional para conocerlo todo? ¿No hay nada que se pueda definir como “subjetivo”, en el sentido de que sea absolutamente personal e incompartible? Claro que se puede responder de forma afirmativa a todo esto, pero hay que tomar en cuenta que hacerlo es aceptar que es posible explicar, de forma teórica, qué se siente estar enamorado, a qué sabe la sopa de mariscos y cómo suena la nota musical Do; es aceptar que si tuviéramos tiempo suficiente, podríamos explicarle a alguien de principio a fin la 5ª Sinfonía de Beethoven, y esa persona podría disfrutar y conmoverse exactamente como si estuviera frente a la orquesta. En otras palabras, es creer que la ciencia sí puede llegar a conocerlo todo y que, ¡por supuesto!, se puede enseñar a alguien a pensar, haciéndolo a través de lecciones de lógica, la cual no es sino la descripción de las formas (profundísimas, sutilísimas, agudísimas) que sigue la mente al conocer algo. Para quien piensa así, es posible conducir a les estudiantes por los pasillos del lenguaje lógico–matemático, detectando errores y engaños hasta descifrar toda la verdad (y quienes no creen en esto, es porque no conocen los alcances de la razón ni lo profundo que puede penetrar en la realidad para revelárnosla). En resumen, el ser humano es capaz de conocerlo todo como si él mismo lo hubiera creado. Pero esta no es la única visión posible. Existen otros científicos y pensadores no fisicalistas que consideran que todo lo anterior está fuera de lo razonable, que aun teniendo toda la información teórica sobre, por ejemplo, el color azul, jamás podremos saber cómo “se ve” éste ni podremos identificarlo sin haberlo visto antes. Para ellos existe, pues, un tipo de experiencias nada teóricas, que sólo se obtienen de forma directa y que no es posible explicar a otros (la sensación del aire en la piel, un dolor de muelas, un sonido agudo a diferencia de uno grave). Esas experiencias –a las que llaman qualia– vienen a ser el componente subjetivo del conocimiento. Para los qualistas (llamémosles así), el pensamiento formal tiene un límite y al final de la cadena queda algo misterioso que nos constituye como sujetos únicos, algo que jamás podremos explicarnos ni explicar a otros, que no es propio del conocimiento físico objetivo sino que sólo se da en nosotros y en nada ni en nadie más en el mundo (podemos llamarle «subjetividad» o «experiencia directa»). Si los qualia existen, queda claro que el pensamiento tiene límites y que no se puede enseñar a alguien a pensar lo suficiente como para encontrar la única verdad. Recuerdo el chiste del estudiante que en su examen profesional de Química afirmó que el ácido sulfhídrico (ese que huele a huevo podrido) tenía un olor agradable. El sinodal consternado se puso de pie y exclamó: “¿Cómo se atreve usted a decir que tiene un olor agradable?” “Bueno, a mi me gusta”, respondió el estudiante. Lo cierto es que nadie podrá refutar su respuesta; y eso, porque –en el caso de que en realidad le guste– nadie podrá nunca enseñarle a pensar que está equivocado. Nuevo resumen: solo podemos enseñar a nuestros estudiantes a pensar, si aceptamos que, tarde o temprano nos, toparemos con un límite. La verdad es que la idea de los qualia repugna a los fiscalistas porque abre la posibilidad de que exista algo inmaterial llamado alma. Sin embargo, ser qualista no significa creer que una instancia metafísica sea la explicación a la subjetividad. Muchos qualistas son cientifistas y no creen que un seresito proveniente del más allá sea quien percibe el azul. Lo que afirman es que en nuestra realidad existen aspectos no materiales que determinan esas experiencias, aspectos que aun no aparecen en el radar de nuestro conocimiento: tendremos que esperar a nuevos avances de la ciencia para entenderlos. Así pues, un docente puede elegir entre dos tipos de actitud: enseñar a sus estudiantes a pensar para alcanzar toda la verdad o mostrarles los límites que impone la subjetividad. Podemos explicar la dramática relevancia de esta elección pedagógica si vemos su relación con un tema crucial: el de la inteligencia artificial. ¿Qué piensan los fisicalistas acerca de enseñar a pensar a un robot? Siguiendo lo que hemos dicho hasta aquí, para ellos el problema se reduce a lo material (a lo físico, digamos). Así, una vez que consigamos producir una infraestructura física idéntica a la del cuerpo humano (o quizás baste con la del cerebro y el sistema nervioso), podremos programarla de una manera análoga a la que se use para enseñar a pensar a estudiantes en el aula (es decir, según las reglas de la lógica). Ello produciría verdaderos seres humanos artificiales, dotados de qualias, es decir, de experiencias sensoriales y subjetividad. ¿Y los qualistas? Para ellas (y ellos), como es obvio, no bastará con recrear con exactitud física el cuerpo humano. Tendremos que esperar a que un nuevo conocimiento (quizás una ciencia diferente a la actual) nos permita entender el componente inmaterial de la conciencia. Solo en ese momento sabremos si se puede programar a un robot para que distinga el azul del rojo por experiencia propia. Mientras tanto, tendremos que resignarnos a crear máquinas inanimadas, sin un ser dentro. Quepa aquí, como respaldo de esta tesis, la frase del célebre biólogo darwinista, T. H. Huxley, que en el siglo XIX alentaba a sus contemporáneos a no creer en cuentos de hadas: “Que algo tan notable como la conciencia surja de la alteración del tejido nervioso es tan inexplicable como la aparición del genio cuando Aladino frotó su lámpara”. Existe una tercera postura, que de ninguna manera supone una conciliación entre las dos anteriores sino que solo añade complejidad. Es la que yo sigo (y tramposamente me espero a plantearla al final, para hacerlo rápido y no tener que dar tantos argumentos). Se trata de lo siguiente: algunos creemos que la subjetividad no es ni producto de la interacción de la materia ni un misterio provisional que algún día lograremos resolver con nuevas herramientas cognitivas; es más bien algo que siempre permanecerá inescrutable, dejando eternamente intacta la experiencia íntima de contemplar el azul, de estremecernos por la palabra árbol a mitad de un poema o simplemente de saber que estamos teniendo una buena idea. El misterio está, y estará siempre, en nosotros mismos. Desde este tercer punto de vista, jamás habrá en el mundo seres animados creados por nosotros. En cambio, sí podremos enseñar a nuestros estudiantes formas de pensar, pero solo si a la vez que nos comprometernos con un pensamiento lógico profundo, somos capaces de estar alertas a “eso” que no se puede pensar, y que por lo tanto, no es posible transmitir con palabras; “eso” que, en todo caso, está entre las palabras, y que, sin ser del dominio de la razón, convierte al pensamiento en «razonable» y nos permite comunicarnos y entendernos. Tal tipo de confianza se llama fe y no espero que el lector la comparte conmigo. De hecho, es otra forma de creer en cuentos de hadas. La diferencia con los cientificistas, es que los que pensamos así, aceptamos creer en tales cuentos; y mientras que a los cientificistas creer en hadas los desacredita, a nosotros nos favorece. Chesterton, el inmenso ensayista, tan creyente en la razón como en la fe, lo explicaba: “Mi primera y última filosofía la aprendí en el cuarto de juegos infantiles. En lo que más creía yo entonces, y en lo que más creo ahora, es en los cuentos de hadas. Me parecen totalmente razonables. El país de las hadas no es más que el luminoso reino del sentido común”. Y enseguida nos da, como ejemplo del tipo de sentido común del que está hablando, “… la noble lección de La bella y la bestia, que nos dice que hay que amar las cosas antes de que sean amables”. En fin, como se puede ver, tampoco esta tercera opción acaba de resolver el asunto de cómo podemos enseñar a pensar a nuestros estudiantes. Creo que hay que ir todavía a una cuarta, si de verdad queremos dar un paso adelante. Ya voy a acabar: dejo aquí esta conclusión como finale presto, brusco final, postrer tropezón sin más argumento: ya sea que optemos por la infalible lógica, por resignarnos a los límites de ésta o por una confiada mezcla entre lo lógico y lo inefable, siempre nos quedará, como docentes, el sentido del humor, que no es sino admitir que, al menos por el momento, hay algo esencial que no podemos entender de nuestro maravilloso universo. ¡Viva el nado sin alberca! ¡Viva el grato aroma del ácido sulfhídrico! ¡Vivan las y los docentes en su día!