Idiocracia

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Vivimos tiempos en los que la idiotez ha desbordado todo límite que la razón hubiera podido imponerle y se ha desparramado sobre nosotros como infinita y tonta inundación. Basta con leer cualquier periódico digital o visionar cualquier video en internet para poder disfrutar de las cadenas de opiniones que el respetable vierte a la mínima ocasión y que adhiere a dichos y a otros muchos contenidos de la red. Cientos y cientos de personas que opinan sin argumentos, que defienden mentiras sostenidas por explicaciones peregrinas, o que directamente insultan y vituperan amparados por la aparente protección y anonimato que aporta expresarse a través de un teclado y una pantalla. Como si las profecías de Cipolla acerca de la destrucción del mundo por los tontos se hubieran al fin materializado asistimos en los últimos tiempos a referendos en los que la población vota manifiestamente en contra de sus propios intereses, elecciones en las que elige a candidatos incapaces de decir dos palabras seguidas sin que al menos una sea falsa y la otra tergiversada, tertulias televisivas en las que gana el que más grita, más simplifica el mensaje y más apela a las tripas. La pregunta que me atormenta es: ¿siempre ha existido la misma idiotez en el mundo y lo que ahora sucede es que, merced a referendos e internet, se le da más espacios donde expresarse o es que en el presente vivimos un periodo de la historia especialmente más idiota que los demás? O sea, ¿la idiotez ni se crea ni se destruye, sino que se transforma, o este es un momento de destacado crecimiento idiota? Los hay que sostienen que el mundo moderno, al haberse desarrollado tanto el control del ser humano sobre la naturaleza, las enfermedades y demás, ha provocado que no haya selección natural y que sujetos que hace unos cuantos miles de años se hubieran extinguido por no adecuarse bien al medio ahora sobreviven y propagan su semilla llenando el mundo de individuos que nos empeoran como todo. Algo así como decir que en el Paleolítico un miope hubiera muerto devorado por un tigre, pero ahora sobrevive porque se puede poner gafas, verlo venir de lejos y huir. Lo mismo sucedería con los tontos. Que se aprovecharían de las redes de seguridad y lo pacífico de las sociedades contemporáneas y perpetuarían su legado en sus hijos, nietos y descendientes tontos. La dinámica sería además cada vez más tonta. Pues, al sobrevivir más y más tontos a las reglas de la selección natural, llega un momento en que son muchos, tal vez no mayoría, pero sí suficientes para constituirse en grupo social destacado, capaz de expresarse en las redes sociales atontando a sus congéneres o capaz de votar en unas elecciones elevando a su paladín tonto a la presidencia de un país. Esto sería la Idiocracia: el gobierno de los idiotas. ¿Qué se puede hacer contra este apocalipsis tonto? Nada. O exterminamos a todos los tontos (y nadie nos garantiza no perecer al descubrir asombrados que somos uno de ellos) o asumimos el desastre. Decía Popper que con ingeniería social gradual se podía llegar a construir una sociedad democrática avanzada que protegiera las libertades y controlara el poder político. Pero, ¿qué tipo de ingeniería social se puede hacer cuando la mayoría de la población es idiota? Dirán que no a todo lo que suponga un mínimo de sentido común y aprobarán ufanos cualquier estupidez por sangrante que sea. El modelo político del siglo XXI no es, por tanto, el populismo. El populismo no es más que un síntoma de la verdadera enfermedad de fondo: la idiotez. Vivimos los albores de la idiocracia. Esto es el comienzo e irá a peor. La democracia, por triste que sea reconocerlo, ha fomentado y fomenta la idiocracia. La idea de la igualdad, mal entendida, extrapolada de la igualdad ante la ley a un concepto general de igualdad, lleva a despreciar el mérito y la capacidad, a desconfiar de la formación y la información, y a concluir que todas las opiniones son iguales, como iguales son sus dueños. Dicho esto, queda abierta la veda y cualquier cenutrio puede decir lo que le venga en gana considerando que su exabrupto es igual de válido que el criterio de un profesional o un intelectual. Es más, el tonto suele concluir que aquello que dicen las élites ha de ser necesariamente falso, pues el tonto, incapaz de asumir su naturaleza y los efectos de la misma, tiende a pensar que si le va mal en la vida no es por sus limitaciones, sino por conspiraciones externas. El problema de la idiocracia no es tanto que la acumulación de tontos y tonterías haya de llevar necesariamente al fin del mundo. Que también. Lo malo es que es el escenario perfecto para que algunos casi tan inteligentes como malvados aprovechen el ambientillo general de idiocia para hacerse con el poder. No hay que irse tan lejos como a Rusia y descubrir a Putin riendo como si fuera un malo de una película de James Bond. Yo me conformo con mirar la sonrisa de áspid de Pablo Iglesias y descubrir en ella el completo convencimiento de que los españoles que le votan son tontos y que, aquellos que aún no lo han hecho, es porque aún no han cedido a la epidemia tonta. ¿Es posible evitar la apoteosis idiocrática? Sí, claro. Habría que invertir toneladas de dinero en educación, cambiar por completo el paradigma social, vender álbumes de cromos de científicos en lugar de futbolistas y disparar en las rodillas a todo aquel que muestre inclinaciones a ver la televisión en lugar de leer un libro. Pero ni por esas. El veneno ya está tan extendido que su extirpación requeriría un holocausto tonto. Hecho que tal vez no fuera algo muy inteligente. Ergo no queda más remedio que apechugar con la realidad. Estamos rodeados de idiotas.