Sun Yat-sen

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Por Katrina Gulliver Sun Yat-sen, conocido como el padre de la China moderna, proyecta una larga sombra. Fue el primer líder posimperial del país, una pieza clave y única en la modernización china. Su legado sigue siendo singular: admirado tanto en la China continental comunista como en Taiwán, Sun representó a la primera generación de élites chinas educadas en el extranjero, capaces de llevar una visión cosmopolita a su tierra natal. Las circunstancias de su nacimiento fueron poco prometedoras. Nacido en 1866 en una familia campesina de Guangdong, en la costa sureste, su futuro habría sido el de un agricultor como sus padres… de no ser porque un hermano mayor había emigrado a Hawái como trabajador. Su hermano lo mandó llamar y, en 1878, con apenas 11 años, el futuro líder cruzó el océano. Asistió a escuelas británicas y estadounidenses en Oahu. Allí aprendería inglés y el cristianismo, una comprensión occidental del mundo que lo influiría durante años. Regresó a China, estudiando allí y en Hong Kong, y finalmente se graduó de médico en 1892. Pero las ambiciones del joven de 26 años se inclinaban hacia la política, no hacia ejercer como médico local. En 1894, Sun volvió a Hawái y fundó la asociación “Revive China”, una organización revolucionaria secreta. Sus miembros juraron lealtad a los objetivos de derrocar a la dinastía Qing (a quienes veían como usurpadores extranjeros), revivir la identidad china y establecer un gobierno unificado. Sun realizó su primer intento revolucionario en 1895, tras la derrota china en la Primera Guerra Sino-Japonesa. Fue a Hong Kong e intentó instigar una rebelión en Guangzhou, pero fracasó. Huyó a Europa, donde un intento de las autoridades chinas por capturarlo en Londres y enviarlo de vuelta provocó un incidente diplomático. Antes de que pudiera ser sacado clandestinamente del país, el Ministerio de Asuntos Exteriores británico intervino, rescatándolo y dándole notoriedad en la prensa. Su siguiente destino fue Japón, con el fin de reunir apoyo financiero y práctico para sus objetivos. Mientras Sun intentaba tejer alianzas y planear el futuro de China, el destino empezaba a inclinarse a su favor: la simpatía pública hacia la dinastía Qing estaba disminuyendo. Entre 1899 y 1901, la Rebelión de los Bóxers causó cientos de miles de muertes y dejó a China devastada. Sun vio allí una oportunidad. En 1905 fundó una nueva organización en Tokio, la Tongmenghui (Liga Unida), y publicaron un periódico, The People’s Journal (Min Bao). Empezó a reunir apoyo de figuras influyentes que creían que China debía modernizarse y encontrar un nuevo rumbo. Pero Sun seguía organizando levantamientos políticos que no prosperaban. Todavía creía que necesitaba más apoyo internacional. Estableció células revolucionarias en Europa (formadas por residentes chinos en el extranjero y algunos aliados extranjeros). Pero el gobierno Qing tenía influencia, y su presión llevó a que naciones extranjeras negaran cualquier apoyo a Sun y sus compañeros. Pocos estados querían involucrarse en los problemas políticos de otro país o acoger a un sedicioso. En 1907, las autoridades japonesas le pidieron que se marchara. También fue expulsado de la Indochina francesa y de Hong Kong. Los años siguientes los pasaría en Estados Unidos y Canadá, recaudando fondos para su causa… y tramando complots revolucionarios destinados al fracaso. En noviembre de 1910, convocó una conferencia en Penang, Malasia, para planear otra revuelta a distancia, esta vez con el objetivo de capturar Guangzhou. Esto se convertiría en la desastrosa Revolución del 29 de marzo. Unos cien revolucionarios intentaron irrumpir en la residencia del virrey; las tropas gubernamentales abrieron fuego y al menos 86 rebeldes fueron asesinados. Mientras él seguía intentando dirigir estos esfuerzos desde el extranjero, había otros en China que también trataban de impulsar cambios. Sun se encontraba en Colorado cuando escuchó que un grupo rebelde había derrocado al gobierno regional en Wuhan. Otras regiones pronto seguirían. Al regresar a China, Sun proclamó la República de China y el emperador Qing abdicó. Pero la historia rara vez es tan limpia. Sun no tenía una base real de poder y cedió el liderazgo a Yuan Shikai, un oficial militar que controlaba el ejército. Sun participó luego en un intento por derrocar a Yuan, tras lo cual huyó nuevamente del país. La pugna por el control de China apenas comenzaba. Yuan Shikai murió en 1916, dejando un vacío de poder que dio paso a lo que hoy se conoce como el período de los Señores de la Guerra. Líderes regionales y aspirantes competían por territorios, infraestructura y poder. Para el pueblo chino, fue un tiempo de caos. Sun orbitó alrededor del poder, obteniendo brevemente el control de algunas facciones —e incluso el título de líder—, pero nunca pudo subordinar a China a sus ambiciones. Dinámico y carismático, atrajo a muchos seguidores, pero no logró retener el poder. Su conocimiento de Occidente le permitió obtener apoyo y dinero por todo el mundo, pero su visión para China no era la del liberalismo occidental: su plan incluía control económico por parte del Estado y redistribución de la propiedad. En su última década buscó apoyo en la nueva Unión Soviética y reorganizó su partido siguiendo la estructura jerárquica del comunismo soviético. Si su liderazgo habría llevado eventualmente a un Estado comunista es algo incierto. Pero Sun murió de cáncer a los 58 años, antes de que sus ambiciones —para sí mismo y para su país— pudieran concretarse. Su legado trasciende la división ideológica: para los comunistas de China es un “pionero de la revolución”; para los nacionalistas en Taiwán sigue siendo el padre de la república. Una distinción rara, quizá apropiada para alguien que trató de ser tantas cosas.