En un rato, caminando, la podrías cruzar. La isla Sentinel del Norte tiene 7,8 kilómetros de largo (y unos 59,67 kilómetros cuadrados). Su playa es angosta y paradisíaca, de aguas transparentes y corales fascinantes, rodeados por una vegetación frondosa. Eso sí: de hacerlo es muy probable que no salgas vivo. Con un formato cuadrado cuando se la observa desde el aire, Sentinel del Norte pertenece al archipiélago de las islas Andamán, ubicado en el Golfo de Bengala dentro del Océano Índico, y es gobernada por la India. Esto es solo un decir porque, en realidad, gobierna una tribu nativa, los sentineleses, quienes viven sin contacto con la civilización. Es una exótica porción de tierra que flota sobre el agua a la que la modernidad, tal como la conocemos, no llegó. Allí, donde el punto más alto alcanza los 98 metros sobre el nivel del mar, conviven entre 50 y 400 sentineleses quienes serían los seres humanos más primitivos y menos mezclados del planeta. Y ellos, como veremos, han dejado muy claro que no quieren visitas de ningún tipo. Adonde no llegó el mundo No hay supermercados, ni autos, ni bicicletas, ni ruido de maquinarias industriales, ni veredas, ni computadoras, ni heladerías, ni celulares, ni delivery, ni cloacas, ni tiendas, ni antibióticos, ni electricidad, ni hospitales, ni universidades o colegios. Nada de nada a lo que estamos acostumbrados en nuestra vida. Menos que menos turistas. Y la mayoría de los que lo intentaron, no contaron el cuento. Los habitantes de Sentinel del Norte viven en el túnel del tiempo, como nuestros más remotos antepasados. Ni siquiera practican la alfarería ni la agricultura propias de la Edad de Piedra y apenas si se asoman a la Edad de Hierro por pura casualidad. La evolución de la Tierra los tiene sin cuidado y la contaminación ambiental y los regímenes políticos también. Nunca han escuchado hablar de ello. Dicen los chismes de la historia que el mismísimo Marco Polo, el famoso mercader y explorador originario de Venecia que vivió entre 1254 y 1324, mencionó a esta isla y sus habitantes en los mágicos relatos de sus viajes y aseguró que si “un extranjero llega a su tierra inmediatamente lo matan y, acto seguido, se lo comen”. Los describió, sin eufemismos, como gente cruel y violenta. Los primeros intentos de contacto con los sentineleses datan del año 1771 cuando, una noche, un barco de bandera India pasó cerca de la isla y vio luces brillando en la costa. Las reportaron y quedó documentado, pero no detuvieron su navegación debido a que el buque tenía una misión hidrográfica concreta. En 1867 un barco mercante llamado Nineveh, con 86 pasajeros y 20 tripulantes, quedó varado en el arrecife de coral que rodea la isla. Se las arreglaron para nadar hasta la playa donde estuvieron tres días sin saber qué hacer e intentando protegerse de los agresivos nativos. Ante los ataques con flechas, los náufragos respondieron sin éxito con palos y piedras. Los sentineleses los habrían observado un poco más hasta que hartos decidieron que los invasores ya se habían quedado en su tierra durante demasiado tiempo. ¿Habrán debatido entre ellos qué hacer con los intrusos? ¿Cómo decidieron su suerte? ¿Quebraron los imprevistos visitantes sus leyes naturales? Quién sabe. Lo cierto es que meses después, un barco de rescate enviado por la Royal Navy, halló sus esqueletos. Secuestro y enfermedad Por esos tiempos, los británicos decidieron que Sentinel del Norte era parte de sus dominios. Fue el joven marino inglés Maurice Vidal Portman, uno de los pioneros en la zona, el primero en llegar hasta ellos. Con arrogancia se autoproclamó antropólogo. En 1880 ancló en la isla con un grupo de oficiales navales y de convictos de otra isla cercana. Al bajar encontraron una especie de aldea abandonada. Los lugareños habían huido al verlos llegar. Solo hallaron rezagados a una pareja de ancianos y a cuatro niños. Decidieron secuestrarlos y llevarlos por la fuerza a Port Blair, en la isla Andamán. El pretexto era estudiarlos, exhibirlos a la ciencia. Pero a los pocos días los seis cayeron gravemente enfermos. Para los dos mayores las consecuencias fueron fatales: ambos murieron. Resolvieron, entonces, devolver rápidamente a los niños convalecientes a la isla. Los dejaron cargados de regalos. Querían evitar el enojo que obviamente habían suscitado entre los nativos. No sabemos qué consecuencias tuvo esa devolución de los pequeños con una peste que podría haberlos diezmado. Bien podría ser este hecho la raíz de su permanente belicosidad hacia los que se animan a pisar su territorio. Seguramente, la memoria histórica de lo sucedido, haya viajado de generación en generación. Los forasteros, eran el gran peligro. En 1896 un convicto del penal de Gran Andamán escapó con una balsa rudimentaria y fue a parar a Sentinel del Norte. Se había fugado con éxito, pero hacia un destino mucho peor que la cárcel. Unos días después un grupo expedicionario halló sus restos cosidos a flechazos. Los británicos ya por entonces habían perdido cualquier interés sobre la isla. Otra isla y un millonario canibalizado Los 60 fueron años de gloria para los aventureros. En noviembre de 1961, Michael Rockefeller (el hijo menor de Nelson Aldrich Rockefeller, vicepresidente de los Estados Unidos entre 1974 y 1977, y miembro de una de las familias norteamericanas más poderosas) con 23 años se aventuró en otra isla, en Asmat, una localidad de Nueva Guinea, en Oceanía. Michael había estudiado en Harvard, era fotógrafo y quería para su vida una adrenalina que su fortuna no le otorgaba. Con el objetivo de tener contacto directo con recónditas tribus de América, África y Oceanía, abandonó la comodidad de Nueva York con rumbo a lo desconocido. En eso estaba cuando llegó a Asmat cargado de regalos para los indígenas que se fuera encontrando a su paso. Y recolectaba cuernos tallados en bambú, tambores y lanzas para el museo de su familia. Durmió al aire libre, comió animales salvajes y bailó con nativas semidesnudas. Siempre con la cámara al hombro y escribiendo lo que veía. Después de visitar varias tribus y aldeas, una tarde el río Betsj en el que navegaba se puso bravo. La pequeña barcaza en la que flotaba sufrió una avería, el motor se detuvo y una ola la dio vuelta. Los sobrevivientes pasaron la noche agarrados al casco, intentando volverlo a su posición. Michael, temiendo que la fuerza de la corriente los llevara hacia mar abierto, a las 8 de la mañana del 19 de noviembre decidió quitarse la ropa, se ató dos bidones vacíos como flotadores y nadó con fuerza hacia la costa. Su compañero fue rescatado esa misma tarde. Michael había desaparecido sin dejar rastro. Para siempre. No hallaron nada de él. Su familia invirtió millones de dólares para buscarlo con barcos, aviones y helicópteros durante dos semanas y fletaron al lugar un jumbo 707 lleno de periodistas. Finalmente, lo dieron por ahogado. Y su familia volvió a los Estados Unidos. Pero lo que se supo muchos años después fue que había sucedido algo muy distinto. Un reportero del National Geographic, Carl Hoffman, en 2014, escribió un libro donde contó lo que realmente había ocurrido con Michael. Los nativos de Asmat habían sido sus victimarios. Se lo habían confirmado dos sacerdotes holandeses que trabajaban con los indígenas. ¿El motivo? Venganza por una masacre que los locales habían sufrido por parte de sus conquistadores holandeses cuatro años antes. Los indígenas vieron en ese joven blanco norteamericano que llegó a sus costas a sus colonizadores holandeses lo capturaron lo subieron a una barcaza y uno de ellos lo atravesó con una lanza. Michael no murió en ese momento. Lo bajaron en un arroyo pequeño donde lo mataron e iniciaron una gran fogata. Le cortaron la cabeza, abrieron su cráneo, devoraron su cerebro y se empaparon con su sangre para los rituales. Su cráneo fue colocado en una estaca frente a la casa principal de la aldea. Cocinaron y comieron los restos de Michael en los días siguientes. Los huesos largos de sus piernas se convirtieron en dagas y lanzas que se repartieron entre quince nativos. La extraña desaparición de Michael (nadie sabía por entonces de su horrible muerte) corrió con velocidad por la prensa del mundo y algunos aventureros comenzaron a tomar más recaudos. Otros, simplemente, siguieron ignorando los peligros. Este caso de Michael solo viene a ratificar los riesgos y a condimentar la historia de esta otra isla llamada Sentinel del Norte. Volvamos a nuestra historia. Las autoridades de la India tomaron la decisión de encomendar al antropólogo Triloknath Pandit estudiar a los nativos sentineleses. Claro que para eso tendrían que acercarse lo suficiente. Vivir para contar Fue Triloknath Pandit y sus compañeros de expedición los únicos que sobrevivieron a los contactos con los nativos de Sentinel del Norte. Pero ese trabajo les demandó décadas y no resultó nada fácil. Requirió de enorme paciencia y de muchas visitas. La primera vez que llegaron hasta sus costas fue en 1967. Apenas llegó el grupo, los habitantes se escondieron. Algunos de los visitantes no se comportaron bien y robaron pertenencias de los indígenas como arcos, flechas y canastos. La India había obtenido su independencia en 1947. Y, en 1970, reclamó a los británicos esta isla desolada. No hubo mayores problemas porque los ingleses ya no estaban interesados en ella. Pandit volvió a Sentinel del Norte en 1970 y en 1973. En las dos oportunidades los expedicionarios fueron recibidos con flechas venenosas y tuvieron que escapar. Insistió y, en 1974, llegaron cargados de regalos. Llevaron martillos, golosinas, cuchillos, ollas, sartenes, cocos, herramientas de hierro y hasta un cerdo vivo que abandonaron en la costa. Enseguida notó que lo que más valoraban eran los cocos, que no crecían en la isla. Ese mismo año un equipo del National Geographic desembarcó para filmar en el lugar y su director recibió un flechazo en un muslo. Salieron pitando. En 1975, el rey de Bélgica en el exilio, Leopoldo III, pasó cerca de esas costas con un barco turístico y se vieron atacados por cientos de flechas. El monarca sin corona disfrutó como loco de la anécdota que pudo relatar. En 1981 un carguero llamado Primrose encalló en las aguas poco profundas de los arrecifes del lugar. El capitán, sabiendo del peligro y de lo agresivos que podrían ponerse los habitantes del lugar, le ordenó a su tripulación de 28 personas quedarse arriba del barco. Después de unos días, los sentineleses tensaron sus arcos y dispararon flechas que rebotaron contra el casco de metal de la embarcación. Intentaron alcanzar la mole flotante con sus primitivas canoas, pero fue inútil porque no pudieron trepar por los lados. La aterrada tripulación, que ya se veía devorada por esos indígenas altos, oscuros y beligerantes, terminó siendo rescatada con varios vuelos de helicóptero. Evolución a la Edad del Hierro Lo interesante vino después, en la siguiente expedición de Pandit. Los científicos notaron que había una evolución en las puntas de las lanzas de los aborígenes. Ahora eran de metal. Habían aprovechado el hierro del casco del Primrose y habían avanzado de la Edad de Piedra a la Edad de Hierro. Fue recién en 1991 que algo cambió en la relación con ellos. En esa oportunidad Pandit y su troupe fueron bien recibidos por un grupo de 28 hombres, mujeres y niños desarmados. Esta vez flotaron los cocos por el mar y fluyeron las sonrisas. Fueron los nativos quienes se acercaron al bote “bajo sus propios términos” explicó Pandit, porque no los dejaron pisar tierra. Pudieron enterarse de que los sentineleses solo cuentan hasta dos y el antropólogo llegó a la conclusión de que no eran caníbales como creían: “Durante nuestras interacciones nos amenazaron, pero nunca llegaron a matar a nadie o a lastimarnos. Cuando se agitaban, retrocedíamos. Hablaban entre ellos, pero no entendíamos su lenguaje. Sonaba parecido a otras lenguas habladas por otras tribus de la zona (…) Decir que son hostiles es una manera equivocada de mirarlos. Nosotros somos sus agresores. Somos los que tratamos de entrar en su territorio. Debemos respetar sus deseos y dejarlos en paz”. Y contó que, cuando deseaban que los visitantes se fueran, solo se acurrucaban y les daban la espalda, pero que no eran del todo agresivos. En esa oportunidad estaba Madhumala Chattopadhyay, la única mujer en el equipo expedicionario. Ella se unió en enero de 1991 no sin antes firmar que desligaba a todos de la responsabilidad por los riesgos que corría y que no demandaría al gobierno por heridas o por su muerte. Tuvo suerte porque fue la vez que más amablemente se comportaron los sentineleses. Les había llevado décadas cosechar su confianza. Detalles de ese acercamiento único Madhumala confesó: “Al principio estábamos todos un poco aprensivos porque meses antes habían sido muy hostiles”. Sin embargo, en esta oportunidad, cuando se acercaron a la costa en un pequeño bote, observaron que en la playa había una fogata. Un grupo de nativos armados con arcos y lanzas se acercaron a la orilla. “Empezamos a dejar cocos flotando sobre el agua hacia ellos y para nuestra sorpresa algunos se metieron al mar y se acercaron para tomarlos. Un joven de unos 19 años estaba parado al lado de una mujer en la playa cuando de pronto alzó su arco y los llamó en su lengua para que recogieran todos los cocos (...) La mujer le dio al chico un codazo y la flecha cayó en el agua. Ante la urgencia de la mujer él también se metió al mar y comenzó a recogerlos. Luego, otros miembros varones de la tribu vinieron y llegaron a tocar el bote. Eso indicaba que no nos temían”, contó Madhumala. Fueron dos o tres horas en las que los sentineleses entraron y salieron del mar llevándose los valiosos frutos. Un mes después los científicos volvieron y los sentineleses ya se “acercaron sin armas”. No solo eso: hasta se animaron a subir al bote para tomar una bolsa entera de cocos. En un momento se generó tensión cuando los nativos intentaron “tomar el rifle de un policía porque lo confundieron con un pedazo de metal”. Lo impidieron con sumo cuidado, pero un hombre del equipo de antropólogos cometió un error. Creyó que ya había suficiente confianza e intentó tocar un ornamento hecho con hojas que llevaba un nativo: “Este se enojó y sacó su cuchillo. Nos hizo el gesto de que nos fuéramos inmediatamente y así lo hicimos”. Un tercer viaje se arruinó por el mal tiempo y después de 1991, lamentablemente, no hubo ningún acercamiento pacífico más. En 1996 la India suspendió las visitas oficiales para intentar contactar a los nativos. De libres a mendigos Pasados los años, en un reportaje con el New York Times, Pandit sostuvo, a propósito de sus expediciones a diferentes tribus del planeta, que estaba arrepentido por haber irrumpido en sus vidas. “Les hemos expuesto a una forma de vida moderna que no pueden mantener. Han aprendido a comer arroz y azúcar. Hemos convertido a gente libre en mendigos”, aseveró. Tremenda y cierta reflexión. Los nativos que permitieron la llegada del turismo terminaron convertidos en víctimas de lo que podrían llamarse “safaris humanos” o “zoológicos de personas”. Los sentineleses, por su desconfianza absoluta, quizá hayan sido los menos afectados de todos. La Comisión Nacional para las Tribus aseguró en 2018 que, en el conjunto de las islas Andamán, viven 28077 indígenas. En Sentinel del Norte no hay ninguna cifra exacta, aunque en 2001 calcularon que sus habitantes eran 21 hombres y 18 mujeres. Quizá el terremoto de 8,9 en la escala de Richter y posterior tsunami que azotó la zona de manera brutal el 26 de diciembre de 2004 y dejó 250 mil muertos, haya reducido sus habitantes. Un vuelo en helicóptero sobre la isla salvaje permitió observar, entonces, que al menos varios nativos habían sobrevivido. Por supuesto a la nave voladora que pretendía llevar ayuda le dispararon decenas de flechas y piedras. En 2005 las autoridades de la India prohibieron cualquier intento de contacto con Sentinel del Norte y establecieron una zona de exclusión en un radio de 5 kilómetros. En 2006 los sentineleses asesinaron a dos pescadores furtivos de cangrejos que se arrimaron a la orilla y los enterraron allí. En 2010 intentaron contarlos nuevamente, pero solo vieron a 12 hombres y 3 mujeres. En 2011 desde el aire vieron a 42. En la actualidad estiman que los habitantes podrían ser entre 50 y 400. Visitas del futuro En 2018 un misionero cristiano de nacionalidad norteamericana, John Allen Chau, decidió viajar a la isla para evangelizarlos. Llevó como herramientas una Biblia y una pelota de fútbol. Dos pescadores lo llevaron luego de que pagara 350 dólares por ese viaje ilegal. Las dos primeras veces que bajó en Sentinel del Norte cantó himnos religiosos en la playa, pero los nativos lo persiguieron hasta que lograron que se marchara. Cuando descendió por tercera vez ya no hubo más oportunidades. Se cree que terminó muriendo como consecuencia del veneno de los flechazos que recibió y su cuerpo nunca fue recuperado. La familia de Chau dijo que perdonaba a los indígenas. Después de todo, el joven sabía los riesgos a los que se enfrentaba. Pandit, ya muy mayor, comentó sobre este caso: “Estoy muy triste por la muerte de este joven que vino desde Estados Unidos. Pero cometió un error. Tuvo la oportunidad de salvarse, pero insistió y lo pagó con su vida”. Medio millón de turistas visitan las islas de Andamán y Nicobar cada año. La India, consciente del peligro que significa entrar en su ecosistema y de lo agresivos que son, mantiene la zona de exclusión y la prohibición de acercamiento a Sentinel del Norte cuyas costas son protegidas por la Guarda Costera y el Departamento Forestal indio. Sin embargo, las autoridades indias están convencidas de que los sentineleses son totalmente conscientes de que hay un mundo distinto que los rodea. No puede ser, argumentan, que no vean pasar los enormes barcos cargueros por el horizonte y los aviones que sobrevuelan su cielo. Imposible. Ahora, ¿qué creen que hay más allá del agua que los circunda? No se sabe. Pero quizá temen que el afuera los devore, como pasó aquella vez que se robaron a dos de los suyos que nunca volvieron a ver. El Santo Grial de los científicos Este grupo de nativos que desciende de generaciones que llevan viviendo más de 55 mil años en la isla, constituye para los científicos un auténtico desafío de estudio. Estos seres humanos portarían el genoma más antiguo del planeta. Se cree que llegaron a este lugar cuando el nivel del mar, debido a la edad de hielo, tenía 150 metros menos que el actual y lo habrían hecho caminando desde África. Nada menos. De tez oscura y muy altos (miden en promedio 1,80 m), se cree que serían descendientes de los jarawa o aeta africanos y que se quedaron en el lugar cuando marchaban rumbo a Australia por la costa sur de Asia. Sus pobladores han demostrado no querer que nadie se les acerque y seguramente no tengan la menor idea de lo que significan la palabra país, gobierno o leyes. No practican la agricultura, son cazadores recolectores y se autoabastecen. No comercian con nadie. Cazan de manera rudimentaria con lanzas y arpones. Comen peces, cangrejos, pequeños animales, frutas y tubérculos y huevos de tortuga y de gaviotas. Viven en chozas construidas en grupos, con techos inclinados de paja, y tienen canoas angostas que se balancean por las entre las aguas bajas de los arrecifes ayudados por palos largos. No usan ropa y van casi desnudos, pero utilizan canastas que tejen con fibras naturales. Los antropólogos no saben en qué lengua se comunican ni cómo es su estructura social. Por no estar vacunados, los otros seres humanos representamos un gran peligro para su subsistencia. Un virus externo, como el de la gripe, podría exterminarlos ya que no poseen inmunidad alguna. Tienen una altísima mortalidad y según Stephen Corry, director de Survival International, la única manera de protegerlos es no invadir su hábitat. Shailendra Mohan, profesor del Departamento de Lingüística de la Universidad de Deccan, explica que “son genéticamente diferentes, son una tribu importante para el estudio porque son un pueblo puro, no mezclado”. Geográficamente la isla es una jungla densa sin puertos naturales y posee una sola playa estrecha. Los arrecifes de coral que la rodean hacen difícil la navegación a su alrededor. Los estudiosos establecieron que el terremoto y maremoto del 2004 alteró su topografía. La placa tectónica donde se encuentra se inclinó y levantó la isla dos metros. Esto dejó expuestos muchos corales y se conformaron lagunas poco profundas y terrenos de tierra seca que ampliaron un poco los límites de los isleños. Varada en el tiempo esta isla sigue constituyendo una peligrosa tentación para los aventureros. Aunque ya todos saben que sus habitantes carecen de paciencia ante los curiosos. No quieren interrupciones en su existencia y, si para mantener su equilibrio natural tienen que atravesar a los visitantes con una flecha, lo harán. Su pequeño planeta, por ahora, sigue inexpugnable y sin señal de wifi.