Los caminos del cerebro (no son como yo creía)

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Por César Galicia Te propongo un ejercicio de pensamiento para hacer en equipo: júntate con una o dos personas y resuelve con ellas esta ecuación matemática: 55 + 50 + 63 – 13. ¿Ya? Ahora pregúntense cómo lo resolvieron. Quizás uno sumó primero las decenas y luego las unidades. Quizás otra lo hizo al revés. Tal vez alguien hizo la operación tal como se presentó o por ahí usaron otro método. El punto es que resulta fácil llegar a la siguiente conclusión: no todos los cerebros funcionan igual. Ahora imagina que no estamos hablando de matemáticas, sino de procesos mentales más complejos, por ejemplo, la atención. Algunas personas no tienen problemas para mantenerse atentas durante una clase aburrida, pero para otras esa misma tarea es insoportable y para contener la energía de su cuerpo tienen que golpetear con el pie, jugar con las manos o mecerse de un lado a otro. Hay quien de plano no puede tolerarla. Otro ejemplo: la socialización. Algunas personas son buenísimas para hablar con cualquiera, se adaptan fácilmente a distintas situaciones y prefieren estar con gente que en su casa. Otras, en cambio, batallan para entender los dobles sentidos del lenguaje (sobre todo si es con personas que no conocen), no disfrutan las conversaciones casuales (“¿Qué tal el clima hoy, eh?”), les da mucha ansiedad salir a la calle y prefieren quedarse leyendo un libro, viendo una película o jugando un videojuego. Un ejemplo más: los intereses personales. Algunas personas tienen gustos muy flexibles y escuchan “todo tipo de música”, pueden comer casi cualquier cosa y disfrutarla y les da un poco igual si se salen de la rutina. Otras, en cambio, son muchísimo más rígidas con respecto a sus rutinas y necesitan seguirlas al pie de la letra; tienen la ventaja de ser muy ordenadas, pero la gran desventaja de que se desequilibran si se altera ese orden. La mayor parte de las personas habita en distintos puntos del continuo entre estos dos extremos sin experimentar grandes problemas. Ahora, ¿qué sucede cuando lo que te hace distinto de la mayor parte de las personas es tan notorio o tan específico que realmente afecta tu vida? La psiquiatría y la psicología tradicionales tienen un nombre para estos fenómenos: trastornos. Un trastorno, tal como lo define el muy usado manual de diagnóstico dsm-5, es “un síndrome caracterizado por una alteración clínicamente significativa en la cognición, regulación emocional o comportamiento de un individuo que refleja una disfunción en los procesos psicológicos, biológicos o de desarrollo subyacentes al funcionamiento mental”. Las palabras clave aquí son “alteración clínicamente significativa”, es decir que lo que ocurre sea lo suficientemente importante como para afectar negativamente la vida de una persona. Llama la atención que los manuales de diagnóstico no ofrecen posibles causas de los síndromes que describen, se limitan a nombrar patrones de comportamiento observables y dejan de lado experiencias subjetivas o de la vida interna de las personas que los viven. Por ejemplo, una persona que tiene una gran dificultad para poner atención y controlar sus impulsos y además presenta hiperactividad podría tener trastorno por déficit de atención con hiperactividad (tdah). Una persona con dificultades sociales y de lenguaje podría tener trastorno del espectro autista. Una persona con pensamientos que no puede evitar y que le nublan la mente, así como con comportamientos repetitivos incontrolables, podría tener trastorno obsesivo compulsivo. Una persona que pasa por periodos muy intensos y prolongados de depresión y cuyo humor luego cambia radicalmente hacia un estado de ánimo tan acelerado que hasta resulta peligroso podría tener trastorno bipolar. La idea de catalogar estos rasgos como patológicos tiene sentido: muchas de las características de estos trastornos hacen que la vida de quienes los padecen sea increíblemente difícil. Por poner algunos ejemplos, se sabe que el trastorno por déficit de atención es uno de los factores que contribuyen a que las personas dejen la escuela (como a mí casi me sucede) o no puedan conservar trabajos (como definitivamente me sucedió). Se sabe que las personas que sufren trastorno límite de la personalidad son más propensas a sufrir depresión mayor. Se sabe que las personas con trastorno obsesivo compulsivo pueden tener vidas muy complicadas cuando no logran controlar sus pensamientos intrusivos. Se sabe que las personas con bipolaridad pueden poner en riesgo sus vidas cuando están en un periodo depresivo o maniaco. Los múltiples tratamientos psicológicos y psiquiátricos que se han desarrollado durante décadas para dichos trastornos buscan prevenir estas situaciones (entre otras) y darles mayor calidad de vida a las personas que los sufren. Un cerebro a su aire Pero la perspectiva de lo patológico no es la única. Desde distintos campos de estudio y en diferentes lugares del mundo ha surgido otro abordaje que busca entender estos trastornos desde las muchas formas de ser humano que existen: el de las neurodivergencias. El término neurodivergencia, como la palabra sugiere, implica que todas las personas tenemos cerebros distintos, pero algunos cerebros son más distintos que otros. A quienes tienen cerebros en los extremos del continuo de lo normal o lo típico les llamamos “neurodivergentes”, haciendo referencia a que poseen algunas características lo suficientemente distintas de lo esperado como para que no sólo se note sino que, además, requieran algún tipo de atención especial. El modelo de la neurodivergencia surgió como reacción a algunos extremos de la perspectiva psiquiátrica tradicional. Por ejemplo, en psiquiatría es común que un niño con tdah que tiene dificultades académicas sea tratado mediante terapia y medicación para que pueda adaptarse a las exigencias del sistema educativo. La perspectiva de las neurodivergencias, por su parte, se preguntaría por qué un niño, cualquier niño, tendría que pasar tantas horas sentado prestándole atención a temas que no le interesan y con un profesor aburrido. Si ese niño se desespera y es incapaz de mantener la atención o la inmovilidad, ¿el problema está en él o es necesario cuestionar el modelo educativo, que no está capacitado para enseñar y evaluar adecuadamente a personas distintas de lo esperado? ¿El problema es sólo la conducta o lo es también el contexto? Otro ejemplo: mientras que desde la perspectiva psiquiátrica tradicional se cree que la renuencia de muchas personas autistas a participar en ciertas dinámicas sociales debe corregirse y es señal de un problema de fondo, la perspectiva de las neurodivergencias pregunta por qué esperamos que todas las personas disfruten de las interacciones sociales, sobre todo si no les encuentran sentido. ¿Por qué se juzga a las personas que tienen intereses más restrictivos si no le hacen daño a nadie? Si esa persona no socializa de manera “normal” pero al mismo tiempo no muestra ningún indicador de malestar (es decir, no tiene en rigor un “trastorno”), ¿no deberíamos, más bien, cambiar lo que entendemos por “normal”? Es muy importante aclarar que la perspectiva de las neurodivergencias no está para nada peleada con la idea de que las personas reciban diagnóstico o tratamiento tanto psicológico como farmacológico. Por el contrario: busca un diálogo constante con todas las disciplinas que puedan ayudar a entender la salud mental en su gran complejidad y de manera interdisciplinaria. Su principal diferencia con la perspectiva clásica es su insistencia en no patologizar a la persona distinta y tomar en cuenta el contexto en el que nace y crece. Es decir, ¿por qué si una persona desarrolla características de personalidad complicadas la catalogamos como enferma en vez de reconocer que necesita ayuda o apoyo y que es un ser complejo, lleno de todas las contradicciones y dichas de cualquier ser humano y no sólo la suma de sus peores momentos? Esto es importante porque los ejemplos que pongo, desde luego, presentan una imagen un tanto simplificada de los trastornos o neurodivergencias; la realidad suele ser bastante más compleja. Existen personas con tdah cuyo déficit en la capacidad de atención es tan severo que ningún cambio de perspectiva será suficiente para atenderlas y necesitarán, además, medicamento de por vida. Existen personas autistas que sufrirán mucho por su dificultad para comunicarse y relacionarse con otras personas (y que incluso requerirán cuidados permanentes). Del mismo modo, existen personas con neurodivergencias que son más propensas a necesitar cuidado terapéutico o médico. El punto no es negar la necesidad de estos cuidados, sino despatologizar a la persona que los necesita: entenderla más allá de su enfermedad o trastorno. Existen muchas personas neurodivergentes y cada vez más gente se identifica así. Esto ocurre, en parte, porque el estigma ha ido disminuyendo y es más fácil que tengan acceso a un diagnóstico sin temor a que las rechacen socialmente. Existe un paralelismo curioso con la gente zurda: hace algunas décadas la población zurda empezó a aumentar radicalmente de un año a otro. ¿Fue la altura? ¿La alimentación? ¿Los extraterrestres? No, lo que pasó fue que se dejó de castigar a las personas zurdas por serlo: ya no se obligó a los niños a escribir con la derecha en la escuela, empezaron a crearse productos especiales para zurdos y se les permitió existir usando su lado dominante. Cuando se desestigmatizó el lado izquierdo aumentó la cantidad de personas que se identificaban como zurdas, así de simple. Éstas son algunas condiciones que pueden catalogarse como neurodivergencias: Autismo Trastorno de déficit de atención e hiperactividad Síndrome de Down Discalculia (dificultad con el pensamiento matemático) Disgrafia (dificultad con la escritura) Dislexia (dificultad con la lectura) Dispraxia (dificultad con la coordinación) Trastorno del desarrollo intelectual Trastorno bipolar Trastorno obsesivo compulsivo Síndrome de Prader-Willi Trastorno del procesamiento sensorial o tps Síndrome de Tourette Síndrome de Williams Ahora tú Entonces, después de todo lo que hemos dicho, ¿qué debes hacer si sospechas que eres una persona neurodivergente? ¿Cómo puedes llegar a un diagnóstico? Te voy a contar una historia que involucra mi propia neurodivergencia… Nunca olvidaré el día en que casi descubro que la tenía: estaba cursando una de las varias materias de la licenciatura en psicología que tenían que ver con el cerebro, y nos tocaba estudiar distintos trastornos del lenguaje y el aprendizaje. Lo que yo sabía hasta el momento sobre tdah se basaba en prejuicios: que si sólo los niños pequeños lo tenían, que si se curaba en la adultez, que si mejor nunca enterarte porque el tratamiento consistía en horribles medicamentos que te quitaban la chispa de la vida. En mi mente el tdah era una cosa que le diagnosticaban a estudiantes de primaria que reprobaban constantemente y no podían mantenerse quietos en su asiento. Yo, que cursaba la universidad con puros nueves y dieces sin esforzarme demasiado, no podía tenerlo, ¿verdad? Y, sin embargo, cuando la maestra empezó a repasar los síntomas y experiencias comunes de las personas que lo padecen me quedé helado: era como si alguien que nunca me hubiera visto antes me describiera con absoluta precisión. Por ejemplo, nunca he podido seguir el “orden” de las cosas: hacía ejercicios matemáticos sin escribir la fórmula (y muchas veces me equivocaba), respondía los exámenes empezando por las preguntas que se me hacían más interesantes (y muchas veces entregué exámenes incompletos), nunca tenía “limpio” mi cuarto (y quién sabe cuántas veces me regañaron por eso). El tdah también parecía explicar por qué nunca conseguía terminar ningún proyecto y hasta mis problemas de comportamiento en la secundaria, por los que me corriero de una escuela y casi me corren de otra. En algún punto la maestra mencionó que era común que las personas con tdah crecieran con una culpa gigante por no ser capaces de hacer lo que otras personas parecen lograr con menor esfuerzo. Casi me pongo a llorar. Al final de la clase me acerqué a mi maestra, le dije que me había identificado con los síntomas y le pregunté qué podía hacer para buscar un diagnóstico. Ella, sonriente, me aseguró que todo estaba bien: “No, tú no puedes tener tdah, a ti te va demasiado bien en la escuela.” Y así, con una sola oración y con base en un solo rasgo, caracterizó de un plumazo toda mi existencia. Yo le creí y no insistí. A veces me pregunto si algo habría sido distinto con un diagnóstico más temprano. Si me hubiera permitido tener una mejor vida y crecer sin tantos problemas. Si me hubiera ahorrado la depresión y el ataque de pánico que sufrí en 2020, durante la pandemia, los cuales me condujeron al tratamiento psiquiátrico con el que por fin confirmé lo que llevaba años sospechando. ¿Por qué nadie lo vio antes? ¿Cómo fue que pasé por una infancia y una adolescencia llena de retos inherentes a mi experiencia con el tdah que nadie me ayudó a nombrar? Creo que en parte fue por el estigma y la desinformación que acompañan estos temas. Por eso te platico mi historia: porque es posible que al leerla te identifiques con algunas de las cosas que cuento y tal vez te preguntes si tú también eres una persona neurodivergente (o alguien que conozcas: te garantizo que hay personas cercanas a ti que lo son, más de las que imaginas). Si es así resulta importante que investigues por tu cuenta todo lo que puedas (como ahora que lees ¿Cómo ves?), pero también tienes que buscar el apoyo profesional de psicólogos o psiquiatras que te evalúen y te ayuden con el tratamiento correcto. La neurodivergencia no es una sola cosa, del mismo modo que ser normal (o “neurotípico”) tampoco lo es. Algunas personas neurodivergentes pueden hacer cosas extraordinarias y otras no; algunas aprenden a existir rodeados de cerebros increíblemente distintos a los suyos, otras no. No, no todos somos neurodivergentes, aunque todos tengamos algunos rasgos característicos, y está bien. Más allá de la medicina y de ciertas respuestas radicales de la psiquiatría, de las moditas y de esta tendencia de diagnosticar gente a la distancia física o temporal (“¡Newton seguro era autista!”, “¡Mozart era bipolar!”), podemos quedarnos con una idea que creo que es muy sencilla, útil y bella: merecemos el acompañamiento y el tratamiento necesarios para tener una vida digna, respetada y alegre.