Por Andrés García Barrios No todos los docentes son iguales. Esta lúcida aseveración, digna del más despabilado Perogrullo, puede, con toda su obviedad, introducirnos en uno de los problemas más complejos de la pedagogía, uno de los que más quita el sueño a teóricos y prácticos. Para plantear el problema con sencillez, podemos partir de la idea generalizada sobre lo que es un docente, a saber, alguien capaz de traducir su conocimiento en un lenguaje común a sus estudiantes, es decir, en un mensaje que les resulta claro. Si de encontrar un lenguaje común se trata, estaremos de acuerdo en que lo mejor es el lenguaje racional, único que identificamos como común a todos los humanos (“Hablando se entiende la gente”, dice el refrán). Cabe aclarar que el mensaje del docente incluye no solo los temas de la clase (Matemáticas, Psicología, Historia, Derechos humanos…) sino también los valores pedagógicos y éticos que se espera que rijan el encuentro: disciplina, honestidad, generosidad, inclusión, etc. Estos valores, aun cuando el docente no los haga explícitos, pueden inferirse racionalmente de su comportamiento. Según la anterior descripción (la mas común, como he dicho), el mejor docente es el que más se acerca, en todos los sentidos, al ideal trazado por la razón. Y así llego a la conclusión a la que quería llegar: las mejores maestras y maestros tenderán a parecerse entre sí, al menos en los trazos esenciales que llevan a ese ideal. Visto ahora así, el que no todos los docentes sean iguales deja de ser una premisa obvia y nos hace pensar si esa diferencia que damos por sentado es un hecho inevitable o si como sociedad —y en aras de una mayor racionalidad— debemos esforzarnos para que los docentes lleguen a homologarse en sus capacidades y valores. A algunas personas, esta pregunta les parecerá por completo fuera de lugar en un mundo en el que la diversidad es cada vez más defendida y valorada. Sin embargo, si lo piensan un poco, tendrán que admitir que es difícil también desecharla ya que en ese mismo mundo prospera a pasos agigantados el fantasma de la homologación (a través de los medios de comunicación, las redes sociales y los nuevos programas digitales), al grado de que ya a nadie le sorprendería que la labor docente quedara de pronto en manos de dispositivos de inteligencia artificial (por cierto, ¿ya no se usa la palabra robot?) homologados por programas estándar. Ahora bien, supongamos que triunfara la tecnología: no por eso la polémica terminaría; esta vez giraría en torno a quién debería programar los nuevos dispositivos, si las científicas y tecnólogos o las filósofas y pedagogos. Algunos de éstos últimos se inclinarían por darle prioridad a la ciencia, mientras que otras personas dejarían abierta la puerta a lenguajes de patente subjetividad, como los del arte. Sin embargo, incluso si también llegaran a un acuerdo en este punto, emergería una nueva pregunta: ¿esos docentes robóticos deberían tener un dispositivo para emular la subjetividad emocional y usar tonos de voz amables, dubitativos, de enojo, etc., o deberían mantener un tono de neutralidad afectiva y no pretender simular el intercambio emocional humano? Seguramente la discusión derivaría en si este intercambio subjetivo, con todas sus sutilezas, se puede describir en términos racionales y se le puede traducir a un lenguaje programable, o si en realidad la emotividad humana se sumerge en un fondo incognoscible, ajeno por completo a los robots, por lo que sería mejor que éstos conservaran un tono de voz neutral y no se arriesgaran hacia algo inalcanzable. Estamos casi de lleno en el problema filosófico al que me referí al principio y del cual, por cierto, aún no menciono el nombre: es el problema del papel que desempeñan la objetividad y la subjetividad en el terreno de la educación y la enseñanza. Sigamos adelante. Contra la imagen generalizada del buen docente que enseña siempre con objetividad, lo que algunos pensadores sostienen es que toda enseñanza conlleva un mensaje personal, subjetivo, que a veces no se puede expresar con palabras y que interviene de forma inevitable en la transmisión del conocimiento. Entre los que piensan así, hay quien llega a decir que para la pedagogía lo importante no es lo que se enseña sino cómo se enseña. Esta vertiente de pensamiento no excusa su lado escéptico: algunos ven en lo subjetivo una interferencia tan radical que niegan que sea posible cualquier tipo de enseñanza objetiva (así pensaba el sofista griego Gorgias, quien pretendía demostrar que la comunicación humana es imposible). Como resultado de todo lo anterior, las pedagogas y pedagogos siguen preguntándose si es posible incluir en la cátedra “el saber que no puede decirse”. Y la pugna entre el sí y el no es tal, que podríamos jugar a clasificar las corrientes pedagógicas según cuánto de la esencia de la educación están dispuestos a dejar fuera de la razón, es decir, ‘a cuánto de lo “objetivo “ están dispuestos a renunciar en aras de la subjetividad. Y viceversa. Una pedagogía científica positivista, por ejemplo, querría eliminar el problema reduciendo el lenguaje de la enseñanza a la matemática y la lógica, disciplinas que prometen un perfecto entendimiento. El problema con la ciencia es que esa promesa se proyecta sobre un futuro ideal, que se puede postergar indefinidamente. Ello le da una ventaja en materia de conocimiento, porque lo cierto es que, cuando se pospone una y otra vez el final, es más fácil establecer una verdad en el momento presente. Ocurre como en esas obras de ficción (películas, series, novelas) que llenan capítulos y capítulos de aventuras verosímiles, sin preocuparse de lo que vaya a ocurrir con ellas al final (si serán coherentes o no), simplemente porque los guionistas están dispuestos a concluirlas tanto con una genialidad como con un disparate. En materia de ciencia y racionalidad, es el final el que puede revelar las debilidades del proceso. Pensando en ponerle un final al camino de la ciencia, algunos han pensado en insertarle un objetivo práctico. Para estas personas, la educación, la comunicación, el aprendizaje consisten en adquirir todas las destrezas necesarias para servir a algo. Educar sigue siendo un acto racional, pero ahora también práctico, Caricaturizando, el docente de esta tendencia funciona como un martillo y el estudiante como un clavo; y el final llega cuando el docente da en el clavo y logra que el estudiante se inserte en donde se le ha preparado para hacerlo. Contraria a la pedagogía martillo/clavo, hay otra para la que enseñar implica no intervenir de forma intencional en la vida de las y los estudiantes. Al parecer, María Montessori pensaba mas o menos así cuando afirmaba que a los niños y niñas nada puede imponérseles. En esta pedagogía, una parte de la subjetividad del docente debe desaparecer: la de la intención. Los sabios que nos legaron el oráculo chino I Ching hablan de un no hacer justamente en el sentido, no de no actuar, sino de no tratar de incidir en la realidad con una voluntad que contravenga el orden natural de las cosas. Si existe una intención en quien enseña —un intento, un esfuerzo— no deberá ser la de alcanzar un objetivo predeterminado sino la de responder a la naturaleza del momento. Así, educar es simplemente estar ahí con lo que uno es y lo que no es, con sus riquezas y carencias, aprendiendo en el acto mismo de enseñar. No muy lejos de la anterior, está esa otra pedagogía para la cual la función de los educadores se reduce a «dar testimonio». Aquí tampoco se trata de impartir martillazos sino de exponer ante el estudiantado la forma en que nosotros mismos aprendimos algo. Esa exposición, que es más bien una narración, puede resultar tan pormenorizada como queramos, tan elocuente o silenciosa, tan racional o subjetiva, tan técnica o poética como queramos, pero no aspirará a insertar al otro dentro de un objetivo ni a inducirlo a que se conduzca de cierta forma; ni siquiera se permitirá proyectar en él nuestras propias aspiraciones. Un chiste cruel me permitirá explicar qué significa para mi esto de no querer conducir al otro. Tiene que ver con los señalamientos de tránsito. Como todos sabemos, una buena señalización vial tiene la intención de guiar a un automovilista de un lugar a otro. De principio a fin. Ese propósito se cumple, por ejemplo, en los letreros informativos en Estados Unidos, como dicen quienes han viajado en auto por ese país. Obviamente ahí los letreros están hechos no para educar sino para guiar. En cambio, en nuestro país, las señales sí parecen haber sido hechas con una intención educativa, específicamente ésta que yo digo de los testimonios: aquí, cuando los automovilistas tenemos que descifrar el contenido de esos letreros («Morelia es para allá». «No, es para allá». «No, no, era por allá atrás»), nos queda claro que no tienen la intención de decirnos por dónde ir sino sólo de narrarnos — medio objetiva, medio subjetivamente, con cierta fluidez o tartamudeando— la manera en que su autor recuerda haber llegado él mismo a cierto lugar al que iba. No pretenden imponernos una ruta sino ofrecernos algunos rastros. Si fueran piezas didácticas, los letreros en México serían monumentos educativos, que nos dan su apoyo pero nos permiten también aprender por nosotros mismos. Decirlo con un chiste no me ayuda ahora que debo ponerme serio. Y es que estoy convencido de que el testimonio de vida de las y los docentes sí es la verdadera enseñanza: contiene toda nuestra objetividad, toda nuestra subjetividad y nuestra práctica, y son capaces de movilizar a otros, aunque no en una dirección prestablecida. Son la forma más honesta de declarar lo que sabemos, lo que no sabemos y el camino muy personal que nos condujo hasta este momento en que damos nuestro testimonio. La raíz etimológica de la palabra educar que la describe como “guiar” o “conducir” surgió en un mundo sin tantos caminos trazados como ahora; en ese entonces, guiar a alguien todavía tenía mucho de improvisación y riesgo. Creo que aún podemos atender a esa tradición y por lo menos aceptar el riesgo que significa —como decentes— proponernos llevar a nuestros estudiantes a algún sitio; me parece que es mejor mostrarles (como en mi chiste de los letreros) cómo hemos hecho el recorrido nosotros mismos. Actuar así implica exponer nuestro ser completo, el que nosotros mismos conocemos racionalmente y el que es demasiado subjetivo, demasiado profundo para simbolizarlo en palabras. En definitiva, requiere valentía: supone admitir, frente a jóvenes que a veces esperan de nosotros repuestas definitivas, que los caminos de la vida no son como uno piensa (sí, como dice la canción, que es también un valiente testimonio, por cierto). Vida y conocimiento son inseparables. Esa es para mi la conclusión de todo esto.