Carmen Gómez del Campo Herrán Investigadora del Cenidiap En el invierno de 2022, bajo el asedio de la pandemia, Alejandro Caballero entró en contacto conmigo para compartir el proyecto en el cual se encontraba trabajando: la creación de una serie de intensas y potentes pinturas que daban nombre y figura a otra pandemia que sucedía al mismo tiempo, solo que ésta transcurría de manera silenciosa, solitaria e, incluso diríamos, anónima. En su rica y profusa obra como pintor y creador visual, Alejandro es un artista comprometido con su realidad, la cual ha devenido en el pivote emocional y estético de su creación. Oriundo del barrio de Tepito, en la Ciudad de México, conoce como las palmas de sus manos el día a día de sus calles y personajes, de sus dichas y dolores, sus fiestas, sonidos y colores. Sensible al tono afectivo y a la trama que envuelve al paisaje urbano que lo rodea, no puede dejar de conmoverse, ni sustraerse, ante el sufrimiento de sus semejantes (apegado al mejor sentido de la responsabilidad por el Otro) provocado por uno de los problemas más agudos que acosa y asedia a los jóvenes de su entorno: la adicción a diversas sustancias tóxicas y los severos impactos que provoca en la salud psíquica y física, así como en la disolución de los lazos sociales. El artista, conocedor de la historia y la riqueza cultural de su barrio, sabe que no siempre ha sido así, que algo está ocurriendo que ha trastornado y trastocado la subjetividad de algunos de sus habitantes. Como buen observador, no se le escapan los gestos que adopta lo no dicho y que se van grabando en cada rostro y mirada, las marcas de un dolor indecible, una soledad gélida, un terror al abismo, un silencio ante el vacío, un vivirse alienado de sí y de los otros, todo aquello que anuncia la ausencia de proyectos que abran un porvenir y designen un lugar propio en el mundo. Reconoce que esos modos de estar y andar en la vida delinean un nuevo paisaje cuyas estampas quiere iluminar, pues palpa e intuye que, tras la búsqueda de un placer transitorio, efímero, obtenido por el consumo de drogas, subyace una historia de sufrimiento y que, a pesar de ella, en cada persona prevalece una potencia creadora adormecida, una memoria fragmentada que puede ser rescatada del letargo para convertirla en la condición a partir de la cual construir otros objetos, no dañinos, que sustituyan al tóxico y ayuden en la rehabilitación. Esta certeza de que “hay algo que debe ser rescatado del olvido” ha devenido el motivo y la pasión que orienta y conduce al artista a instaurar un espacio libre, abierto a la creación plástica, que es también la suya; un espacio de contención para quien sienta el llamado a realizar un trabajo en torno a su memoria, a su historia y a su cuerpo; un lugar donde la persona se sienta bien recibida. Alejandro conjuga en este proyecto dos de sus pasiones: la plástica y la docencia, dando cuerpo a la Escuela al Aire Libre de Tepito (Elitep). Con ecos y resonancias de las Escuelas al Aire Libre y de los Centros Populares de Pinturas, abiertas por artistas independientes durante las primeras décadas del siglo pasado, que tuvieron por vocación la formación en diversas artes dirigida a trabajadores urbanos y campesinos, la Elitep añade a esta vocación una más que es su razón de ser, su corazón: dar cabida a jóvenes y adultos adictos que se encuentran en la búsqueda de otra manera de estar en la vida. El artista formó, y sostiene, un taller de creación plástica que es parte sustantiva de la rehabilitación de pacientes en condición de adicción atendidos por el programa Patología Dual dentro del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez. Sensibilizado por las historias de sus alumnos en rehabilitación, a finales de la segunda década de este siglo comenzó a realizar una potente bitácora visual en la que narra los distintos pasajes y momentos por los que atraviesan las personas que viven bajo el asedio de la adicción. A lo largo de ese recuento, ordenado en cuatro momentos, se observan, primero, los procesos de desarticulación y explosión neuronales por efecto de los tóxicos; después, aparecen las vivencias de fragmentación, exaltación y exacerbación del cuerpo, o el hundimiento psíquico ante el vacío o la alienación en el objeto, que el pintor organiza bajo el nombre de Problemática; luego pasa por el trabajo de restauración y recuperación psíquica y corporal, que ha llamado Reconocimiento del cuerpo (Yo interno) para, finalmente, llegar al pasaje Terapia-Rehabilitación, que incluye la creación de los “jugueteros” que evocan su pasión por el arte-objeto. De la riqueza de esta bitácora, hoy podemos apreciar una muestra que posee un valor clínico inigualable, dada la expresividad estética que alcanza. Alejandro se reconoce a sí mismo como un “expresionista contemporáneo” y, como tal, se conduce hasta sus límites. Con el manejo virtuoso de una paleta viva, estridente y vibrante, y con el uso de trazos abstractos enlazados a formas orgánicas inauditas, el pintor hace “expresarse” al cuerpo del adicto para que hable de su historia de dolor y sufrimiento, pues es aquel o aquella sin dicción, sin palabra: a-dicto. Es quien no posee un cuerpo, y a quien su dolor le impide tener uno habitable de manera gozosa. Esos cuerpos silenciados han devenido el espacio donde se despliega y opera a sus anchas el dolor psíquico y es, de este drama silencioso, que el artista quiere ser portavoz, de quienes callan sus vivencias psíquicas y corporales extremas, de quienes buscan expresar, exponer ante nuestras miradas las distorsiones que sus cuerpos y sus psiques padecen bajo las vivencias extremas de soledad y dolor que los mantienen amordazados y paralizados. Así, con notable intuición, Caballero recorre el paisaje que crean los diversos circuitos neuronales afectados y alterados por los efectos del agente tóxico, figurando, mediante el uso de una paleta fría, laberintos atravesados por destellos de descargas sin fin, hundiéndose y girando en formas elípticas y geométricas de colores oscuros que provocan, en el espectador, la sensación de vértigo ante la visión de espirales que emergen y se pierden en los confines cerebrales. Pocas veces se aprecia, de manera figurativa, la frenética movilidad de los neurotransmisores y el estallido neuronal consecuente al consumo adictivo de tóxicos y que subyacen a la expresividad que habrán de tomar los rostros y los cuerpos. Con el despliegue de líneas y trazos expresionistas junto a las formas orgánicas, Alejandro va figurando los gestos sin palabra que, desde lo profundo, surgen y moldean rostros y cuerpos que se descomponen, mecanizan, exaltan, o bien miradas hundidas en la soledad y en la tristeza más honda, insondable. El pintor, al figurar y darles nombre, va dando visibilidad al sufrimiento indecible provocado por el terror ante el abismo, al pasmo y al anonadamiento al que someten la alienación en que viven quienes, sencillamente, no cuentan con una palabra que nombre, ni a su dolor ni al horror inminente que experimentan frente al vacío, la desesperación y la desesperanza de vivirse sin poseer un cuerpo propio que cobije, que albergue, debiendo, por ello, enajenarse bajo el efecto de un narcótico. Ya sea la adicción a las drogas exaltadoras, que por instantes generan la sensación de una fugaz potencia, o el consumo de sustancias depresoras que aletargan y narcotizan las sensaciones corporales, que hacen olvidar por instantes los apremios del cuerpo, la o el adicto es quien va en una carrera interminable tras la captura de un instante de satisfacción con la ilusión de que sea eterno. Pues toda y todo adicto se entrega ciegamente a algo acaso, por ser esa entrega ciega la única manera de suspender, temporalmente, su sufrimiento. En Paisajes del abismo nos encontramos en un mirador desde el cual observamos distintos momentos subjetivos por los que se atraviesa bajo la vivencia adictiva. Es como estar frente a un mapa que nos indica los caminos y derroteros de una historia a-dicta, sin palabras, del sufrimiento. Cada imagen, cada estampa figura la geografía afectiva marcada por las improntas e irrupciones que, sobre el cuerpo, traza el dolor psíquico. Alejandro no homologa una adicción a otra, sino que va mostrando una a una sus diferencias, pues no es lo mismo el paisaje corporal que deja tras de sí el consumo de estimulantes que la geografía emocional que se forma en quienes, a través del tóxico, buscan hacer cuerpo con otros, engendrar un cuerpo propio o acallar las exigencias corporales bajo el sopor narcótico. Así, en estos parajes desolados, Caballero va iluminando la doble vida de la persona adicta, las dos soledades que la habitan: la del sufrimiento y la del placer ciego, en cuya búsqueda ha comprometido la vida misma para perseguir la ilusión de engendrar un cuerpo propio y creer que, para ello, no necesita del vínculo con otros. De ahí la insistencia por dar visibilidad a esos mundos en soledad, en aturdimiento, en exaltación; a esos cuerpos dislocados y mecanizados, o esos recuerdos de memorias fragmentadas e inconexas. Pero también la insistencia por mostrar y abrir caminos, entre ellos, el trabajo creador, que se pueden recorrer para encontrar otras maneras de estar en la vida y de habitar el cuerpo. Alejandro Caballero ha realizado esta hazaña bajo una atmósfera de “hermandad con el otro”, como él mismo lo ha llamado, una fraternidad que recibe, acoge, escucha, acompaña, transmite enseñanzas de oficio y de vida, que abre un abanico de los diversos procesos de rehabilitación. Recuperación del habla, de la coordinación psicomotriz y, quizá, de manera muy sensible y conmovedora, el trabajo de introspección y rescate de la memoria, tanto la psíquica como la corporal, esa que en el camino quedó fragmentada: un libro, una cama, un escusado, convirtiendo estos fragmentos en uno de las capturas más conmovedores dentro de estos paisajes; la invitación a abrir las ventanas y las compuertas del recuerdo estancado, del cual han vivido despojados, despojadas. Mucho aún por decir y pensar, sobre todo, mucho que sentir ante la muestra que presentó Caballero en Monterrey en octubre de 2024, y es ese sentir el que nos revela el poder estético de la obra de Alejandro Caballero.