La historia se aprende con todo el cuerpo

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Por Andrés García Barrios A mis futuros estudiantes de la UNAM que cursan la materia “Literatura Medieval y Renacentista” en la Facultad de Filosofía y Letras Yo solía decir que no había mejor remedio para el insomnio que leer Las confesiones de San Agustín; que en los momentos en que resulta imposible conciliar el sueño, sus primeros párrafos garantizan un sueño profundo. ¡Ahora resulta que he aceptado participar en una cátedra para dirigir la lectura de ese libro! No sólo eso, sino que, para colmo, estoy dispuesto a demostrar su gran valor e importancia, porque su influencia en tantos filósofos contemporáneos (como Heidegger, Arendt, Wittgenstein y Derrida) se me ha hecho evidente con el tiempo. Puedo dar testimonio a través de una lectura más íntima de su enorme belleza, profundidad y radical vigencia. San Agustín no sólo no te adormece, te ayuda a despertar. Esto puede resultar chocante para muchos de mis lectores. Para muchos será una reliquia arcaica, un enemigo más de nuestra incipiente libertad actual, Agustín de Hipona, uno de los primeros constructores del catolicismo. Sé que no es fácil abrirse paso entre la bruma de los siglos para entender la profundidad de un ser humano como él que, si bien cumplió una misión en su tiempo, cuestionó la cultura hegemónica tanto como muchos de nosotros queremos hacerlo hoy. Por eso, dada esta dificultad, el objetivo de mi artículo no es tanto hablar de él y sus ideas sino reflexionar un poco con mis lectores sobre cómo podemos emprender mejor estos viajes al pasado y comprender sin los muchos prejuicios de quienes vivieron antes. Más concretamente, quiero ensayar aquí lo que propondré a los alumnos que cursan mi cátedra invitada: que dejemos que nuestras clases sean un ejercicio de imaginación y desaprendizaje que nos acerque un poco más al pensador de Hipona. ¿En qué consiste este ejercicio? Hace muchos años, mientras dirigía a un grupo de amigos en una obra de teatro, descubrí un truco para ayudarlos a crear sus personajes. Se trataba de tomar conciencia de algo obvio. Cuando un personaje está en acción, no sabe con precisión qué va a decir ni cómo se va a comportar, como cualquiera de nosotros que nunca prevemos del todo nuestras palabras o acciones. El actor conoce su diálogo, pero el personaje no. Para este último, su vida no tiene guión. Basándome en esta idea sencilla, mi consejo para mis amigos fue el siguiente: interpretad a vuestro personaje como si no supierais lo que va a decir o hacer; es decir, ocultaos esa información para poder actuar espontáneamente. Cuando estéis en escena, desaprended las líneas del personaje, sus acciones y todo lo que sabéis sobre él; olvidad lo que habéis aprendido de él y dejad que actúe y diga sus líneas como si fuera la primera vez, como en la vida real. Lo más interesante es que al proceder así no sólo se consigue una interpretación natural y sincera sino que, junto a esa sinceridad, surgen en los actores, de forma espontánea, actitudes inesperadas, matices que no sabían que existían en el personaje, por mucho que lo hubieran estudiado. Además, esos matices inesperados, aparentemente surgidas de lo desconocido, no son arbitrarios ni ocurrencias que se salgan del espíritu del drama; al contrario, son perfectamente coherentes y alineadas, dando al drama más vida y añadiendo verdad . Según muchas actrices y actores experimentados, estos matices vienen, como digo, de lugares desconocidos –inconscientes, mágicos– hasta el punto de que en algunos momentos, el personaje parece comportarse por sí solo, como si algo fuera independiente del actor, o como si el personaje estuviera vinculado al actor por algo profundo e invisible, que los conmueve a ambos. (Cada vez me resulta más evidente que mi consejo es una especie de reminiscencia de uno de los métodos de interpretación que estudié en mi adolescencia, el del famoso director ruso Constantin Stanislavski, quien, a principios del siglo XX, revolucionó el arte teatral, haciendo que la interpretación en los escenarios de Europa y América perdiera su pomposidad decimonónica con lágrimas y gestos exagerados para descubrir la naturalidad, la experiencia íntima de los personajes. Entre otras cosas, la fuerza de su descubrimiento permitió el surgimiento del cine moderno, donde la cámara, el color y el sonido lograron un retrato cada vez más fiel de la realidad, promoviendo una interpretación más humana, sutil y natural). Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la enseñanza/aprendizaje de la Historia? Tiene que ver con que este mismo ejercicio de desaprender información puede aplicarse a nuestro enfoque. Si comparamos el conocimiento que tenemos sobre las personas del pasado con el conocimiento que tiene el actor de teatro sobre su personaje, podemos darnos cuenta de que centrarse sólo en el conocimiento sobre la persona o el personaje del pasado es similar; esto se convertirá en un obstáculo. Si sinceramente queremos entender a estas personas, debemos empezar por deshacernos de muchos conceptos preestablecidos sobre ellas (prejuicios) y prestarles –al menos momentáneamente– nuestro ser completo, habilitándoles para hablar y actuar y renacer. Esto incluye poner a su disposición teatralmente nuestras sensaciones corporales, nuestras entrañas , como diría la gran filósofa María Zambrano. Para conocerlos, debemos hacer de las personas del pasado seres entrañables . ¿No es cierto que generalmente adquirimos “conocimiento histórico” con la idea de que no tiene nada que ver con nosotros? ¿No es cierto que llevamos mucha información estereotipada, pensamos en “escenarios y personajes históricos” al estilo muy decimonónico y en “actores políticos y sociales”, y abstraemos la información y perdemos el contacto con lo humano? ¿No es cierto que cuando nos acercamos a las personas del pasado, las vemos como si de alguna manera ya supieran lo que les va a pasar, o más bien como si supieran lo que les tiene que pasar para estar correctos en nuestros libros de historia? Así, analizamos cada uno de sus actos o escritos (si los hay) a la luz de los hechos que sabemos que les sucedieron; es decir, procedemos científicamente (empezando por los efectos y buscando las causas) sin darnos cuenta de que de esta manera nos perdemos lo más importante (o al menos lo más divertido): la experiencia, la forma personal en que cada uno de ellos vivió, cómo experimentó su entorno y tomó sus decisiones sin saber nunca, a ciencia cierta, qué les iba a pasar. ¿O acaso todo estuvo planeado para que el cura Hidalgo se convirtiera en el Padre de la Patria ? Por lo tanto, para devolver a estas personas a la vida, a la existencia (por así decirlo), no basta con disponer de una vasta «información» sobre ellas, sus circunstancias y sus aportaciones. Si nos limitamos a eso, nunca pasaremos de una caricatura más o menos erudita, de un acto virtuoso de malabarismo científico, que puede resultar muy divertido y sorprendente, pero que no nos permitirá comprender nada verdaderamente y que se desvanecerá en un instante en el aire. Por otro lado, si una vez recogida la información la “olvidamos” por un momento y nos ponemos en la piel de aquellos antepasados, preparándonos para “actuar” sus acciones y dejar que habiten nuestro cuerpo por un instante, entonces adoptaremos la actitud adecuada para que (¡ahora sí!) la misma información nos ayude a comprender las circunstancias a las que se enfrentaron, las personas con las que tuvieron que convivir, las palabras y conceptos a los que podían recurrir, las decisiones que podían tomar, los sentimientos que les eran permitidos o prohibidos… Recuerdo que Antonio González Caballero, dramaturgo y maestro de actuación (muy importante en el teatro mexicano pero medio olvidado), tenía un método de enseñanza que proponía crear al personaje a partir de su forma de caminar. “¿Cómo camina el joven y enamorado Romeo?”, nos preguntaba, y teníamos que hacerlo. Es fácil adivinar que el maestro partía de la idea de “ponerse en los zapatos del otro”. Siguiendo esa manera de pensar, ahora propongo concebir a las personas de otros tiempos a través de los zapatos que usaban y deslizándose momentáneamente en ellos. Aprender historia es atreverse a ser su protagonista. De nuevo, lo más interesante es que –como en el teatro– nuestra información se expande a partir de esa experiencia personal de identidad. De manera espontánea (digamos, intuitivamente), nos llegan nuevos matices, nuevas verdades sobre esa persona del pasado. Cuanto más las experimentamos, descubrimos que tenemos un trasfondo común, algo que podemos llamar naturaleza humana, espíritu humano, inconsciente colectivo o como queramos. Sin subestimar los enfoques científicos que aportan información valiosa, debemos reconocer que ésta es sólo una manera de “merodear” los hechos y verlos desde fuera, tal como ocurre con la información que obtenemos conscientemente al estudiar un guión teatral. Pero el misterio histórico o poético siempre será más de lo que podamos traducir en palabras. Julio César, Madame Pompadour, el Niño Artillero y cualquier persona mencionada en los libros (incluidos los miembros de “ Multitud Anónima ”) se parecen más a nosotros que todo lo que los textos y los profesores puedan describir. Personalmente creo que nada de lo humano me es ajeno (como decía el dramaturgo romano Terencio). Sin embargo, aunque piense que hay cosas ajenas a mí en los demás, no entiendo cómo podría conocer a alguien sin empezar por lo que tenemos en común. Quizá exista una ciencia que quiera estudiar la historia sin tenerme en cuenta a mí, sin mi intervención, sin implicar a todo el mundo, pero no puedo concebirlo. Además, si me la imagino haciendo un ejercicio de abstracción, no puedo entender su finalidad ni por qué alguien querría enseñarla o aprenderla. Ciertamente, parecería haber excepciones a todo lo que digo: formas de contribuir al conocimiento de la historia que no necesiten de este ejercicio de desaprender ni nos exijan ponernos en el lugar del otro; prácticas y ciencias que nos piden ser cien por ciento objetivos frente al mundo. Por ejemplo, esto sucede cuando recabamos información sobre un hecho o analizamos y comparamos textos para descubrir datos, nombres, fechas o palabras. Sin embargo, para mí es evidente que incluso en este caso, nuestro ser más íntimo permanece, y si protegemos esa información es por el valor y el profundo significado que tiene para nosotros. Si no nos vemos reflejados ni siquiera en esos documentos, si no estamos ahí, ¿qué sentido tiene recuperarlos, acumularlos, descifrarlos, organizarlos y ponerlos a disposición de los demás? Todos, desde el filólogo más sesudo hasta el bibliotecario más modesto, somos guardianes de nuestra propia historia. Termino este artículo involucrando nuevamente a San Agustín. De manera extraña y afortunada, un único y breve extracto de su pensamiento –explorado por la filósofa alemana Hannah Arendt– me permite ejemplificar todo lo que he dicho, desde la necesidad de involucrarnos “en cuerpo y alma” en lo que estudiamos, hasta la necesidad de dejar de lado la información que ya traemos para discernir su valor –considerando siempre nuestra propia experiencia. Así de sencillo: todos sabemos que es imposible olvidar nuestro cuerpo, que vivimos en nuestra piel, y que nadie nos puede decir que cualquier ser humano viva de otra manera. Sin embargo, ¿quién sabe por qué nos tragamos la idea de que los santos, místicos e iluminados intentan, y a veces lo consiguen, existir sin su corporalidad? Así pues, también creemos en la línea que la religión proclama renunciando al cuerpo, y eso es porque, en gran medida, los propios religiosos han promovido esa imagen. Sin embargo, esa es una información que debemos dejar de lado para conocer la verdad. Bastaría con ponernos en la piel de San Agustín para suponer que él, también (como cualquier ser humano), no podría olvidar seriamente su cuerpo y que no querría hacerlo ni siquiera cuando meditara o rezara intensamente. (Por cierto, ¿qué tipo de zapatos usaba? Esta será una pregunta para mis alumnos.) Volviendo ahora a otros datos disponibles, puedo confirmar que nuestros pensadores siempre se opusieron a quienes intentan conocer algo sin involucrarse sensiblemente. Sabía que explorar la naturaleza, por ejemplo, sin interés propio al mismo tiempo, era una de las tentaciones más peligrosas. La ansiedad que se deriva de conocer la realidad sin involucrar a la propia persona, a la propia intimidad (incluido el propio cuerpo) era, según él, puro deseo, es decir, un deseo que no da placer alguno y, por lo tanto, algo “perfectamente inútil”, una especie de amor no sensual en el que “los seres humanos sólo se deleitan en el conocimiento mismo”. Llamaba a esta forma de deseo un “vicio de la curiosidad” y era implacable con él. Todos hemos vivido esa versión “viciosa” del conocimiento. Muchos han salido indemnes y lo han experimentado en pequeñas curiosidades pasajeras, como hojear las páginas de las redes sociales, intentar tocarse el hombro con la nariz o leer el horóscopo con escepticismo: actividades dominicales. Pero muchos han pasado su vida así. Saber se ha convertido en una compulsión sin sentido, oculta bajo el disfraz de la ciencia y la lucha por una Verdad que se sabe inalcanzable. Es el mal de nuestro tiempo: estudiar y aprender, formarse y entrenarse, sin descubrirse a sí mismos. Sin embargo, todavía tenemos la oportunidad de ayudar a muchos a evitar esta pérdida, empezando por nuestros jóvenes, a algunos de los cuales pronto tendré el placer de acompañar en el estudio de la historia y de San Agustín en la cátedra de Literatura Medieval y Renacentista de la UNAM en la Facultad de Filosofía y Letras. Imagen: San Agustín. 1650. Felipe de Champaigne. Museo de Arte del Condado de Los Ángeles.