Por Will Ogilvie Vega de Seoane “He emprendido una empresa sin precedentes, que no tendrá imitador alguno. Me propongo mostrar a mis semejantes a un hombre en toda la integridad de la naturaleza; y ese hombre seré yo.” — Rousseau, Confesiones Jean-Jacques Rousseau (1712–1778) no solo predicaba la sinceridad: intentó vivirla, incluso cuando eso implicaba mostrarse de forma poco favorecedora. En Confesiones, admitió de forma infame haber entregado a sus cinco hijos al orfanato estatal, donde probablemente murieron. Es trágico, incorrecto y perturbador. Pero lo sorprendente es cómo lo relata sin justificaciones ni adornos. Afirma que no escribe para impresionar, sino solo para ser honesto. No busca admiración, solo el consuelo frío de haber dicho la verdad, aunque lo haga quedar mal. A diferencia de la autobiografía moderna —o del vlog en YouTube donde alguien llora para luego promocionar su mercancía— Rousseau no está aparentando virtud. Intenta, por una vez, no aparentar en absoluto. Todo se trata de ser auténtico. “Sé tú mismo” es el lema actual. Lo dicen los instagrammers, los tiktokers, las revistas de psicología pop, las guías de autoayuda, incluso las cajas de cereal. Está por todas partes. El deseo no solo de parecer naturales, sino de serlo, es omnipresente. Pero detrás de nuestra obsesión moderna con la autenticidad está este filósofo del siglo XVIII, que ya luchaba con esta idea mucho antes de que existiera el filtro de carita de perrito. Rousseau probablemente vería los perfiles de LinkedIn como veía las pelucas empolvadas: falsos, rígidos y mortalmente aburridos. Creía que la verdadera libertad no consistía simplemente en hacer lo que uno quisiera, sino en vivir en sintonía con el yo natural, ese que está aplastado bajo las normas sociales, las etiquetas y, sobre todo, nuestra sed interminable de validación. Para Rousseau, la sinceridad solo era posible en la vida privada, porque las relaciones sociales están llenas de normas, expectativas y señales de virtud. La sociedad moderna ha convertido a los humanos en monos evolucionados que escalan una escalera social hecha de apariencias. Algunos se esconden tras filtros y publicaciones curadas; otros ostentan títulos académicos o ascensos laborales. Cambian las plataformas, pero el objetivo es el mismo: ser vistos, admirados, validados. Y para Rousseau, había algo profundamente falso —y profundamente dañino— en todo eso. Por eso encendió lo que podríamos llamar el “culto a la autenticidad”: una rebelión contracultural contra la vida basada en la apariencia. Seamos honestos, sin embargo: la sociedad necesita esas normas públicas para funcionar. “Gracias”, dijo, aunque quería gritar. “Qué buen clima hoy”, murmuró ella, en plena crisis existencial. “¡Hay que almorzar algún día!” (Ambos esperaban que nunca ocurriera.) Estas mentiras corteses hacen posible una vida pacífica y próspera. Así que hay razones para mantener las apariencias. Rousseau quizás llevó su postura demasiado lejos al afirmar que la sinceridad debería ser el valor supremo de la sociedad. Ese camino puede llevar fácilmente a un mundo donde la crueldad se justifica como franqueza. Hay que andar con cuidado. No queremos asesinos seriales o narcisistas sin filtro corriendo libres en nombre de “ser ellos mismos”. Aun así, Rousseau plantea una verdad incómoda: nuestra obsesión con “ser uno mismo” en línea rara vez se trata de realmente ser uno mismo. Lo que queremos es parecer naturales —pero de una forma que aún genere likes, seguidores y contratos de marca. No nos quitamos la máscara; solo nos ponemos una nueva con la etiqueta “auténtico”. Es la misma actuación de siempre—solo que con mejor iluminación y un hashtag de autocuidado. Es como ir a una fiesta de disfraces vestido de “alguien que no lleva disfraz”—pero que tardó tres horas en armar ese atuendo. Entonces, ¿la verdadera autenticidad —y con ella, la verdadera libertad— solo es posible desconectándose por completo? Según Rousseau, sí. Por eso en Emilio, su libro sobre educación, el niño debe criarse sin comparaciones sociales. Su idea era radical: educar a un niño protegiéndolo de la influencia social, para que su yo natural pudiera desarrollarse sin vanidad. El único libro que Rousseau permite a Emilio leer es Robinson Crusoe —y no es casualidad. La historia de Crusoe representa el ideal de autosuficiencia: un hombre que aprende a sobrevivir usando la razón y la experiencia directa, no opiniones de segunda mano. Crusoe está solo, pero es libre. Sin juegos sociales, sin concursos de prestigio, sin likes. Ese es el tipo de ser humano que Rousseau quería cultivar: alguien que forma su identidad desde dentro, no a partir de la validación externa. Claro que, más tarde, Emilio debe volver a la sociedad y aprender a bailar al ritmo de sus normas. La civilización tiene sus ventajas —Rousseau no decía que todos debíamos convertirnos en salvajes nobles. Pero sí creía que las personas debían reconocer la hipocresía social a su alrededor, incluso si tenían que participar en ella. Después de todo, hay que saber comportarse en la mesa. Ser auténtico no significa ser grosero. Los modales importan —incluso Rousseau, por radical que fuera, no querría que escupieras sobre la mesa en nombre de la sinceridad. Como se suele atribuir al escritor ruso Antón Chéjov —aunque nunca he encontrado la cita exacta en sus obras—: “Los buenos modales no consisten en no derramar la salsa, sino en fingir que no lo viste cuando lo hace otro.” Un poco de actuación social puede ser una muestra de amabilidad —no una mentira, sino una forma de gracia. De hecho, es ese tipo de empatía —esa capacidad de ver a la persona detrás del papel— lo que nos permite elevarnos por encima de las reglas cuando estas pierden su sentido. La verdadera civilidad no es obediencia rígida, sino saber cuándo doblarse en favor de la compasión. Eso también forma parte de ser plenamente humanos. Y si bien en las democracias liberales defendemos la libertad —la libertad frente a la coerción o a los permisos, como la formularían pensadores como Friedrich Hayek o Deirdre McCloskey— Rousseau nos recuerda que hay otro tipo más sutil: la libertad de pensar diferente, de ser uno mismo, incluso cuando eso no sea popular. Porque, al final, ¿y si en nombre de la libertad y la autenticidad solo estamos forjando nuevas cadenas? Una cosa es liberarse del juicio ajeno; otra es cambiar un molde por otro —esta vez con una etiqueta brillante de “autenticidad” patrocinada por Silicon Valley. Quizá lo dijo mejor Platón: “No es que los asuntos humanos merezcan tomarse muy en serio—pero tomarlos en serio es justamente lo que nos vemos obligados a hacer, por desgracia.” Porque, en el fondo, quizá Rousseau vio algo con lo que aún lidiamos: que todos estamos atrapados en algún lugar entre la apariencia y la sinceridad, entre las reglas y la rebelión, tratando de descubrir cómo ser libres y decentes al mismo tiempo. *****Will Ogilvie Vega de Seoane tiene un doctorado en Filosofía por la Universidad Francisco Marroquín, donde enseñó durante más de seis años y se desempeñó como Coordinador de Asuntos Globales. Actualmente, es profesor en la Universidad de las Hespérides y dirige el programa Great Books Conversations.