F. A. Hayek (1899-1992): Una semblanza moral

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Por Jesús Huerta de Soto F.A. Hayek ha sido una de las figuras intelectuales más importantes del siglo que ahora termina. Filósofo multidisciplinar, gran pensador liberal y Premio Nobel de Economía, Hayek escribió una amplísima obra que es cada vez mejor conocida, y que está teniendo tan gran influencia en los más variados ámbitos que los próximos años podrán calificarse, sin duda alguna, como los años de la “era de Hayek” en la historia del pensamiento económico, político y social. Ahora bien, y dejando en esta ocasión de lado el comentario intelectual de sus doctrinas, por otro lado cada vez mejor comprendidas, podemos preguntarnos ¿cuáles fueron las características más significativas de la personalidad de nuestro personaje? Aunque muy probablemente nuestro autor consideraría una innecesaria y pura “fatal arrogancia” el intentar exponer una semblanza moral de su persona, puede considerarse que todo lo que nos aproxime a la verdadera personalidad humana de Hayek nos ayudará a comprender mejor el verdadero sentido de su obra. Hayek nació en una familia de académicos y altos funcionarios en la que la vida intelectual y universitaria era muy valorada, pero nunca fue un estudiante brillante: una gran y desordenada curiosidad intelectual le impedían concentrarse con aplicación en las diferentes asignaturas. Según confesión propia, si tomaba apuntes no podía comprender lo que escuchaba e, incapaz de retener de memoria las explicaciones de sus profesores, se veía así obligado a reproducir siempre ex novo y con gran esfuerzo los razonamientos que deseaba exponer. Como indica en su artículo “Dos tipos de mente”, Hayek achacaba su fructífera capacidad intelectual precisamente al proceso mental, aparentemente desordenado e intuitivo, que le caracterizaba y que tanto contrastaba con la mente de otros teóricos de la Escuela Austriaca que, como Böhm Bawerk o el propio von Mises, dominaban absolutamente su materia y eran capaces de exponerla oral y verbalmente con gran rigor y claridad. Terminada la Primera Guerra Mundial, y tras regresar del frente (donde Hayek contrajo malaria y aprendió algo de italiano), nuestro personaje ingresó en la Universidad de Viena, entonces un hervidero de corrientes y discusiones intelectuales sin parangón en el mundo (un análisis riguroso del porqué se dio este fenómeno en la Viena de la posguerra está aún por hacer). Dubitativo entre la psicología y las ciencias jurídicas y sociales se decidió por estas últimas, especializándose en Economía Política de la mano de Friedrich von Wieser, quizás el representante más confuso y ecléctico de la segunda generación de economistas de la Escuela Austriaca de Economía. Según confesión propia, el Hayek de aquellos años no se diferenciaba mucho del resto de sus compañeros, en lo que a ideas políticas se refiere: era un socialista “fabiano” que, siguiendo los pasos de su maestro Wieser, pensaba que la benigna intervención del Estado era capaz de mejorar el orden social. Fue la lectura del análisis crítico del socialismo publicado por von Mises en 1922 con el título de Die Gemeinwirtschaft, la que hizo que Hayek abandonara los ideales socialistas que abrazó en su primera juventud (Robbins y Röpke, entre muchos otros, también tuvieron una experiencia semejante como resultado de la lectura del libro de von Mises). A partir de entonces, y gracias a una recomendación de Wieser, Hayek empezó a colaborar estrechamente con von Mises en el ámbito profesional (primero en la oficina de reparaciones de guerra que dirigía von Mises y después en el Instituto Austriaco del Ciclo Económico que éste había fundado) y en el académico (convirtiéndose en uno de los participantes más productivos del seminario de teoría económica que von Mises mantenía quincenalmente en su despacho de Secretario General de la Cámara de Comercio de Viena). Hayek debe a von Mises el punto de partida de casi todo lo que hizo en teoría económica. Gracias a von Mises, Hayek abandonó gran parte de la malsana influencia de Wieser y retomó el tronco fundamental de la concepción austriaca de la economía, que teniendo su origen en Menger, y habiendo sido enriquecida por Böhm Bawerk, von Mises se había propuesto desarrollar y defender frente a las veleidades de teóricos positivistas, como Schumpeter, o más proclives al modelo de equilibrio, como Wieser. Las relaciones entre el maestro von Mises y el discípulo Hayek fueron hasta cierto punto curiosas. Por un lado de gran admiración y respeto. Pero, por otro, de cierto distanciamiento, según las épocas y circunstancias. Debiéndose notar un cierto énfasis hayekiano por resaltar la independencia intelectual respecto de un maestro que, como reconocía el propio Hayek, a la larga la evolución de la propia realidad siempre terminaba poniendo de manifiesto que tenía razón. A partir de 1931, y gracias a otro discípulo de von Mises, Lionel Robbins, Hayek ocupó una cátedra hasta 1949 en la London School of Economics, convirtiéndose en el principal exponente en lengua inglesa de las aportaciones de la Escuela Austriaca de Economía. Hayek siempre mantuvo una exquisita cortesía académica con todos sus oponentes, a los que nunca achacó mala fe sino tan sólo el error intelectual. Así ocurrió, por ejemplo, en sus polémicas con los teóricos socialistas, con Keynes y con Knight y la Escuela de Chicago, a todos los cuales se opuso no sólo en cuestiones metodológicas (Hayek llegó a decir que después de la Teoría General de Keynes, el libro más peligroso para la ciencia económica habían sido los Ensayos sobre economía positiva de Milton Friedman), sino también en teoría monetaria, del capital y de los ciclos. Jamás tuvo una palabra de queja o de reproche, ni siquiera cuando fue objeto de injustos y furibundos ataques por parte de Keynes, o cuando fue vetado por los miembros del departamento de economía de Chicago, cuya arrogancia les impidió aceptar la entrada de un “teórico de la Escuela Austriaca” en sus filas (afortunadamente Hayek sí fue admitido -sin salario oficial, pues su remuneración fue pagada por una fundación privada- en el departamento de ciencias sociales y humanidades de esa misma Universidad, en cuyo seno Hayek pudo escribir su monumental obra sobre Los fundamentos de la libertad). Hayek no tuvo mucha suerte en el ámbito personal. En 1949 destrozó su familia cuando decidió divorciarse para casarse con su amor imposible de primera juventud: una prima suya que se casó con otro hombre y a la que reencontró por casualidad cuando fue a visitar a sus familiares vieneses tras la Segunda Guerra Mundial. El coste que para Hayek y su familia tuvo esta decisión fue enorme. Sus amigos ingleses, encabezados por Robbins, le abandonaron, y parece ser que el disgusto del divorcio le costó la vida a su primera mujer (aunque éste es un tema “tabú” sobre el que Hayek y sus más próximos allegados nunca quisieron hablar). El caso es que nuestro personaje no se reconcilió con Robbins hasta muchos años después, con motivo de la boda de su hijo Lawrence, y se vio obligado a “exiliarse” en los Estados Unidos a lo largo de los años 50 y parte de los 60. Durante esos años Hayek empezó, además, a sufrir importantes achaques de salud: primero fueron problemas metabólicos que le dejaron extraordinariamente delgado, después una sordera creciente le convirtió en un intelectual hasta cierto punto distante en el trato personal; por último, agudos y recurrentes ataques de depresión le dejaban postrado e intelectualmente improductivo durante largas temporadas. (En el prólogo de Derecho, legislación y libertad, declara que, en algunos momentos, llegó a pensar que los problemas de salud que le aquejaban le impedirían acabar el libro). No sabemos hasta qué punto estas duras experiencias personales reafirmaron en Hayek el convencimiento sobre la importancia vital que los comportamientos morales de tipo pautado tienen para preservar la vida individual y social del ser humano, pero leyendo el énfasis que Hayek da en sus obras a este tema, uno se lleva la impresión de que este aspecto de sus ideas ha sido escrito por alguien que, por experiencia propia, sabía muy bien de lo que estaba hablando. Todos estos achaques de salud (física y mental) desaparecieron, casi milagrosamente, cuando Hayek recibió el Premio Nobel de Economía en 1974. A partir de entonces sintió que salía de su aislamiento académico, e inició una frenética actividad que le llevó a viajar por todo el mundo exponiendo sus ideas y logrando culminar varios libros más (el último de ellos La fatal arrogancia: los errores del socialismo fue publicado cuando casi contaba 90 años de edad). Hayek siempre quiso mantenerse al margen de la actividad política. Es más, consideraba incompatibles el rol del intelectual (que tenía que hacer de la verdad científica el norte de su vida) y el papel del político (siempre obligado a someterse al dictado de la opinión pública de cada momento para conseguir votos). Por eso consideraba que a la larga serían mucho más productivos los esfuerzos dirigidos a convencer a los intelectuales (de ahí su éxito a la hora de crear la Sociedad liberal Mont Pèlerin) o a cambiar el estado de la opinión pública (Hayek disuadió de entrar en política a Anthony Fisher, convenciéndole de que sería mucho más útil crear el Institute of Economic Affairs y más tarde la Atlas Research Foundation, para expandir el ideario liberal por todo el mundo). De modo que sin las iniciativas estratégicas tomadas por Hayek no cabe concebir que se hubiera producido el cambio en la opinión pública y en el ámbito intelectual que llevó a la revolución liberal-conservadora que tuvo lugar (y aún hoy continúa) en los EE.UU. de Reagan y en la Inglaterra de Margaret Thatcher, y que tanta influencia está teniendo en todo el mundo. Por último hemos de hacer un breve comentario sobre las relaciones de Hayek con la religión. Bautizado como católico, desde joven abandonó la práctica religiosa y se hizo agnóstico. No obstante, con el paso de los años fue comprendiendo cada vez mejor, en general, el papel clave que la religión tiene para estructurar el cumplimiento de las normas pautadas que fundamentan la sociedad y, en particular, la importancia que los teólogos españoles de nuestro Siglo de Oro tuvieron como precursores de la moderna ciencia económica y social. Es más, en 1992, el pensador católico Michael Novak sorprendió al mundo intelectual cuando hizo pública la extensa conversación personal que el papa Juan Pablo II y Hayek mantuvieron antes del fallecimiento de éste, de manera que existen signos inequívocos de la gran influencia que el pensamiento de Hayek tuvo en la encíclica Centesimus Annus y en particular en sus capítulos 31 y 32, todos ellos llenos de importantes aportaciones hayekianas. Nunca sabremos si este agnóstico declarado, en los últimos momentos de su vida, pudo dar los pasos que son necesarios para comprender y aceptar a ese ser supremo “antropomórfico que superaba, con mucho, su capacidad de comprensión”. Pero de lo que si podemos estar seguros es de que comprendió como nadie los riesgos del endiosamiento de la razón humana y el papel clave que tiene la religión para evitarlos, hasta el punto de que, como indica Hayek en la última frase que escribió en su último libro, “de esta cuestión puede depender la supervivencia de toda nuestra civilización”.