Geopolítica del conocimiento: el porqué Europa debe reinvertir en sus universidades

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Por Manuel Muñiz Europa se encuentra inmersa en una competencia que se mide no solo en arsenales militares, sino también en infraestructura de investigación, centros de datos, laboratorios y aulas. El vector decisivo del poder en el siglo XXI es el conocimiento: quienes lo generan, lo retienen y lo convierten en innovación marcan el ritmo del crecimiento, la seguridad y la cohesión social. En este panorama, las universidades no son meras instituciones educativas, sino infraestructuras estratégicas. Si Europa aspira a una auténtica soberanía tecnológica, debe reinvertir de forma audaz y sistemática en su sistema de educación superior. La conexión entre las universidades y la competitividad es evidente: la ciencia básica impulsa el descubrimiento, y este impulsa el dinamismo industrial y económico. Cuando este círculo virtuoso funciona con fluidez, surgen clústeres de innovación: polos magnéticos que atraen talento, capital y empresas líderes. Cuando fracasa —por inestabilidad financiera, inercia burocrática o desconexión con la economía real—, la productividad y el crecimiento quedan inevitablemente rezagados respecto a competidores más ágiles. El desafío que enfrenta Europa es claro y cuantificable. Entre 2019 y 2024, la productividad por hora trabajada en la eurozona aumentó tan solo un 0,9 %, en comparación con el 6,7 % en Estados Unidos, según el Banco Central Europeo (BCE). Europa produce ciencia de primer nivel —sus investigadores publican prolíficamente y obtienen prestigiosos premios—, pero tiene dificultades para traducir ese conocimiento en aumentos de productividad e innovación comercial. La frontera tecnológica —inteligencia artificial, computación cuántica, biociencias, materiales avanzados— avanza a un ritmo vertiginoso, y quienes dominen estos dominios moldearán el orden económico y geopolítico de las próximas décadas. La brecha de la innovación Parte de esta brecha de rendimiento es financiera. Europa invierte aproximadamente el 2,3 % de su Producto Interior Bruto (PIB) en investigación y desarrollo, en comparación con el 3,4 % de Estados Unidos e incluso niveles superiores en Corea del Sur e Israel. Este enorme déficit se traduce directamente en una menor capacidad de innovación y una desventaja competitiva. La Organización Mundial de la Propiedad Intelectual informa que Europa representa actualmente solo alrededor del 10 % de las solicitudes de patentes internacionales de alto impacto a nivel mundial, una proporción que continúa disminuyendo de forma constante. La transferencia de tecnología sigue siendo una debilidad estructural que lastra la competitividad europea. Las universidades europeas generan aproximadamente tres veces menos empresas derivadas per cápita que sus homólogas estadounidenses, según el Cuadro Europeo de Indicadores de Innovación. Los incentivos académicos siguen estando estrechamente ligados a las métricas de publicación, en lugar del éxito de la comercialización. El problema no es el talento —Europa produce científicos e ingenieros excepcionales—, sino la traducción: la ausencia de vínculos sólidos entre el laboratorio y el mercado. Estos eslabones perdidos incluyen capital paciente dispuesto a impulsar proyectos a largo plazo, oficinas profesionales de transferencia de tecnología con experiencia comercial y una cultura del riesgo que premia la experimentación audaz en lugar de castigar los fracasos inevitables. Cuando las universidades alcanzan su máximo potencial, funcionan como plataformas con una triple misión: centros dinámicos de educación, investigación y transferencia de tecnología. Orquestan ecosistemas complejos, conectando a científicos con emprendedores, hospitales con ingenieros, gobiernos con inversores de capital riesgo y la demanda pública con soluciones de vanguardia. Cuando esta orquestación tiene éxito, las universidades se convierten en potentes aceleradores económicos. Regiones como Baviera, Île-de-France y el área metropolitana de Ámsterdam, donde las universidades e instituciones de investigación están densamente concentradas y bien conectadas, muestran una productividad laboral entre un 20 % y un 25 % superior a la media europea, lo que demuestra los beneficios económicos tangibles de la excelencia académica. Estados Unidos ha perfeccionado un circuito virtuoso que conecta la inversión pública en investigación, los mercados de capital privados y la demanda comercial. Catorce de las veinte universidades más innovadoras del mundo son estadounidenses, según las clasificaciones de Reuters. La contratación pública —a menudo canalizada a través de agencias de defensa, los Institutos Nacionales de Salud o el Departamento de Energía— actúa como una demanda crucial en las primeras etapas de las tecnologías emergentes. Europa no necesita copiar este modelo a la perfección, pero debe internalizar su lógica fundamental: concentrar los recursos en prioridades estratégicas, alcanzar la escala en ámbitos críticos y acelerar el ritmo desde el descubrimiento hasta la implementación. En Estados Unidos, las universidades se consideran activos nacionales esenciales para la competitividad económica y la seguridad. Europa debería adoptar la misma perspectiva estratégica. Una oportunidad histórica Sin embargo, el momento actual ofrece a Europa una oportunidad sin precedentes. Los importantes cambios que se están produciendo en la educación superior estadounidense —que afectan a las prioridades de financiación federal para la investigación, la atracción y retención de talento internacional y la capacidad de sostener la investigación de vanguardia en todas las disciplinas— están transformando radicalmente el panorama académico global. Por primera vez en décadas, Europa tiene una oportunidad real de consolidarse como el principal destino mundial para el talento científico y la investigación innovadora. Esta oportunidad histórica requerirá una inversión seria y sostenida tanto en el ecosistema académico en su conjunto como en la arquitectura de investigación especializada que sustenta el avance tecnológico. Reinvertir en la educación superior implica adoptar una agenda integral de soberanía del conocimiento. Europa necesita una financiación de la investigación estable y anticíclica que mantenga el impulso durante las recesiones económicas; mecanismos innovadores de contratación pública que prioricen las soluciones europeas y fomenten la competencia; y un auténtico mercado único para el talento que permita a los investigadores moverse fluidamente entre fronteras. La Comisión Europea estima que la Unión Europea necesitará 20 millones de especialistas digitales adicionales para 2030, un objetivo absolutamente inalcanzable sin universidades mucho más sólidas y con mayor capacidad de respuesta. Las universidades también son el crisol donde se forja la fuerza laboral para las transiciones verde y digital. Europa necesita urgentemente currículos flexibles que se adapten a la rápida evolución de las necesidades de competencias, programas integrales de formación continua que permitan a los trabajadores reciclarse a lo largo de su carrera profesional y colaboraciones estrechas con las empresas para ampliar los programas en inteligencia artificial, ciberseguridad, fabricación avanzada, sistemas de energía renovable y prácticas de economía circular. Elevar la frontera de productividad de Europa depende fundamentalmente de ampliar su frontera de competencias y de difundirlas rápidamente a través de las pymes, las administraciones públicas y los ecosistemas locales de innovación. Europa ya posee la excelencia científica, el talento humano y los valores democráticos necesarios para prosperar en la economía del conocimiento. Lo que ahora requiere es coherencia estratégica y ambición política para transformar sus universidades en motores de un nuevo proyecto de prosperidad compartida y autonomía tecnológica. Reinvertir en la educación superior no es solo una preocupación política sectorial, sino una decisión continental para competir eficazmente en la geopolítica del conocimiento. Si Europa alinea los mecanismos de financiación, los marcos regulatorios y las métricas de rendimiento con ese objetivo general; si transforma las universidades en potentes motores de transferencia tecnológica y crecimiento empresarial; y si aprovecha la oportunidad actual para atraer y retener talento global, podrá volver a competir en igualdad de condiciones con las naciones que operan en la vanguardia tecnológica.