La legitimidad de la desigualdad en México

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Por Máximo Ernesto Jaramillo Molina México no es un país pobre; es un país desigual. La realidad es que México tiene la suficiente riqueza y genera año con año los suficientes ingresos como para que ninguna persona viviera en situación de pobreza. De hecho, el nivel de ingreso per cápita en México, según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, es de $18,218 pesos mensuales (cercana a US$900), casi cuatro veces el equivalente a la línea de pobreza en el país (cercana a $4,600 pesos o US$225). Aún así, en México al menos cuatro de cada diez personas creen que “los pobres se esfuerzan poco por salir de su pobreza”. Más allá de los detalles entre quienes creen más o menos en esto, lo más relevante es que es una narrativa muy común en todo tipo de espacios en México: “los pobres son pobres porque quieren”. Es por eso por lo que decidí llamar Pobres porque quieren a mi nuevo libro sobre los mitos de la desigualdad y la meritocracia. Y es que, desde el punto de vista que comparto, la razón principal por lo que no disminuye la desigualdad extrema en países como México, es porque creemos que “ Cada quien recibe lo que merece. Creemos que el pobre es pobre porque quiere y que el rico es rico por talentoso y por trabajador”. Una sociedad meritocrática es aquella supuestamente gobernada por los ganadores o los mejores. Las personas ubicadas en la cima “tienen más talento”, “hacen mayores esfuerzos” o “poseen más creatividad”, mientras que la posición de las personas en la “base” de la sociedad se justifica por su supuesta cultura, pereza y malos hábitos. Y aunque existe amplia evidencia de que no vivimos en una sociedad donde la meritocracia es una realidad, esta narrativa es promovida y sostenida por las élites para su beneficio. La narrativa meritocrática es perversa, puesto que genera falsa soberbia entre los ricos y humilla y estigmatiza a los pobres. Tal vez lo más paradójico de la desigualdad es que, como han encontrado diversas investigaciones, la creencia en la meritocracia suele ser mayor en países con niveles de desigualdad más altos. ¿Por qué se creería más en la meritocracia donde claramente ésta no es la regla que ordena a la sociedad? Entre distintas hipótesis, me parece muy interesante aquella que señala que la segregación espacial y el distanciamiento social en ciudades con altos niveles de desigualdad genera que, al convivir casi solamente con personas del mismo estrato social en todo tipo de espacios (laboral, escolar, de consumo, ocio o esparcimiento), sea imposible contrastar con información real a las narrativas meritocráticas que vienen de los medios de comunicación y las redes sociales. Si a través de estas dicen que lo común en los millonarios en México es que “despiertan a las 5 a.m.” y que vendían dulces a los 10 años con su familia, probablemente lo crean si en realidad no conocen de cerca a ningún millonario (o ni siquiera a una persona “rica”) como para creer en estas descripciones. Lo anterior se exacerba si, dada la segregación de nuestra sociedad, es más alto aún el “sesgo de clase”, es decir, la creencia de que pertenecemos a una clase social distinta a en la que realmente nos ubicamos. En México, siete de cada diez personas creen que pertenecen a la clase media, aunque al menos la mitad de ellas sería identificada como en situación de pobreza, según distintas metodologías. Reflexionemos ahora sobre la equivalencia de la narrativa meritocrática, pero por el lado de la riqueza. Otro mito común en México, relacionado con la idea de que “el pobre es pobre porque quiere”, es que “los ricos son merecedores de su riqueza”. Al respecto, la riqueza total de la persona más rica en México (Carlos Slim) es de 100,000 millones de dólares (de acuerdo con la lista 2024 de Forbes). Dicha acumulación de riqueza es tan grande como la del 50% de la población más pobre en el país, equivalente a poco más de 60 millones de personas, de las cuales cerca de 10 millones están en situación de pobreza extrema, según un informe de Oxfam México. Lo interesante de la desigualdad en México es que se supone es “legítima”. O al menos así es de acuerdo con la narrativa meritocrática, que como ya se mencionaba es la idea de jerarquización de las sociedades, según la cual las personas que están en la cima de la estratificación social se encuentran ahí por sus méritos, es decir, la suma de su talento innato y su esfuerzo personal. Quienes están en la parte más baja de la sociedad serían aquellas personas que, supuestamente, no se esfuerzan lo suficiente ni tienen dichos talentos de nacimiento. Cada vez que alguien repite el “pobres porque quieren” y entiende la pobreza como el resultado de un fracaso personal, está haciendo eco de la narrativa meritocrática (tal vez sin saberlo). Entonces, cada quien merece lo que tiene (riqueza o pobreza). México sería legítimo merecedor de las inmensas brechas de desigualdad que le caracterizan. ¿En realidad la riqueza del top 10 de multimillonarios mexicanos en la lista de Forbes merece haber crecido 45% (más de 50,000 millones de dólares) durante el sexenio actual? ¿Los méritos de dichas personas son miles de millones de veces mayores que los de alguien en situación de pobreza? ¿El esfuerzo y el supuesto “talento” de una sola persona—la más rica del país—, con las mismas 24 horas al día, equivale al de 60 millones de personas? ¿Los 10 millones de personas en pobreza extrema, son “pobres porque quieren”? Y si dejan de “quererlo”, ¿saldrán de la pobreza? La realidad es que la desigualdad de resultados (por ejemplo, en términos de riqueza, ingresos o bienestar) no es necesariamente “legítima”. La persona más rica de México no tiene méritos 60 millones de veces más altos que una persona en pobreza. Un cúmulo cada vez más amplio de evidencia científica demuestra que “origen es destino” para la inmensa mayoría de quienes nacen en un hogar en pobreza. Lo mismo sucede con las personas más ricas, cuya riqueza se explica más por la mera casualidad de haber nacido en una familia rica, así como por sus conexiones con los gobiernos y/o su abuso de mercados poco competitivos y de la explotación de trabajadores con salarios bajos y poco poder de negociación. Pero la narrativa meritocrática funciona como un discurso legitimador, que al mismo tiempo justifica la desigualdad de resultados y también desincentiva las políticas redistributivas (mediante programas sociales e impuestos). Es por esto que el Profesor de Harvard Michael Sandel habla de la “tiranía del mérito”. Es claro que, como ya mencionaba, la meritocracia es una narrativa perversa, pues es compartida y nutrida por élites que se benefician de que el resto de la sociedad les crea, perjudicando a toda la sociedad y al bienestar común pero, sobre todo, a los más pobres. Nuestros lectores pueden preguntarse, al menos, si consideran como legítimas las inmensas brechas que nos separan como sociedad. O si creen en la narrativa meritocrática como la forma en que supuestamente nos jerarquizamos como sociedad. ¿Queremos seguir creyendo una historia que claramente es irreal, o nos abriremos en el futuro a formas distintas de entender nuestra sociedad, por ejemplo, desde la solidaridad y el beneficio mutuo? ****Máximo Ernesto Jaramillo Molina es Doctor en Sociología por el Colegio de México y Economista por la Universidad de Guadalajara, donde actualmente es profesor. Es Senior Fellow del programa AFSEE (Atlantic Fellows for Social and Economic Equity) de la London School of Economics.