Tú dame las fotos. Yo pondré la guerra

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Poco antes de que estallara la guerra de Cuba en 1898, un reportero cableó a su jefe, el magnate W. R. Hearst: TRANQUILIDAD ABSOLUTA. SIN PROBLEMAS POR AQUÍ. NO HABRÁ GUERRA. QUIERO VOLVER A CASA. Y Hearst le replicó: POR FAVOR, SIGUE AHÍ. TÚ DAME LAS FOTOS. YO PONDRÉ LA GUERRA. Hearst, con su emporio de prensa “amarilla”, que fue la primera en superar tiradas de un millón, usó el sensacionalismo y la propaganda para crear un estado de opinión favorable a la guerra y al expansionismo. La Gran guerra fue un salto cualitativo en este ámbito, al establecerse la censura y la emisión obligatoria de “información oficial”, especialmente sobre la marcha de la guerra. Como señaló Philip Knightley en su estupendo libro sobre el corresponsal de guerra —un “héroe, propagandista y urdidor de mitos”— en una guerra la verdad es «la primera baja» y la de 1914 fue un buen ejemplo, como se ve en el clásico libro de Arthur Ponsonby, que aquí prologa Daniel Gascón. Clásicos modernos Historia social Si será eficaz la propaganda que el propio prologuista «cae en su trampa», cuando habla del intento de asesinato de Orwell por el Partido Comunista, de los “pacifistas… admiradores de regímenes totalitarios” o de la «siniestra amenaza global del imperio soviético», como si estuviéramos en plena crisis de los misiles de Cuba, cuando por cierto también hubo mucha desinformación. Mentiras para todos los públicos «Falsedad en tiempos de guerra» (Athenaica) es una lectura fascinante que nos ayuda a entender la propaganda, la Primera Guerra Mundial y el funcionamiento de los medios. Parte de su interés reside en una rara combinación de ingenuidad e inteligencia que sirve para iluminar su tiempo y el nuestro.

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Una de las actividades humanas más antiguas es la guerra. Y una de las más antiguas y frecuentes es la mentira, “la primera de todas las fuerzas que gobiernan el mundo”, según el memorable arranque de El conocimiento inútil de Jean-François Revel. De la relación entre ambas trata este libro apasionante de Arthur Ponsonby, un estudio sobre las falsedades empleadas para justificar la Primera Guerra Mundial y movilizar a la población en favor de la causa. El libro, publicado en 1928, presta una atención particular a los aliados y sobre todo a Gran Bretaña: era la desinformación que el autor conocía mejor, la que le resultaba más accesible y cercana, y por tanto más indignante. “Nos preocupan más los métodos de nuestro propio gobierno y nuestro propio honor nacional que la duplicidad de otros gobiernos”, escribe. Arthur Ponsonby (1871-1946) fue político, escritor y activista. Primer barón de Ponsonby of Shulbrede, su padre descendía de una familia anglorlandesa, y fue secretario privado de la reina Victoria y responsable de finanzas de la Casa Real. Pero sobre todo era soldado: había combatido en Crimea y alcanzó el rango de major-general. Su madre era hija de John Crocker Bulteel, que fue representante whig en el parlamento por la circunscripción de South Devonshire. Arthur Ponsonby estudió en Eton y en Balliol, estuvo en el servicio diplomático en Constantinopla y Copenhague, y fue miembro del parlamento (con el Partido Liberal, más tarde como independiente y de forma más duradera, a partir de 1918, con los laboristas). Formó parte de la Union of Democratic Control, un grupo de presión que se oponía a la influencia del ejército en la política y que criticaba lo que ahora llamaríamos falta de transparencia en la implicación del Reino Unido en la Gran Guerra. Entre sus miembros estaban el liberal Charles Trevelyan, el secretario general del Partido Laborista Ramsay McDonald (que dimitió por el apoyo de su organización a los presupuestos para la guerra), y dos futuros Premios Nobel de Literatura: Bertrand Russel y Norman Angell, autor de The Great Illusion, cuyo título tomó Jean Renoir para su película antibélica La Grande Illusion. Se trataba, escribió el historiador AJP Taylor, “de la organización radical más formidable que haya influido nunca en la política británica”. Ponsonby fue subsecretario de Asuntos Exteriores y de Dominion Affairs. Escribió una biografía de su progenitor a partir de sus cartas; que el padre fuera soldado y su hijo fuese un activista contra la guerra sugiere que también los pacifistas tienen que matar al padre. Falsedad en tiempos de guerra es aleccionador y a menudo demoledor. Describe cómo opera la propaganda: cada país “la emplea con bastante deliberación para engañar a un propio pueblo, atraer a los neutrales y confundir al enemigo”. Su función es anular el pensamiento. En la guerra, las opiniones tibias, las dudas, la petición de rigor periodístico o una leve sospecha de la información oficial se convierten en una forma de traición. Es un momento de sufrimiento, muerte y sacrificio, y también de maniqueísmo, un estado de emergencia moral que exige cierto aletargamiento cognitivo. Quien dude de lo absoluto puede ser señalado como traidor. Para Ponsonby la característica más llamativa no es la abundancia de la mentira, sino nuestra propensión a creer: no el engaño, sino su aceptación casi entusiasta. No se trata solo de que las masas sean manipulables: quienes salen de las universidades son tan vulnerables a la intoxicación como quienes vienen de las barriadas.

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La guerra es un hábitat idóneo para que florezca la mentira. La Gran Guerra habría sido, escribe Ponsonby, el momento de mayor emisión de falsedades, que además resultan particularmente necesarias en los países donde no hay un reclutamiento obligatorio, donde hay que manipular la opinión para que apoye el esfuerzo bélico. El autor establece una especie de taxonomía, de “máscaras” de la falsedad: la mentira deliberada de las fuentes oficiales, la mentira deliberada que produce alguien ingenioso y escapa a su círculo inicial, la mentira que dejamos pasar, la traducción defectuosa (a veces accidental, a veces intencionada), la obsesión general (que propicia ese rumor que se repite hasta considerarse verdad), la falsificación, la omisión de elementos cruciales (una forma de descontextualización), la exageración deliberada, el ocultamiento de los hechos. Los motivos del enemigo son claros, tienen que ver con su carácter (maldad, ansia de poder); y los nuestros también lo son, tienen que ver con la lealtad, compromisos adquiridos, y desde luego la lucha nunca es nuestra opción predilecta. El grueso del libro son casos: estudios de tergiversaciones concretas. Por ejemplo, un elemento fundamental de los relatos de la guerra son las atrocidades. Y uno de los ejercicios más interesantes del libro es la reconstrucción y desmontaje de algunas de las historias, a menudo muy truculentas, que publicaban los periódicos pero que tenían algo o mucho de leyendas y como tales se iban modificando: bebés a los que les amputaban las manos, enfermeras a las que mutilaban los pechos, soldados crucificados. Ponsonby muestra cómo se inventa la noticia, a veces por prisa, a veces por un malentendido (es frecuente una mala traducción, accidental o intencionada, como ya hemos dicho). Se cambia el significado de un hecho o de una imagen. En alguna ocasión se le ha reprochado a Ponsonby que, ansioso por desenmascarar las trampas de los suyos, cayera en alguna trampa del adversario y reprodujera sus versiones: el precio del escepticismo hacia unas fuentes puede ser la credulidad hacia otras. Pero mucho más a menudo es convincente y útil y describe fenómenos de distorsión o histeria que hacen pensar en los que conocemos en nuestras sociedades más o menos pacíficas: por ejemplo, pánicos periodísticos como los pinchazos inexistentes de las discotecas en el verano de 2022, las historias que describía Daniel Schneidermann en Le cauchemar médiatique, o casos como el que estudiaba Arcadi Espada en Raval. También son interesantes las fuentes: Gran Bretaña participó y emitió propaganda, pero también creó mecanismos para examinar sus propias mentiras. Había una voluntad de investigar, de rendir cuentas: algo parecido a la vergüenza. (La era de la posverdad podría verse, entre otras cosas, como una pérdida de esa vergüenza). Otro elemento del libro que destaca por su perspicacia y a la vez nos resulta cercano es la fotografía. Este medio, dice Ponsonby, miente más de lo que podríamos suponer, y los maestros en su uso fraudulento son los franceses. Este debate sobre una tecnología relativamente reciente, con una impresión de autenticidad pero que precisamente por eso es capaz de generar falsificaciones peligrosas, resuena en los lectores contemporáneos. El léxico de nuestra época también podría presentar este libro como una denuncia de la construcción del relato. La posición propia, la de tu país, se presenta como irreprochable, mientras que al enemigo se le retrata como alguien inequívocamente depredador. Ponsonby establece dudas sobre las razones explícitas de la intervención: ¿fue una sorpresa o no el desencadenante?, ¿se podría haber evitado?, ¿dijo eso exactamente un líder enemigo? El libro es ameno y sobrio, a veces resulta casi mecánico, pero no carece de humor al reflejar paradojas, hipocresías o contradicciones. La promesa de defender a las pequeñas naciones con toda la fuerza del Imperio Británico parece sacada del episodio de Blackadder donde George (Hugh Laurie) decía que la guerra había sido generada por “el vil huno y su vil ansia de construcción imperial”, y Edmund (Rowan Atkinson) respondía: “George, en este momento el imperio británico comprende un cuarto del globo, mientras que el imperio alemán comprende una pequeña fábrica de salchichas en Tanganica”. La poesía británica que habla de la Gran Guerra también está asociada con la denuncia de la mentira. Wilfred Owen terminaba así su poema “Dulce et decorum est”: si pudieras oír la sangre que sube por pulmones corrompidos por la espuma, obscena como el cáncer, amarga como la rumia, de llagas asquerosas e incurables en lenguas inocentes, amigo mío, no les contarías con tanto entusiasmo a niños que arden por una gloria desesperada esa vieja mentira: Es dulce y decoroso morir por la patria”. “Si preguntan por qué morimos/ Diles que porque nuestros padres mintieron”, escribió Rudyard Kipling, que perdió a su hijo en la contienda. Falsedad en tiempos de guerra hace pensar a veces en Kraus, en Klemperer, pero tiene algo particularmente orwelliano: a Orwell nos recuerdan, por ejemplo, la enumeración, el acopio de información y falsedades, el análisis del lenguaje y de sus eufemismos y tergiversaciones, la crítica del sensacionalismo periodístico, la preocupación por la mentira y por el nacionalismo (que el autor asimilaba al sectarismo, a una ceguera voluntaria que lleva a condenar al adversario y a justificar o no reconocer los errores propios). Pero existe una diferencia que corresponde al contexto histórico y generacional y a la idea del compromiso político: a cómo vemos la guerra y la naturaleza de la amenaza. Orwell fue a España para detener al fascismo (literalmente), estuvo a punto de morir por un bala franquista y de ser asesinado por el Partido Comunista. En cambio, la Primera Guerra Mundial es, como ha escrito el historiador Christopher Clark, la catástrofe original del siglo XX, y a la vez algo que, como han explicado historiadores y como nos han contado algunos de quienes participaron en ella, se podía haber evitado. La Segunda Guerra Mundial no se puede presentar de la misma manera: no fue una guerra elegida. Las denuncias de los mecanismos de la mentira para justificar una guerra que era fácil atribuir a las ansias imperialistas y la estupidez de los dirigentes no funcionan del mismo modo cuando te enfrentas a una forma de mal absoluto (la Alemania nazi) o, más tarde, a una siniestra amenaza global (el imperio soviético). En esos momentos, como ocurre ahora con los “pacifistas” que repiten el argumentario del Kremlin con respecto a Ucrania, el término pacifista podía significar otra cosa: el admirador de regímenes totalitarios, el que sentía más odio hacia las democracias occidentales que amor por la paz, el que empleaba dos varas de medir. Pero también hemos visto cómo la información que presentan las democracias para justificar intervenciones bélicas puede ser falsa: para mi generación, el ejemplo más claro son las armas de destrucción masiva en Irak. Falsedad en tiempos de guerra es una lectura fascinante que nos ayuda a entender la propaganda, la Primera Guerra Mundial y el funcionamiento de los medios. Parte de su interés reside en una rara combinación de ingenuidad e inteligencia que sirve para iluminar su tiempo y el nuestro. [Prólogo a Falsedad en tiempos de guerra, de Arthur Ponsonby, Athenaica, 2023]