Quemando los libros: una historia de la destrucción deliberada del conocimiento

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El 10 de mayo de 1933 se organizó en Berlín una hoguera en Unter den Linden, la avenida más importante de la capital. Aquel lugar tenía una gran resonancia simbólica: frente a la universidad y adyacente a la catedral de San Hedwig, la Ópera Estatal de Berlín, el Palacio Real y el hermoso monumento conmemorativo de Karl Friedrich Schinkel. Una entusiasta multitud de casi cuarenta mil personas contemplaba a un grupo de estudiantes que desfilaba ceremoniosamente hacia la hoguera portando el busto de un intelectual judío, Magnus Hirschfeld (fundador del innovador Instituto de Ciencias Sexuales). Coreando «Feuersprüche», una serie de ensalmos al fuego, arrojaron el busto sobre los miles de volúmenes de la biblioteca del instituto, a los que habían añadido libros de judíos y de otros escritores «no alemanes» (entre ellos destacados comunistas y homosexuales) arrebatados de las librerías y las bibliotecas. En torno a la pira había filas de jóvenes con uniforme nazi haciendo el saludo de «heil Hitler». Los estudiantes estaban ansiosos por congraciarse con el nuevo Gobierno y aquella quema de libros era una estratagema publicitaria cuidadosamente planeada. En Berlín, Joseph Goebbels, el nuevo ministro de Propaganda de Hitler, pronunció un enardecido discurso que fue retransmitido por todo el mundo: ¡No a la decadencia y a la corrupción moral! ¡Sí a la decencia y a la moralidad en la familia y el Estado!… El alemán del futuro no será solo un hombre de libros, sino un hombre de carácter. Es para ese fin para el que queremos educaros… Hacéis bien en arrojar a las llamas el mal espíritu del pasado. Esta es una gran hazaña, firme y simbólica. Aquella noche se produjeron escenas similares en otras noventa localidades a lo largo y ancho del país. A pesar de que muchas bibliotecas y archivos de Alemania permanecieron intactos, las hogueras eran una clara advertencia del ataque al conocimiento que el régimen nazi estaba a punto de desencadenar. El conocimiento sigue siendo objeto de ataques. Hoy en día, corpus organizados de conocimiento siguen estando en el punto de mira, como siempre ha ocurrido a lo largo de la historia. Con el tiempo, la sociedad ha confiado la conservación del conocimiento a las bibliotecas y los archivos, pero en la actualidad estas instituciones se enfrentan a múltiples amenazas. Son blanco de individuos, grupos e incluso Estados cuyo propósito es negar la verdad y erradicar el pasado. Al mismo tiempo, las bibliotecas y los archivos experimentan una disminución en la cuantía de su dotación. A este constante declive de recursos viene a sumarse el surgimiento de empresas tecnológicas, que privatizan eficazmente el almacenamiento y la transmisión del conocimiento de forma digital y trasladan algunas de las funciones de las bibliotecas y los archivos sufragados con fondos públicos al ámbito comercial. La motivación de dichas empresas es muy diferente de la que ha impulsado a las instituciones que tradicionalmente han puesto el conocimiento al alcance de la sociedad. Si empresas como Google digitalizan miles de millones de páginas de libros y los hacen asequibles por internet y si firmas como Flickr proporcionan almacenamiento digital gratuito, ¿qué sentido tienen las bibliotecas? Justo en el momento en que la financiación pública sufre esta presión extrema, constatamos que las instituciones democráticas, el Estado de derecho y la sociedad abierta están también amenazados. La propia verdad está siendo atacada. Por supuesto, eso no es nada nuevo. George Orwell ya lo puso de manifiesto en 1984, y sus palabras suenan desconcertantemente reales hoy en día si pensamos en el papel que las bibliotecas y los archivos deben desempeñar en defensa de las sociedades abiertas: «Había la verdad y lo que no era verdad, y si uno se aferraba a la verdad incluso contra el mundo entero, no estaba uno loco». Las bibliotecas y los archivos se han convertido en el soporte fundamental de la democracia, el Estado de derecho y la sociedad abierta, puesto que son organismos que existen para «aferrarse a la verdad». Como es sabido, la idea de que pudieran existir «hechos alternativos » ya fue sugerida por Kellyanne Conway, consejera presidencial de Estados Unidos, en enero de 2017. Estaba respondiendo a las críticas sobre la afirmación de Trump de que la multitud que había asistido a su ceremonia de investidura había sido mayor que la de Barack Obama cinco años antes, cuando las imágenes y los datos mostraban todo lo contrario. Fue un oportuno recordatorio de que la conservación de la información sigue siendo una herramienta clave para la defensa de las sociedades abiertas. Salvaguardar la verdad contra la proliferación de «hechos alternativos» significa capturar esas verdades y las declaraciones que las desmienten para tener puntos de referencia en los que la sociedad pueda creer y confiar. Las bibliotecas son fundamentales para el sano funcionamiento de la sociedad. Pese a haber trabajado en bibliotecas durante más de treinta y cinco años, llevo usándolas desde hace mucho más tiempo y he visto el valor que aportan. Este libro debe su existencia a mi propio enfado por los recientes fracasos en todo el mundo — tanto deliberados como fortuitos — a la hora de garantizar a la sociedad que puede confiar en las bibliotecas y los archivos para la conservación del conocimiento. Los reiterados ataques a estas instituciones a lo largo de los siglos han de ser examinados como una tendencia preocupante en la historia de la humanidad, mientras que deberían elogiarse los asombrosos esfuerzos que hacen las personas para proteger el conocimiento que albergan.

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El descubrimiento de que el Ministerio del Interior había destruido deliberadamente en 2010 las tarjetas de desembarque que documentan la llegada al Reino Unido de la «generación Windrush» pone de manifiesto la importancia de los archivos. El Gobierno también había puesto en marcha una política de «ambiente hostil» con la inmigración, que exigía que los migrantes del Windrush demostrasen su continuada residencia en el Reino Unido o de lo contrario serían deportados. Sin embargo, se les había prometido la ciudadanía mediante la Ley de Nacionalidad Británica de 1948 y habían acudido de buena fe al Reino Unido, que se enfrentaba a una grave escasez de mano de obra tras la segunda guerra mundial. En la primavera de 2018, el Ministerio de Interior admitió la deportación errónea de por lo menos 83 de estos ciudadanos, once de los cuales ya habían muerto, hecho que provocó un clamor público. Me impactó la absurdidad de una política, instigada y agresivamente promulgada por un departamento gubernamental (bajo el liderazgo de Theresa May, que acababa de ser nombrada primera ministra en el momento en que la situación salió a la luz), que había destruido la principal prueba que habría permitido a muchas personas demostrar su ciudadanía. Aunque la decisión de destruir los registros se tomó antes de la aplicación de la política y probablemente no fuera malintencionada, sí puede que lo fuera la insistencia del Ministerio de Interior en el trato hostil. Escribí un artículo de opinión en el Financial Times en el que señalaba que la conservación de esta clase de conocimiento era vital para una sociedad abierta y sana, como de hecho lo ha sido desde el inicio de nuestras civilizaciones. Desde el momento en que los seres humanos se agruparon en comunidades organizadas, con la necesidad de comunicarse unos con otros, se propició la creación de conocimiento y el registro de información. Por lo que sabemos, en las primeras comunidades, dicho conocimiento adoptó la forma de información oral, y el único registro permanente que se ha conservado aparece en forma de imágenes: pinturas realizadas en paredes de cuevas o incisiones de símbolos sobre piedra. Desconocemos por completo la motivación que los llevó a realizar aquellas marcas; los antropólogos y los arqueólogos tan solo pueden hacer conjeturas razonables. En la Edad de Bronce, las comunidades eran más sofisticadas y tenían una mejor organización. Cuando los grupos nómadas se asentaron y empezaron a establecer comunidades fijas, dedicadas a la agricultura y a una primitiva industria, comenzaron también a desarrollar jerarquías de organización con familias gobernantes, jefes tribales y demás, que dirigían al resto de la comunidad. Estas colectividades, a partir aproximadamente de 3000 a. C., empezaron a guardar registros escritos. Gracias a estos primeros archivos, y a los documentos hallados en ellos, conocemos una sorprendente cantidad de detalles acerca de cómo funcionaban aquellas sociedades. En otros documentos la gente empezó a plasmar sus pensamientos, ideas, observaciones y relatos. Todo eso se conservó en las primeras bibliotecas. Este proceso de organización del conocimiento pronto requirió del desarrollo de habilidades específicas, entre ellas el registro del conocimiento y las técnicas de copiado. Con el tiempo estas tareas redundaron en la creación de funciones especializadas, similares, en líneas generales, a las del bibliotecario o archivero. Bibliotecario procede de la palabra griega biblos, que significa ‘libro’.* El término archivero viene de la voz latina archivum, que hace referencia tanto a los registros escritos como al lugar donde se guardan. Los orígenes de esta palabra derivan del griego archeia, que significa ‘registros públicos’. Las bibliotecas y los archivos no fueron creados ni gestionados con el mismo propósito que tienen hoy en día, por lo que resulta peligroso trazar analogías entre aquellas colecciones antiguas y las actuales. Aun así, estas civilizaciones crearon cuerpos de conocimiento y desarrollaron habilidades para organizarlos, y hoy en día todavía podemos reconocer algunas de estas prácticas, como los catálogos y los metadatos. Las funciones de bibliotecario y de archivero solían combinarse con otras, como la de sacerdote o administrador, pero fueron diferenciándose y adquirieron visibilidad en la antigua Grecia y Roma, donde las bibliotecas estaban a disposición del público, y la creencia de que el acceso al conocimiento es un elemento esencial en una sociedad sana empezó a cuajar. Todavía se conserva una lista de los nombres de los hombres que desempeñaron el cargo de bibliotecario jefe de la Gran Biblioteca de Alejandría durante los siglos III y II a. C.; muchos de estos personajes eran también reconocidos como destacados eruditos de su tiempo: Apolonio de Rodas (cuyo poema épico sobre Jasón y el vellocino de oro inspiró la Eneida) y Aristófanes de Bizancio (inventor de una de las primeras formas de puntuación). Los depósitos de conocimiento han sido siempre una parte esencial en el desarrollo de las sociedades desde su concepción. Pese al cambio radical que han experimentado las tecnologías de creación de conocimiento y las técnicas para la conservación, es sorprendente lo poco que han variado sus funciones nucleares. Ante todo, las bibliotecas y los archivos recopilan, organizan y conservan el conocimiento. Mediante regalos, traslados y compras han ido acumulando tablillas, rollos, libros, periódicos, manuscritos, fotografías y otras formas de documentar la civilización. Hoy en día, estos formatos se han extendido a través de los medios digitales, desde los archivos de procesamiento de textos hasta los correos electrónicos, las páginas web y las redes sociales. En la antigüedad y en la época medieval, la labor de organización de las bibliotecas tenía connotaciones sagradas: los archivos de los antiguos reinos de Mesopotamia solían guardarse en los templos, y el rey Felipe Augusto (conocido también como Felipe II) de Francia instauró el «Trésor des Chartes» (tesoro de los fueros). Al principio era una colección «móvil», pero en 1254 quedó depositada en una serie de salas construidas para este propósito en el lugar sagrado de la Sainte- Chapelle de París. Las bibliotecas y los archivos forman parte de la historia general de la difusión de ideas gracias al desarrollo y la publicación de sus catálogos, la provisión de salas de lectura, el patrocinio de becas, la publicación de libros, la realización de exposiciones y, recientemente, a través de la digitalización. La creación de las bibliotecas nacionales a partir del siglo XVIII y de las bibliotecas públicas desde el XIX extendió considerablemente el papel desempeñado por estas instituciones en la transformación de la sociedad. En el meollo de todo esto se encuentra la idea de conservación. El conocimiento puede ser vulnerable, frágil e inestable. El papiro, el papel y el pergamino son altamente combustibles. El agua puede dañarlos fácilmente al igual que el moho que se crea por la elevada humedad. Los libros y los documentos pueden ser robados, destrozados y manipulados. La existencia de archivos digitales puede ser todavía más efímera debido a la obsolescencia tecnológica, la inestabilidad de los medios de almacenamiento magnético y la vulnerabilidad de todo conocimiento publicado en internet. Como ha podido comprobar todo aquel que se ha encontrado con un enlace roto en la red, sin conservación no puede haber acceso. Los archivos son diferentes de las bibliotecas. Estas son acumulaciones de conocimiento que se va incrementando libro a libro, a menudo con un gran propósito estratégico, mientras que los archivos documentan directamente las acciones y los procesos de toma de decisiones de instituciones y Administraciones, incluso de Gobiernos. A veces las bibliotecas albergan también este tipo de material — el formato impreso del Journal of the House of Commons, por ejemplo—, pero los archivos están por naturaleza llenos de información, a menudo de carácter mundano, cuya lectura no va dirigida al gran público. Mientras las bibliotecas se ocupan de las ideas, las ambiciones, los descubrimientos y las imaginaciones, los archivos detallan los asuntos rutinarios pero vitales de la vida cotidiana: la propiedad de las tierras, las importaciones y exportaciones, las actas de comités y los impuestos. Las listas suelen ser un aspecto importante: tanto si son listas de ciudadanos registradas en un censo como si son listas de inmigrantes que llegan en barco, los archivos están en el corazón de la historia porque documentan la aplicación de las ideas y los pensamientos que pueden ser plasmados en un libro. La otra cara de la moneda es, sin duda, que la importancia de los libros y del material de archivo es reconocida no solo por aquellos que desean proteger el conocimiento, sino también por quienes quieren destruirlo. A lo largo de la historia, bibliotecas y archivos han sido objeto de ataque. En ocasiones, los bibliotecarios y los archiveros han arriesgado y perdido la vida en aras de la conservación del conocimiento. Mi propósito es examinar una serie de episodios clave acontecidos a lo largo de la historia para destacar los distintos motivos que han impulsado la destrucción de los depósitos de conocimiento, y las respuestas urdidas por la profesión para hacer frente a ella. Los casos individuales en los que hago hincapié (y podría haber elegido entre otros muchos) nos ilustran acerca del período en que tuvieron lugar y resultan fascinantes de por sí. Los motivos de los Estados que continúan borrando la historia se analizarán en el contexto de los archivos. Dado que el conocimiento se crea cada vez más en forma digital, se examinarán los desafíos que plantea dicha realidad para la conservación del conocimiento y para la salud de las sociedades abiertas. El libro finaliza con algunas sugerencias de cómo podrían mejorar los apoyos a las bibliotecas y los archivos en sus contextos políticos y económicos, y como conclusión, para destacar su importancia, se plantean cinco funciones que desempeñan estas instituciones para la sociedad, en beneficio de aquellos que ocupan cargos de poder. Las propias bibliotecas y los archivos destruyen conocimiento diariamente. De forma rutinaria se desechan libros duplicados cuando solo se necesita una copia. Las bibliotecas pequeñas están incorporadas muchas veces a establecimientos más grandes, un proceso que a menudo desemboca en que el conocimiento se conserva en la biblioteca más grande, pero a veces, por accidente o diseño, se pierden materiales únicos. Los archivos están diseñados en torno a un proceso llamado estimación, un sistema de eliminación y conservación. No todo puede o debería conservarse. Aunque esto pueda parecer inaceptable e incomprensible para los historiadores, la idea de que todo documento debería conservarse es económicamente insostenible. Gran parte de lo que se destruye en estos procesos es información que ya está guardada en otro lugar. Los procesos de selección, adquisición y catalogación, así como los de eliminación y conservación, nunca son actos neutrales. Los llevan a cabo seres humanos que trabajan en sus respectivos contextos sociales y temporales. Los libros y las revistas que hoy en día ocupan las estanterías de las bibliotecas, o que están disponibles a través de nuestras bibliotecas digitales, o los documentos y registros de contabilidad que se encuentran en nuestros archivos, están allí gracias a la acción humana. Por consiguiente, la conducta pasada de las personas implicadas en la creación de colecciones estaba sujeta a sesgos, prejuicios y a su personalidad. La mayoría de las bibliotecas y los archivos tienen grandes carencias en sus colecciones, «silencios» que a menudo limitan gravemente el modo en que el registro histórico trata, por ejemplo, a la gente de color o a las mujeres. Cualquiera que utilice estas colecciones hoy en día ha de ser consciente de dichos contextos. Asimismo, se invita a los lectores de este libro a que tengan en cuenta estos contextos históricos y que recuerden que en el pasado la gente actuaba de forma diferente. Al examinar la historia de las bibliotecas y el modo en que han evolucionado sus colecciones a lo largo del tiempo estamos contando, en muchos aspectos, la historia de la supervivencia del conocimiento mismo. Cada uno de los libros que existen hoy en estas instituciones, todas las colecciones que reunidas constituyen cuerpos más amplios de conocimiento, son supervivientes. Hasta la llegada de la información digital, las bibliotecas y los archivos tenían estrategias bien desarrolladas para la conservación de sus colecciones: el papel. Las instituciones compartían la responsabilidad con sus lectores. A cada nuevo lector de la Bodley, por ejemplo, se le solicita todavía que prometa formalmente «no introducir en la biblioteca, o encender en su interior, ningún fuego ni llama», tal como se ha hecho durante más de cuatrocientos años. Las principales estrategias de conservación consistían en mantener niveles estables de temperatura y humedad relativa, evitar las inundaciones y los incendios y tener las estanterías bien organizadas. La información digital es por naturaleza menos estable y requiere un enfoque mucho más dinámico, no solo en lo relativo a la propia tecnología (como formatos de archivo, sistemas operativos y software). Estos desafíos se han visto amplificados por el uso generalizado de servicios en línea proporcionados por grandes empresas tecnológicas, especialmente aquellas que están presentes en el mundo de las redes sociales, para quienes la conservación del conocimiento es un aspecto puramente comercial. Al colgar cada vez más memoria del mundo en internet, lo que hacemos es externalizar esa memoria a las principales empresas tecnológicas que ahora controlan la red. Antes se utilizaba la expresión «búscalo» con el significado de localizar algo en el índice de un libro impreso o ir a la entrada alfabética correspondiente de una enciclopedia o un diccionario. Ahora quiere decir teclear una palabra, un término o una pregunta en el cuadro de búsqueda y dejar que el ordenador haga el resto. La sociedad valoraba el entrenamiento de la memoria personal e incluso ideaba sofisticados ejercicios para perfeccionar la capacidad de memorización. Esos tiempos ya pasaron. No obstante, la comodidad de internet implica riesgos, puesto que el control que ejercen las grandes empresas tecnológicas sobre nuestra memoria digital es enorme. Actualmente, algunas organizaciones, entre ellas las bibliotecas y los archivos, se esfuerzan por recuperar el control a través de la conservación independiente de las páginas web, las entradas de blog, las redes sociales e incluso los correos electrónicos y otras colecciones digitales personales. «Nos ahogamos en información, pero padecemos hambre de conocimiento», señaló John Naisbitt ya en 1982 en su libro Megatendencias. Desde entonces se ha acuñado el concepto de «abundancia digital» para ayudar a la comprensión de un aspecto importante del mundo digital, que mi vida cotidiana como bibliotecario a menudo me hace tener en cuenta. La cantidad de información digital al alcance de cualquier usuario con un ordenador y una conexión a internet es ingente, demasiado inmensa para poder comprenderla. Hoy en día, a los bibliotecarios y los archiveros les preocupa cómo buscar de manera efectiva a través de la masa de conocimiento disponible. El mundo digital está lleno de dicotomías. Por un lado, nunca ha sido más fácil la creación de conocimiento ni más sencillo copiar textos, imágenes y demás formas de información. El almacenamiento de información digital a gran escala no solo es posible, sino increíblemente barato. Sin embargo, almacenar no es lo mismo que preservar. El conocimiento almacenado por las plataformas en línea corre el riesgo de perderse, puesto que la información digital es extremadamente vulnerable tanto a la negligencia como a la destrucción deliberada. Existe también el problema de que el conocimiento que creamos mediante nuestras interacciones cotidianas es invisible para la mayoría de nosotros, pero puede ser manipulado y utilizado contra la sociedad con fines comerciales y políticos. Para muchas personas preocupadas por la invasión de la privacidad, su destrucción puede ser un efecto deseable a corto plazo, pero en última instancia podría ir en detrimento de la sociedad. Tengo la fortuna de trabajar en una de las bibliotecas más grandes del mundo. Formalmente fundada en 1598, la Bodleiana de Oxford abrió por primera vez sus puertas a los lectores en 1602 y desde entonces ha gozado de una continuada existencia. Al trabajar en una institución como esta, me doy cuenta constantemente de los logros de los bibliotecarios del pasado. En la actualidad, dicha biblioteca tiene más de trece millones de volúmenes impresos en su colección, además de miles y miles de manuscritos y archivos. Ha acumulado una amplia colección que incluye millones de mapas, partituras musicales, fotografías, misceláneas y un sinfín de cosas diversas. Entre ellas petabytes de información digital como revistas, conjuntos de datos, imágenes, textos, correos electrónicos. Las colecciones están depositadas en cuarenta edificios que datan del siglo XV al XXI, y que tienen por sí mismos una historia fascinante. La colección Bodleiana contiene la primera edición completa de las obras de Shakespeare (1623), la Biblia de Gutenberg (c. 1450) y manuscritos y documentos de todo el mundo: el mapa Selden de China del período Ming tardío o la obra maestra iluminada del Romance de Alejandro del siglo XIV, por ejemplo. Estos ejemplares tienen historias asombrosas que narran cómo han ido sobreviviendo a lo largo del tiempo hasta llegar a las estanterías de la Bodleiana. La de esta biblioteca es en realidad una colección de colecciones, y los relatos de cómo llegaron dichos volúmenes allí han acrecentado su fama a lo largo de los últimos cuatrocientos años. Mi propia formación, hasta los dieciocho años, sufrió una transformación al tener la posibilidad de utilizar la biblioteca pública en mi ciudad natal de Deal. En aquel edificio descubrí el placer de la lectura. Al principio se trataba de evasión a través de la ciencia ficción (especialmente Isaac Asimov, Brian Aldiss y Ursula K. Le Guin), después leí a Thomas Hardy y a D. H. Lawrence, pero también a otros autores no británicos: Hermann Hesse, Gogol, Colette y muchos más. Vi que podía tomar prestados discos de vinilo y descubrí que la música clásica era algo más que la Obertura 1812 de Chaikovski: Beethoven, Vaughan Williams, Mozart. Podía leer periódicos «serios» y el Times Literary Supplement. Y todo eso gratis, algo sumamente importante porque mi familia no era rica y apenas había dinero para comprar libros. La biblioteca estaba (y sigue estando) gestionada por el Gobierno local, la mayoría de sus servicios son gratis para los usuarios y se financia con los impuestos locales con arreglo a las disposiciones legales establecidas en la Ley de Bibliotecas Públicas de 1850. En su momento esta idea suscitó oposición política. Mientras el proyecto de ley se abría paso en el Parlamento, el diputado conservador coronel Sibthorp se mostraba escéptico respecto a la importancia de la lectura para las clases trabajadoras y esgrimía el argumento de que a él «no le gustaba en absoluto leer y lo había detestado mientras estuvo en Oxford». El sistema de bibliotecas públicas que inauguró dicha ley sustituyó a un conglomerado de bibliotecas financiadas por donaciones, bibliotecas parroquiales, colecciones en cafeterías, salas de lectura de los pescadores, bibliotecas por suscripciones y clubes de libros, todo ello producto de la «era de mejoras» y del concepto de «conocimiento útil». Este término surgió del fermento de ideas del siglo XVIII. La Sociedad Filosófica Estadounidense fue fundada por un grupo de personajes prominentes, entre ellos Benjamin Franklin, en 1767, para «promover el conocimiento útil». En 1799, se constituyó la Real Institución «para difundir el conocimiento y facilitar la introducción general de los inventos mecánicos útiles y mejoras». Ambas organizaciones tenían bibliotecas para respaldar su trabajo. Las bibliotecas eran parte esencial de un movimiento más amplio que pretendía extender la educación en beneficio del individuo pero también de la sociedad en su conjunto. Un siglo después, o más, Silvia Pankhurst, la inspiradora y defensora de los derechos de las mujeres, escribió al director del Museo Británico pidiendo la admisión a la Sala de Lectura de la biblioteca: «Porque deseo consultar diversas publicaciones gubernamentales y otras obras a las que no puedo acceder de ninguna otra manera». Al pie de la carta de solicitud mencionaba el objeto de su estudio: «Obtener información sobre el empleo de las mujeres». La Ley de Bibliotecas Públicas permitió que las autoridades locales creasen bibliotecas públicas y las sufragasen mediante «tasas» (así se denominaban entonces los impuestos locales), pero este sistema era totalmente voluntario. Hubo que esperar hasta 1964 para que la Ley de Bibliotecas Públicas y Museos obligase a las autoridades locales a proporcionar bibliotecas, y hoy en día este sistema conserva un fuerte arraigo en la conciencia general como servicio valioso y parte de la infraestructura nacional de la educación pública. Pese a todo, las bibliotecas públicas del Reino Unido se han llevado la peor parte de la presión que los sucesivos Gobiernos han ejercido en los presupuestos destinados a las autoridades locales. Estas últimas se han visto constreñidas a tomar decisiones muy duras relativas a la administración y muchas han apuntado a las bibliotecas y las oficinas de registro del condado. Por consiguiente, de las 4.356 bibliotecas públicas que había en 2009/2010 en el Reino Unido han quedado 3.583 en 2018/2019: 773 han cerrado. En muchas comunidades las bibliotecas han pasado a depender cada vez más del voluntariado para continuar abiertas porque la cifra de empleados en el sector cayó por debajo de 16.000. La conservación del conocimiento es una lucha crucial en todo el mundo. En Sudáfrica, tras la caída del régimen del apartheid, la estrategia adoptada para ayudar a sanar a una sociedad desgarrada por la violencia y la opresión del siglo anterior fue la de «documentar minuciosamente el dolor del pasado para que una nación unificada pueda recurrir a ese pasado como fuerza galvanizadora en la inmensa tarea de reconstrucción». Se creó una Comisión de la Verdad y Reconciliación para «enfrentarse a su difícil pasado». Esta comisión servía para apoyar la transición de una sociedad de forma pacífica, y al mismo tiempo asumía — y afrontaba — la historia reciente y su impacto en la sociedad y en cada uno de sus ciudadanos. La comisión tenía aspectos políticos y legales, pero también objetivos históricos, morales y psicológicos; uno de los objetivos de la Ley de Promoción de la Unidad Nacional y Reconciliación era establecer «un cuadro lo más completo posible de la naturaleza, las causas y el alcance de las flagrantes violaciones de los derechos humanos». Eso se llevó a cabo en colaboración con los Archivos Nacionales de Sudáfrica, cuyo personal se empleó a fondo para garantizar que pudiera abordarse debidamente el pasado y que los registros estuvieran al alcance de la gente. No obstante, en Sudáfrica el énfasis no se puso en la apertura de los archivos estatales para encontrar la «naturaleza, las causas y el alcance» de lo que había salido mal, como había ocurrido en Alemania Oriental tras la caída del comunismo en 1989, sino más bien en las audiencias mismas, en las que los testigos crearon una larga historia oral que ahora forma un nuevo archivo.

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Los funcionarios del régimen del apartheid en Sudáfrica destruyeron documentos a gran escala y obstaculizaron así en todo momento la labor de la Comisión de la Verdad y Reconciliación; en su informe final dedicaron una sección entera a la destrucción de documentos. Lo dijeron sin rodeos: «La historia del apartheid es, entre otras cosas, la historia de la eliminación sistemática de miles de voces que deberían haber formado parte de la memoria de la nación». El informe culpaba al Gobierno: «La tragedia es que el anterior Gobierno destruyó sistemática y deliberadamente una ingente masa de registros estatales y documentación con la intención de eliminar pruebas incriminatorias y a la vez sanear la historia de un régimen opresor». La destrucción puso de relieve el papel fundamental que desempeñaban aquellos archivos: «La destrucción masiva de registros […] ha tenido gran impacto en la memoria social de Sudáfrica. Secciones enteras de memoria documental oficial, en especial sobre los entresijos del aparato de seguridad estatal del apartheid, fueron aniquiladas». Como veremos en el capítulo 12, en Irak, muchos de los archivos clave no fueron destruidos, sino que se trasladaron a Estados Unidos, donde todavía permanecen. Su retorno podría formar parte de otro proceso de «verdad y reconciliación» nacional en aquel país tan devastado por la guerra civil. Las bibliotecas y los archivos comparten la responsabilidad de preservar el conocimiento para la sociedad. Este libro se ha escrito no solo para hacer hincapié en la destrucción de dichas instituciones en el pasado, sino también para agradecer y homenajear el modo en que los bibliotecarios y los archiveros se han resistido. Gracias a su labor este conocimiento se ha ido transmitiendo de generación en generación, conservado para que la gente y la sociedad puedan evolucionar y buscar inspiración en este mismo conocimiento. En una conocida carta de 1813, Thomas Jefferson comparó la difusión del conocimiento con la manera en que una vela enciende a otra: «Aquel que recibe de mí una idea — escribió Jefferson — recibe instrucción sin disminuir la mía; aquel que enciende su vela con la mía, recibe luz sin que yo quede a oscuras». Las bibliotecas y los archivos son instituciones que cumplen la promesa de la vela de Jefferson: un punto de referencia esencial para las ideas, los hechos y la verdad. La historia de cómo se han enfrentado a los desafíos para garantizar la llama del conocimiento y hacer posible que ilumine a otros es compleja. Las historias individuales que contiene este volumen ilustran las múltiples maneras en que ha sido atacado el conocimiento a lo largo de la historia. La vela de Jefferson permanece encendida hoy gracias a los extraordinarios esfuerzos de los conservadores del conocimiento: coleccionistas, eruditos, escritores y especialmente los bibliotecarios y los archiveros, que son la otra mitad de esta historia. Ilustraciones: Quema de libros por los nazis Portada del libro Quemar libros, Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento Representacion-artistica-del-siglo-XIX-de-la-biblioteca-obra-del-artista-aleman-O.-Von-Corven