Por Andrés García Barrios Perspectivas van y perspectivas vienen, pero la verdad es que, quienes nos dedicamos a la educación, no hemos podido dejar de pensar, últimamente, en el riesgo que hoy corre la profesión docente frente a la inteligencia artificial y otros medios electrónicos. En días recientes, mis pensamientos al respecto me han llevado, más que a conjeturar lo que le espera a la educación en el futuro, a imaginar cómo fue en el pasado; y aunque son sólo fantasías, se me ha venido encima la clara imagen de que la posición de educador siempre, a lo largo de toda su historia, se ha visto amenazada. En mi fantasioso recuento se han ido entrelazando, junto a la labor docente, algunas de las artes que en todo momento la acompañan. Una es el teatro, considerado históricamente como fuente de educación social, y hoy casi tirado al olvido; pero también afín con el trabajo del educador sobre todo por el histrionismo que exige el pararse enfrente de un montón de estudiantes a dar la clase; y aún antes, en casa, por el desempeño actoral que emprenden madres y padres al criar a sus hijos: papás y mamás que diariamente son actrices (cómicas y dramáticas), cuentacuentos, juglares, malabaristas, cantantes, magos, acróbatas… ¡Qué limitados nos parecen una mamá o un papá que no cuentan con una docena de estos recursos! Otro arte afín a la educación es el de la preservación del conocimiento y de las expresiones humanas en general (preservación por medios nemotécnicos, materiales o electrónicos). Es un arte que también tiene su historia y que ha nutrido la labor de las y los educadores casi de la misma forma en que los escritores han alimentado las artes escénicas con sus obras. Gracias a él, el conocimiento llamado «universal» es heredado de una generación a otra; claro, entrelazándose siempre (y con frecuencia compitiendo) con ese otro que llamamos “experiencia personal», que es tan intimo y espontáneo. En esto es parecida la docencia a la forma en que los textos del dramaturgo y la improvisación del intérprete se han enlazado siempre en la historia del teatro. Pues bien, el punto es que con todos estos hilos he acabado por componer una especie de caricatura sobre cómo, históricamente, cierto tipo de educadores (empezando por los padres) han sido desplazados por otros, así como por tecnologías intrusas que acaban ejecutando sus funciones (ese recorrido, como digo, se entrelaza con varios detalles del arte escénica, creando un panorama rápido que espero sea divertido). Aquí va. Empiezo imaginando una pequeña aldea antigua en la que las mamás y papás son los responsables únicos de la educación de sus hijos, incluyendo el contarles cuentos edificantes que moldeen su personalidad, transmitirles y vigilarles en el cumplimiento de las normas del grupo y en formarles dentro de un oficio. ¡Qué sentirán esos padres cuando de pronto aparece en la comunidad un nuevo personaje –con el título de «maestro»– autorizado a compartir con ellos esa responsabilidad hasta ahora exclusiva: de buenas a primeras, reúne a todas las infancias de la aldea para explicarles cuáles son las reglas de convivencia generales, enseñarles oficios que no son los que siempre han ejercido sus ancestros y, para colmo, contarles cuentos que los papás nunca habían escuchado! ¿Qué sentirá, siglos después, esa misma maestra o maestro cuando en su aula aparece un nuevo personaje, autorizado éste a registrar –con una nueva técnica llamada «escritura»– todo lo que ella explica a sus estudiantes, es decir, todo ese conocimiento y esas fábulas que hace siglos solo ella guarda en su memoria? Tal personaje –le explican– se llevará lo escrito a otros lugares para formar con ella a nuevos docentes. ¿Qué sentirá, por su parte, ese escribano –que con el paso del tiempo se ha acostumbrado a seleccionar con todo rigor a aquellos docentes que pueden usar sus textos– cuando una horda de vulgares saltimbanquis aparecen por todos los pueblos propagando las ideas y los cuentos que él ha coleccionado con tanto esmero, y recreándolos a su gusto para complacer a su público? Y peor, ¿qué sentirá cuando en el siglo XV un orfebre de apellido Gutemberg populariza la reproducción de sus textos y ahora éstos se replican por todas partes? ¿Qué sentirán los pocos maestros autorizados por él para enseñar sus contenidos, cuando pasan los siglos y la avalancha de libros invade el mundo, y ahora ¡no solo cualquiera puede ser maestro sino que cualquiera puede aprender cosas por sí mismo en una lectura solitaria? Y por último, ¿qué sentirán los ya diestros y bien pagados saltimbanquis –algunos de los cuales forman grandes compañías de teatro– ahora que su público puede leer en libros las historias que ellos cuentan? A partir de ahora, quienes ejercen la docencia tienen que aprender a ser un poco saItimbanquis y a dar a sus clases un atractivo especial, añadiéndoles un toque personal e incluso algo de imaginación (o mucho, como hago yo). Lo bueno es que, como están en plenos siglos XVI y XVII, y son los inicios de la modernidad, pueden aprovechar el creciente individualismo, tan de moda, para incluir en sus lecciones sus puntos de vista personales, y con ello añadirse valor. Claro, tienen que especializarse y estudiar mucho, y leer muchos libros para estar por delante de los lectores comunes y seguir siendo útiles (por fortuna, las ideas de los sabios siempre son complicadas y siempre es bienvenido alguien preparado para explicarlas). Asimismo, el teatro (ya que estamos hablando también de él) tiene que volverse especial: especializarse. Ya no basta con contar buenas historias, hay que volverlas espectáculo, hacer sobre las tablas algo que nadie pueda hacer. Surgen los grandes escenarios, las grandes obras, los grandes autores, y esas sofisticadas parafernalias que permiten que los actores vuelen, que disfrazados de ninfas se sumerjan en ríos, que verdaderos rayos y centellas surquen la escena (recuerden, estamos hablando todavía del siglo XVII). ¡El arte dramático alcanza el éxtasis… y el éxito! Por todo esto, uno de nuevo se pregunta qué sentirá aquella ola de nuevos docentes, originales, informados y únicos capaces de interpretar a los sabios, cuando a mediados del siguiente siglo (el XVIII), un grupo –adhiriéndose al nuevo furor democrático– decide reunir todo el conocimiento humano en una sola colección de textos pedagógicos llamada La Enciclopedia (que significa educación completa o algo así) y ponerlo al alcance de la población en general con explicaciones accesibles. Como es obvio, el gremio docente y académico pone el grito en el cielo (insisto, esto sigue siendo imaginación mía): .- ¡Con tal engendro, el conocimiento se vulgarizará y la información se propagará sin control! .- ¡Ahora nadie sabrá lo que es cierto y lo que no! .- ¡La profesión docente está en riesgo más que nunca! Por cierto, por las mismas fechas, también el teatro pone el grito en el cielo: se vuelve ópera (bueno, ésta ya existía, pero ahora, con el triunfo de la Revolución Francesa, empieza a hacerse más «popular»). En escena se canta, se baila, las escenografías son magníficas… y sin embargo, tal ambiente majestuoso sólo sirve para que los grandes héroes de antaño (individuos excepcionales) lloren su derrota y canten arias de amor prohibido y fúnebre, de frente a una sociedad que lamenta su dolor mientras corre cantando a coro hacia la democracia. Ha llegado el XIX, la Era del Progreso. Por más que brinquen, canten y bailen, las y los maestros ya no logran atraer la atención de sus sobreinformados estudiantes, que en plena clase, y con total indiscreción, sacan y consultan sus teléfonos movi… perdón, sus enciclopédicos volúmenes, mientras el maestro habla solo. Para colmo, a clase acude más gente: ¿hijos y miembros del naciente proletariado? No creo; pero las clases burguesas, sin duda, quieren estar al día en los nuevos conocimientos (no solo llenan las salas de ópera sino también mandan a sus hijos a las escuelas). Los docentes se dan cuenta de que para mantener la disciplina, deben recurrir a la fuerza. El aula se llena de rigor. La letra entra con sangre. Por lo demás, estudiar es aburrido, fastidioso. Lo único interesante es la ciencia, que, sin embargo, la iglesia rechaza. Los docentes, meros instrumentos de transmisión del saber, se encargan de explicar fríamente y de imponer exámenes y evaluaciones, y es que los burgueses, principiantes en esto de la escuela pero diestros en las cuentas, están ansiosos por medir qué tanto están aprendiendo sus hijos y si se está aprovechando el dinero que gastan. El teatro también ha entrado en decadencia. Ahí tampoco nadie pone atención, salvo cuando la diva aparece en el escenario y todos aplauden. Fuera de ahí, voltean a otro lado. También se califican: evalúan las ropas de los asistentes, los rostros, la actitud. Toman asistencia: nadie de buena sociedad debe faltar. Lo mejor son los intermedios, como los recreos. Y nadie se preocupa por las lecciones de doble moral que les propinan desde el escenario. Por suerte, la obra (lo mismo que todo este tipo de teatro) está a punto de acabarse. Va a aparecer el cine. Llega el Siglo XX. Empieza el mundo de la electricidad y la imagen, el mundo actual (y la pedagogía actual: todavía hoy, 2025, las diferencias entre el teatro y el cine sirven como metáfora de lo que ocurre en las aulas; por ejemplo, la manera en que el teatro, como narrador de historias, fue rápidamente sustituido por la pantalla grande, es comparable con la forma como ese tipo de docente que sólo sabe transmitir información está siendo sustituido por los videos documentales, los cursos virtuales pregrabados, las series históricas, el ChatGPT y otros medios virtuales). La imagen se expande como medio de información (una sola vale más que mil palabras, sobre todo cuando éstas vienen de un actor engolado o un docente aburrido). Prolifera el diario impreso; todos oyen la radio. En el teatro ruso sobreviene una revolución: como no puede competir con el cine como espectáculo y como cuentacuentos, deja de darle importancia a esas dos cosas y se concentra en algo por mucho tiempo olvidado: lo que el actor y el espectador sienten. El teatro se separa cada vez más de la narrativa y se centra en la persona del actor, en el hecho de que está ahí, vivo, en el escenario. Lo importante es, como digo, el intercambio, la vibración entre actor y público, ese encuentro vital que no está presente en el cine, en la radio… ni en el nuevo prodigio ese que llaman televisión. Alma gemela del teatro, la escuela también empieza a privilegiar los sentimientos. Poco a poco, es menos importante lo que la maestra (y el actor) dicen, y más el cómo lo dicen; menos importante lo que el estudiante (y el publico) aprenden, y más la experiencia que viven en el tiempo que pasan juntos. Llegan los sesentas. A ratos, el teatro y la escuela se convierten en una fiesta. El primero deja los escenarios, sale a la calle; más que nunca, resulta un medio para la educación y es parte de la pedagogía social, casi tanto como lo fue un día en la antigua Grecia. La escuela celebra también la disolvencia de los espacios y las formalidades educativas. Docentes y estudiantes se confunden unos con otros, lo mismo que el aula y la realidad real: van al campo, aprenden en la práctica, visitan talleres y crean los suyos propios. Hacen música y danza, teatro. Pero todo esto casi de inmediato se viene abajo. La alegría decae. Parece que todo hubiera sido un mal viaje. Artes, docentes y artistas guardan silencio. Algunos consideran positivo el bajón pues permite reconsiderar los excesos y los logros. Otros –con facha de gurú– creen que Ia energía vital solamente se ha ocultado, a sabiendas de que no es su momento. No lejos de ahí, cada vez más poderosos, Ios medios audiovisuales han seguido su camino, convirtiéndose en la corriente principal del río, arrastrando todo lo que hay a su paso. Llega la televisión por cable, los teléfonos móviles, la internet. El planeta se vuelve una red cerebral (Cada cabeza es un mundo, se decía antes, pero ahora el mundo es una sola cabeza, una sola mente). Todo lo en vivo, incluyendo el teatro, resulta cada vez más caro, más raro, lo mismo que las escuelas que promueven el intercambio vivencial entre docentes y estudiantes. Para el público y el estudiante común, conocimiento es igual a información digital, y las experiencias vitales se concentran en los medios electrónicos: redes sociales, networks… De pronto, bajo la luz cenital del escenario surge la figura solitaria de un nuevo docente, el docente ideal de hoy, interpretada por el más contemporáneo y auténtico actor teatral: el llamado standupero (para quien desconozca el termino, se trata de un tipo de actriz/actor cómico que se para frente al público y lo divierte platicándole una especie de confesión personal plagada de chistes sobre su propia vida; claro, puede mezclar todo con historias adicionales y chistes sueltos, pero básicamente se trata de dar su testimonio personal). Como digo, el personaje solitario que aparece en escena –el nuevo docente, el que viene a recuperar el protagonismo de la vocación– muestra de inmediato un estilo propio: no viene a hacernos reír, ciertamente, pero es divertido y nos da información importante; pero lo crucial, lo verdaderamente esencial es que pone por delante su propio testimonio, su propia visión. Su actuación tiene algo de confesión personal sobre el aprendizaje. Vibra: nos hace vibrar. Siente: nos hace sentir su presencialidad inconfundible. Expone el conocimiento tal como lo vive una persona, es decir una inteligencia natural y no una artificial. De pronto nos vemos participando con nuestro propio testimonio, divertidos, con preguntas que surgen de necesidades reales, de intuiciones entrañables. La experiencia se ha vuelto un momento único, imposible de ser sustituido por cualquier medio electrónico (por cierto, aunque podemos ver standuperos en videos o por streaming, es requisito indispensable del género que su actuación haya sido grabada con público en vivo, de manera que conserve su carácter teatral, de intercambio presencial). Salimos del teatro con una convicción: queremos un docente así. Cierto que lo que acabamos de ver es una actuación, una representación ideal… pero queremos un docente así. Por nuestro bien y el de todos los representantes del gremio. Y es que está claro: si el docente no es único, si no es auténtico, su presencia dará igual. En el fondo, cuando el que educa no es genuino, lo mismo da que lo supla otro docente, o un video, un audio o un libro, o un montón de libros, o un montón de vídeos, o hasta una máquina (de hecho, algunas de éstas enseñan cosas interesantes y hasta cuentan buenos chistes). Volvemos a casa. Terminamos así nuestra historia de la docencia, y del teatro, y de cómo sobreviven una y otra vez a todas las amenazas. Sentimos que nada podrá contra ellos, porque ellos son la presencia viva de la humanidad que nos hace uno (que nos une), el cara a cara de nosotros con nosotros mismos y con las y los demás, que nos reciben y nos representan… Sí… Dulces sueños. ****Escritor y comunicador. Su obra reúne la experiencia en numerosas disciplinas, casi siempre con un enfoque educativo: teatro, novela, cuento, ensayo, series de televisión y exposiciones museográficas.