La Filosofía del dinero de Georg Simmel

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Por Gustav Schmoller El 20 de mayo de 1889, el Dr. Georg Simmel sostuvo en mi seminario de ciencia política una conferencia sobre la “psicología del dinero” que luego también apareció en este anuario (1889: 1251 y ss.).[2] Era el germen del significativo libro que, tras haber publicado uno de sus fragmentos aquí (813 y ss.), ahora está disponible para nosotros como Filosofía del dinero. Tengo, así, en cierto modo, una relación personal con el libro y, por eso, quisiera exhibir sucintamente su contenido, caracterizar su punto de vista y sus objetivos. Simmel no busca, por ejemplo, exponer una nueva teoría del dinero en el sentido de la economía política. Toma como materia prima lo que sabemos sobre el dinero en términos históricos y a partir de la economía política para utilizarlo de manera sociológica y filosófica, para extraer conclusiones psicológicas, sociológicas y culturales. Pero, naturalmente, las preguntas más generales de la teoría del dinero y de la economía política se ven enriquecidas en la misma medida que la sociología y la historia cultural. Las cuestiones fundamentales del valor, de la división del trabajo y del crédito se destacan en todas partes en la investigación y obtienen una nueva iluminación mediante el tratamiento psicológico y filosófico del dinero. Pero se podría decir que la finalidad verdadera del libro es averiguar que ha hecho la economía monetaria, especialmente la moderna del siglo XIX, de los seres humanos y la sociedad, de sus relaciones e instituciones. En cierto modo, el dinero aparece como el centro, la clave, la quintaesencia de la vida y la ambición económica moderna. Esto ha de ser explicado y expuesto en su esencia. Intentaré, antes que nada, hacer un análisis del contenido fundamental del libro. Un primer capítulo trata el tema “Valor y dinero”. Parte de la contraposición entre el mundo de las realidades naturales y el de los valores: el primero obedece a sus propias leyes, mientras que, en el caso del último, nuestra alma [Seele][3] realiza sus inferencias de manera por completo independiente de aquel, ordenando los objetos, pensamientos y sucesos de manera autónoma. En primer término, la constitución de valores es un proceso subjetivo. El valor no se adhiere a las cosas, es el resultado de la estimación individual. Pero todo valor, una vez que surge, sin embargo, se enfrenta de nuevo al yo como algo autónomo. No es nada más que un producto de nuestro sentimiento subjetivo y momentáneo, pero tiene una doble posición. Atribuimos a un fenómeno un valor teórico, religioso, estético o moral en cuanto vive en nuestra alma un orden objetivo que corresponde a estos ámbitos. Existen exigencias, ideales y normas en nosotros que actúan en cualquier constitución de valores y le imprimen el sello de la objetividad al juicio de valor consumado. Creemos que la naturaleza y la estructura de las cosas determinan estos valores, sentimos los valores como estables, por el contrario, nuestra estimación subjetiva como inestable. Colocamos estos valores a una distancia de nosotros, en cierto modo, fuera de nosotros a partir de nosotros, y, con esto, los despojamos de su subjetividad. Los vemos como una propiedad de las cosas. De esta forma podemos equivocarnos, pero vemos algo objetivo en todo valor que se subordina a una norma. La causa es que nos podemos objetivar a nosotros mismos, podemos aparecernos nosotros mismos como algo que está frente a nosotros, y esto sucede a partir de elementos que otorgan normas y que acogen normas. “Lo objetivo en la práctica es la subordinación de la totalidad de los subjetivo a normas o garantías.” (Simmel, 1989 [1900]: 15).[4] Tampoco el valor económico puede ser algo puramente subjetivo en el individuo. El ser humano no sigue meramente sus instintos subjetivos, sino que los domina como medios, dificultades, sacrificios. Así, se produce una distancia entre sus deseos y sus objetos a través de la que recibe una imagen objetiva de ellos. El sujeto autoconsciente valora una cantidad de objetos, los compara, juzga los obstáculos y a partir de ahí también surge una apreciación objetiva de los valores económicos. La representación sensible, meramente subjetiva, del valor deseado recibe su medida a través de la consideración de las dificultades, las renuncias, los sacrificios. Lo que es intercambiado de modo recíproco aparece como si tuviera un valor intrínseco. El valor de una cosa se objetiva de tal forma que por él se sacrifica otra cosa. El intercambio es la forma de vida y la condición del valor económico. “Lo decisivo para la objetividad del valor económico, que delimita el ámbito económico como autónomo, es la trascendencia de los principios de su validez por encima del sujeto individual.” (Simmel, 1898 [1900]: 58-59). El sacrificio y el provecho están frente a frente. Todo trabajo es un sacrificio. Lo económico es lo que cuesta sacrificio. La utilidad y la escasez no son los fundamentos últimos del valor, sino la deseabilidad, por tanto, la relación de los deseos. Solo el intercambio hace de la escasez un aspecto del valor. El primer capítulo contiene, entonces, los lineamientos fundamentales de una teoría del valor que está caracterizada mediante descripciones del proceso de objetivación psicológica de las representaciones de valor. Con esta caracterización se alude a la forma en que el proceso de la constitución del valor es acompañado constantemente por elementos ideales o normativos y es regulado por ideales. El segundo capítulo, “El valor sustancial del dinero”, es aquel que de forma más vasta se introduce en lo específico de la economía política. Ofrece la perspectiva monetaria del autor en términos de economía política. Una teoría del desarrollo histórico-filosófico del dinero constituye el trasfondo de toda la investigación. Simmel quiere evidenciar que el dinero, esencialmente, solo en el comienzo de la cultura ha tenido y se vio obligado a tener valor sustancial, que, no obstante, el desarrollo económico superior tiende a despojarse del valor sustancial y hace del dinero cada vez más un mero símbolo del valor. “[E]l concepto puro del dinero […]” (Simmel, 1989 [1900]: 197) solo se alcanza donde se ha convertido en mera expresión pura de todo valor intrínseco del valor de las cosas que se miden entre sí.

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La verdad de esta demostración está condicionada por la comprensión que se tenga del dinero. El argumento, por cierto, está guiado por medio de disquisiciones penetrantes, matemáticas, y mediante ingeniosas analogías con otros ámbitos de la vida. No puedo compartir estos argumentos, no puedo adoptar estos resultados. O más bien: admito que existe una tendencia de ese tipo, pero no puedo adoptar la nomenclatura bajo la cual Simmel sitúa los fenómenos del dinero, es decir, la historia de la moneda así como el desarrollo del crédito. Quisiera designar lo que Simmel llama dinero simbólico como fenómenos crediticios. Por otra parte, en los detalles me parece que Simmel se expresa de una forma muy brusca. Un ejemplo: Simmel dice que la utilización del oro y la plata para fines técnicos y estéticos ya no puede realizarse en cuanto circulan como dinero. Una función tiene que desplazar a la otra. Aquí, según mi opinión y conocimiento, es verdad que la moneda acuñada, el dinero propiamente, surgió cuando se diferenciaron los anillos, las joyas, los dados y discos de metales preciosos que antaño fueron utilizados al mismo tiempo como ornamento y medio de pago. Los cilindros de metal precioso acuñados como moneda no dejaron por completo de ser joyas, pero sí en lo fundamental, es decir, los objetos de metal producidos como joyas dejaron de ser dinero. Las joyas tomaron formas más distinguidas, nobles, satisfaciendo el sentido estético. Pero incluso hoy en día, por ejemplo, la mitad de los metales preciosos se utilizan como moneda y la otra para otros fines. Y no solo en el caso de las joyas constituye la sustancia un presupuesto para el valor de la pieza singular, sino también en lo que respecta a la moneda. Una pieza de veinte marcos tiene su valor a causa de los 7,1685 gramos de oro fino que contiene y esta cantidad de gramos dependen en su valor del hecho de que el oro es deseado para producir cosas ornamentales superfluas. La utilidad marginal que surge de esta manera actúa de modo retroactivo sobre el valor de toda pieza de oro. Dice Simmel (1989 [1900]: 177): “El valor de la sustancia monetaria como tal yace en que tienen que sacrificarse todas sus posibilidades de uso para que sea dinero”. Eso no me parece muy atinado para la pieza de oro singular. El orfebre la puede convertir en una pieza ornamental en cualquier momento. En todo caso, esto no es cierto para el oro y la plata que, hoy en día, de un modo muy extenso, aún pueden utilizarse para otros fines distintos a los monetarios. Sin embargo, también Simmel da cuenta del desarrollo que va del dinero sustancial al simbólico solo como una tendencia que no puede alcanzar su objetivo de modo completo. Muestra explícitamente todas las razones que contradicen esa tendencia, principalmente, los abusos de la economía del papel moneda. Admite que, por eso, la sustancia monetaria debe conservar valor de escasez, que la transición completa al ideal del dinero simbólico le quita su sustento al medio de pago. Respecto a esta consideración limitante, se consuela con la indicación de que la mayoría de las tendencias del desarrollo, por ejemplo, aquellas que se hacen visibles en el individualismo o en el socialismo, no podrían imponerse por completo, sino que en la práctica se desvían de sus objetivos. Quisiera dudar de la contundencia de este paralelo: el socialismo es un complejo de representaciones ideales simplistas que está constituido desestimando otras que tienen los mismos derechos. El ideal de Simmel del dinero simbólico es una propuesta práctica singular que es irrealizable porque el dinero simbólico del gobierno que mayor confianza merece no representa un valor con tanta seguridad como el oro y la plata. En la historia del dinero y la moneda, que es una continuación del fragmento publicado en el anuario de 1899, Simmel se atiene a los hechos reales, pero presenta con predilección el enfoque sobre el dinero simbólico. En este contexto, hace visibles muchas sutilezas y verdades, pero, probablemente, no se satisface por completo el punto de vista contrario. Lo que dice sobre el acuerdo de pago vía crédito es indiscutible, pero todo eso no es tanto una victoria del dinero simbólico, como una configuración más delicada del crédito. Cualquiera de tales configuraciones del crédito supone dinero en metal. Los más ricos del mundo y las ciudades comerciales más florecientes de los distintos periodos de la economía monetaria basaron todos los pagos de sus créditos en un buen dinero en metal, con valor sustancial. El tercer capítulo, “El dinero en las series teleológicas”, parte del hecho de que la acción humana, con una cultura cada vez mayor, solo alcanza sus objetivos al introducir entre el propósito y su consecución series de medios cada vez más extensas y complicadas. La herramienta es el medio más importante, el dinero la herramienta más importante que hace posible por primera vez la división del trabajo y la circulación. El ser humano es el animal que fabrica herramientas y se propone fines. Con el establecimiento de fines surgió la memoria, con el dinero, el medio de todos los medios que puede servir a todos los fines pensables. Con el dinero su dueño puede desarrollar todos los fines económicos, mientras que el trabajador cualificado solo puede ocuparse en su especialidad, las materias primas y las máquinas solo pueden servir a fines determinados. Por eso, el dinero siempre es superior a las mercancías y el comprador que posee dinero lo es frente a las personas que venden trabajo o mercancías. Las personas adineradas son las que, en coyunturas de crisis y bonanza, siempre ganan. Por eso, se enfrentan siempre con la sospecha de la ganancia injusta, la desconfianza y el reproche de la falta de carácter. Simmel describe luego los privilegios de la riqueza, su poder, la forma en que gasta dinero el rico y el pobre, el afán de ganar dinero como lo encontramos a menudo entre ciertas clases oprimidas, por ejemplo, los judíos y otras que viven en una tierra extranjera, para luego arribar al importante hecho de que el dinero de una manera muy fácil se transforma de medio en fin en sí mismo. Delinea las situaciones económicas y las atmósferas espirituales que producen estas consecuencias y, así, llega a una discusión sutil de la codicia y la avaricia, del abuso de poder del adinerado, del derroche y la pobreza. Se trata aquí de la psicología de la economía monetaria en todos sus aspectos. Concluye Simmel con investigaciones sobre los efectos de la cantidad de dinero, es decir, muestra la diversidad de sentimientos de los seres humanos frente a sumas monetarias grandes y pequeñas, cómo surgen diferencias cualitativas a partir de diferencias cuantitativas, cómo de esta manera se forma un umbral de la conciencia económica que deja caer muchas cosas por debajo de su línea de demarcación, mientras otras las eleva por encima de ella. No podemos agotar las numerosas observaciones que Simmel presenta en este contexto y que espían la vida. Mencionamos solo lo siguiente: el materialismo de nuestra época tiene una raíz común a la economía monetaria. Quien reduce todos los intereses al dinero es indiferente a las formas de tipo estético y moral. La orientación cognitiva de nuestra época, que busca reconducir todas las diferencias cualitativas a diferencias cuantitativas, se presenta en paralelo a la economía monetaria: en el dinero una de las tendencias más importantes de la vida –la reducción de la cualidad a la cantidad– alcanza su representación más externa y completa. Así cierra la primera mitad, la parte analítica. Sigue la sintética, que también se divide en tres capítulos. El cuarto trata la forma en que surge “la libertad individual” con la economía monetaria. Es una investigación de las instituciones jurídicas y económicas, en la medida en que están influenciadas por el dinero, y de sus efectos psíquicos para el individuo. Simmel comienza su consideración sobre la “libertad individual” con la indicación de que el desarrollo histórico transcurre en una alternancia ininterrumpida de vinculación y desvinculación, obligación y libertad. La libertad es sentida cuando antiguos apremios ceden en puntos particulares. La nueva obligación que surge al mismo tiempo, es sentida solo con posterioridad como un apremio. Luego acentúa Simmel la diferencia de la obligación personal de uno frente al otro en tanto el derecho del beneficiario se extienda inmediatamente sobre la personalidad del trabajador o solo al producto de su trabajo o, finalmente, al producto, en y por sí, más allá del tipo de trabajo y de si es el trabajo propio de quien está obligado frente al derechohabiente. Con estas diferencias crece el margen de maniobra de la libertad. A partir de ahí, llega el autor a la discusión de la esclavitud, la servidumbre y el trabajo libre, es decir, al rol del dinero en estas transformaciones, al avance de la libertad personal. Sitúa a la par el desarrollo que va de la transferencia de bienes en la forma del robo y el regalo hacia el intercambio, de la circulación natural hacia la monetaria. Lo último se impone a partir de la posibilidad de fraccionar y utilizar de forma ilimitada el dinero: la circulación monetaria no facilita simplemente el intercambio necesario de propiedad, sino que a través de él incrementa la cantidad posible de valor para los partícipes y, a pesar de la nueva dependencia entre ellos, hace, no obstante, más libres e independientes a todos. Las relaciones y obligaciones, antaño limitadas a personas singulares, se expanden hacia miles de personas, pero, en cuanto el ser humano se vuelve dependiente de un número cada vez mayor de otros, al mismo tiempo, se hace independiente de la personalidad de ellos. Crece la independencia interior, el sentimiento de recogimiento individual, porque en las numerosas relaciones económicas actuales se eluden las relaciones singulares, un vínculo puede cambiarse por otro. La libre elección del patrón, del cliente, del vecino, del conviviente, engendra la independencia de los modernos habitantes de las grandes urbes. “Cada vez es más dependiente de la totalidad, cada vez es más independiente de lo particular.”[5] Así, en cierto sentido, crece tanto la obligación como la libertad, pero la primera es cada vez más soportable y la segunda produce más felicidad. Y todo esto sucede mediante la economía monetaria. De modo análogo, luego, son discutidas las cuestiones de la posesión y la propiedad, los sistemas de negocio y los contratos laborales en su relación con la economía monetaria. Son presentadas de forma psicológica la relación entre tener y ser, es decir, las consecuencias de la posesión, de las formas de posesión, de la posesión monetaria, y de las formas de pago. Son discutidas la autonomización del proceso económico completo, la explotación de toda propiedad en la forma de una renta monetaria, la relación entre economía monetaria y derecho privado, las formas que resultan históricamente de las relaciones de trabajo. A la creciente subordinación exterior del individuo en las grandes empresas de la economía monetaria se contrapone la libertad del trabajador y el funcionario a pesar de esta atadura. La subordinación no es personal, ya no abarca toda la vida, sino que se trata de una subordinación que resulta de motivos técnicos y, por eso, es soportable. Por último, se muestra cómo las diferentes formas de pago en las relaciones laborales y en otras transacciones se modificaron a causa de la economía monetaria, cómo toda formación de asociaciones y corporaciones se hace compatible con una mayor independencia del individuo y cómo la economía monetaria, el aumento de la individualización y la expansión de los círculos sociales son correlatos necesarios. El quinto capítulo, “El equivalente monetario de los valores personales”, nos conduce al núcleo íntimo de la historia de la cultura y las costumbres. Ha de responderse la pregunta de cómo y cuándo llegan los seres humanos a someter a la personalidad a una medida monetaria y al pago. Simmel nos expone el surgimiento y la esencia del rescate de sangre [Wergeld][6] y la esclavitud, la compra de mujeres y la pena monetaria. Contrapone la psique y la totalidad de la cultura de épocas primitivas a las de la época actual. En una descripción ingeniosa y muy certera del surgimiento del Cristianismo encuentra la clave para mostrar cómo los seres humanos llegaron a concebir al alma humana como un valor absoluto, más allá de toda medida monetaria: en el aumento infinito de los fines culturales y los medios culturales secundarios, en la distracción y el desconcierto de los seres humanos a causa de ello, que caracteriza a la época del hundimiento de la cultura grecorromana, ve él la necesidad histórico-psicológica de aquel entonces de encontrar un fin superior, que, por encima de todos estos pequeños medios y fines, los reúna: “[…] la salvación del alma y la riqueza de Dios.” (Simmel, 1989 [1900]: 491). Muestra cómo, a partir de ahí, surgieron nuevas valoraciones para todo lo restante, cómo, sin embargo, los seres humanos modernos, con la debilitación del sentimiento religioso, de diversas formas, perdieron este fin último y este concepto superior de valor, cómo, sin embargo, hay algo que no se perdió, o sea, la valoración de la personalidad como inmensamente inconmensurable frente a todos los otros valores. De ahí deriva Simmel los movimientos espirituales más importantes de la nueva historia y sus ideales, como, por ejemplo, los derechos humanos y la dignidad humana, y vuelve sobre una discusión especial de los problemas que, con la estimación valorativa monetaria, resultan para las instituciones sociales.

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Ofrece una teoría del derecho penal y la pena monetaria, discute las situaciones de derecho privado donde el dinero reemplaza a otras mercancías o servicios. Luego busca ofrecer una historia y una explicación de la compra de mujeres. Para él se trata de un avance en una época primitiva que conduce a considerar a la mujer como valiosa, anuncia un mejor trato de las mujeres y una valoración individual de ellas, un avance que, con el pasaje del dinero a la dote, alcanzó su fin. Cree él que este último avance estuvo relacionado con la economía monetaria. Junto a ello, plantea que la prostitución, que observa en su propia esencia, su extensión y su naturaleza actual como un producto de la economía monetaria, y el matrimonio por compra, común en tiempos primitivos, en la época de la alta cultura son considerados como la peor ofensa tanto a la descendencia y la sociedad, como a la moral y las costumbres. El anuncio, como medio para el matrimonio, lo consideraría útil cuando sirve para evitar la principal dificultad del matrimonio en la actualidad, es decir, facilitar el encuentro de los que congenian. Pero como solo sirve al afán de dinero, le parece reprobable. También la corrupción, en su forma y extensión actuales, para Simmel es una consecuencia de la economía monetaria. Analiza la corrupción según sus diversos aspectos hasta llegar a la corrupción parlamentaria, político-electoral. Luego busca definir el concepto de elegancia como un tipo de valor sui generis. Busca en la elegancia, que no es accesible a ninguna suma de dinero, un contrapeso a los pecados de la economía monetaria, que con su nivelación hace descender más lo elevado que elevar lo bajo, que con su desinterés y frivolidad sirve con mucha facilidad a este achatamiento y desindividualización. A estas consideraciones agrega Simmel el reverso de la economía monetaria. Así, completa su elogio anterior de la independencia y dignidad personal que da o puede dar. Muestra que cuando en la vida estatal la prestación monetaria reemplaza a la personal, cuando, por ejemplo, los caballeros en vez de ofrecer su servicio, dan dinero, entonces fácilmente pierden su significado político, su estima social. A la inversa, el servicio militar obligatorio eleva al tercer estado, las clases inferiores, en tanto reemplaza a los mercenarios remunerados. Con esto conecta Simmel una discusión muy significativa del concepto de libertad. “La libertad […]”, dice él, “[…] en sí, es una forma vacía, que solo con un incremento de otros contenidos vitales, se convierte en algo actuante, vivo y valioso.” (Simmel, 1989 [1900]: 551). El campesino liberado ganó “[…] solo la libertad de algo, no la libertad para algo.” (Simmel, 1989 [1900]: 550). Se pregunta Simmel qué series de desarrollos se presentan en esos casos. En todos lados, donde la economía monetaria da libertades, sucede algo parecido. Engendra con la misma frecuencia inestabilidad, confusión e insatisfacción. Los seres humanos deben recordar que el valor monetario de las cosas no reemplaza totalmente lo que poseemos con las cosas y las relaciones. Todas las relaciones tienen valores que están más allá de todo valor monetario. Casi en ninguna parte el ser humano está satisfecho solo con dinero: el concertista, junto al dinero, quiere el aplauso, el comerciante no quiere meramente el pago, sino clientes fieles, satisfechos, elogiosos, el ministro no quiere solo su sueldo, sino el agradecimiento del monarca y la nación. Sin duda, estos valores personales se proyectan de diferentes formas más allá del valor monetario correspondiente. Sin embargo, en todas partes la sociedad descansa sobre los primeros. Donde vence el tráfico monetario en soledad, se presenta una pérdida de sustancia de la vida individual, un aflojamiento y desintegración de la sociedad. El capítulo cierra con una investigación de la conocida pregunta escolar [Schulfrage] de si todos los valores se pueden disolver en el trabajo, si es posible en sentido socialista un dinero del trabajo [Arbeitsgeld].[7] La “teoría del trabajo” tiene para Simmel una fuerza de atracción especial. “En el trabajo […]”, dice él, […] la corporalidad y la espiritualidad del ser humano, su intelecto y su voluntad ganan una unidad que permanece vedada a estas potencias en tanto se las contemple, en cierto modo, en una simultaneidad estática; el trabajo es la corriente unitaria en la que se mezclan como manantiales, borrando el divorcio de su esencia en la unidad de su producto. (Simmel, 1989 [1900]: 564). ¿Por qué no ha de hallarse, entonces, un medidor común para todos los valores? ¿Por qué no ha de lograrse reducir el trabajo espiritual a trabajo muscular como intentan los socialistas? Simmel inventa una serie de teorías para lograr el objetivo, llega a consideraciones que van mucho más lejos que las teorías socialistas actuales, teorías que, en cierto sentido, le parecen plausibles, pero que, bajo una crítica más aguda, no las considera fundadas de manera sólida. Para empezar pregunta: ¿es tal vez verdad que el trabajo espiritual no cuesta nada en absoluto porque hace uso de resultados que fueron transmitidos? Cuando el carpintero imita un modelo ancestral, sin duda, solo se adueña de algo que no hizo, de algo que en cierto sentido no le cuesta nada. Pero el inventor del modelo, no obstante, lo creó y el carpintero que lo imita ahora tiene que encontrar el modelo, tiene que poder imitarlo con habilidad. Entonces, tiene características espirituales de las que otros trabajadores no formados carecen. Pero tal vez hay que considerar todo trabajo superior como condensación del trabajo anterior y actual, y así encontrar el denominador común. El don innato, el talento heredado es el resultado del trabajo de generaciones. Tal vez, incluso se puede observar al genio como una acumulación especialmente afortunada de diferentes generaciones. Tal vez, el sentimiento estimativo parte de esos puntos de vista y le atribuye a diferentes trabajos, correspondientemente, un estatus diferente. Tal vez, se puede […] disponer la prestación de los trabajos de las culturas superiores en una serie de niveles desde el punto de vista de cuál es la cantidad de trabajo ya acumulado en las condiciones objetivas, técnicas, sobre la base de las cuales es posible un trabajo en particular. (Simmel, 1989 [1900]: 573). A Simmel esta teoría le parece irrefutable en términos generales, pero agrega que descansa sobre una abstracción muy artificial. Habría que añadir que esta teoría intenta componer una medida a partir de imponderables puramente inmensurables. Simmel recurre, pues, a una teoría sólida y realista: el trabajo manual común se basa en una alimentación más tosca, simple, en comparación con todo trabajo superior, distinguido, espiritual que se basa en una alimentación más compleja, cara, refinada, en efecto, requiere de un modo de vida estético, un ambiente que tiene que ser infinitamente más costoso. Pero, dice Simmel mismo, esta teoría no es reversible: una alimentación distinguida no engendra un trabajo superior y para el individuo particular que trabaja en tareas espirituales el requisito de tener una mejor alimentación y conducción de la vida vale en diversos grados. Solo para clases, épocas y pueblos completos pueden compararse los niveles relativos de las condiciones de vida y los rendimientos psicológicos. Existe esta relación, pero no puede ofrecer un medidor de valor certero. Finalmente, Simmel ensaya otra teoría: pregunta si no es todo trabajo, también el trabajo muscular, en último término “esfuerzo”, si no requiere todo trabajo la superación de la pereza y, entonces, si no podríamos también reducir el trabajo manual, despojándolo de su carácter tosco y plebeyo, a un gasto de energía psíquica. Todo valor radica al final en sentimientos, son estos los que medimos. Pero contra este argumento surge de nuevo una objeción: no todo trabajo es útil y, por tanto, valioso. Medir el valor de todo trabajo según el gasto psíquico de energía, solo podría resultar si todo trabajo fuese igualmente útil, lo cual busca producir artificialmente Marx en el tercer tomo,[8] donde da por sentada una regulación de la asignación de trabajo en la que todo su empleo corresponde a la necesidad. Así, se desmoronan estas teorías y con ellas se hace inaplicable la esperanza de un dinero del trabajo que, no obstante, solo sería posible si el trabajo pudiera medirse en el mismo sentido que el dinero, si el trabajo pudiera convertirse a tal punto en algo fungible como el oro o la plata acuñados. El valor del trabajo, el valor personal, no puede convertirse en medida de todos los valores como el dinero uniformemente fungible, que no deja de funcionar en ninguna parte, dinero que, por medio de sus características particulares, a menudo sirve para disminuir o potenciar la diversidad personal. El sexto y último capítulo, “El estilo de vida”, extrae los resultados finales: busca describir la esencia interna de la economía monetaria y, con esto, de la cultura moderna. En cuanto disuelve toda actividad humana en complejas series de medios y fines, la economía monetaria supera la emotividad inmediata de los fines humanos primordiales, arrincona las funciones sensibles que están asociadas a ello, racionaliza toda la vida, proporciona mayor peso a las funciones intelectuales. Todo se trata de manera racional, lo que a menudo parece cruel, falto de carácter. Los círculos liberales son los portadores de la intelectualidad y la economía monetaria. La concepción del mundo racionalista, al igual que la economía monetaria, se ha convertido en la escuela del egoísmo moderno y de la imposición despiadada del individuo. El Derecho, la intelectualidad y el dinero se caracterizan por la indiferencia frente a la peculiaridad individual. Los tres extraen de la totalidad concreta de los movimientos vitales un factor abstracto y general que se desarrolla de acuerdo a sus propias normas y de manera autónoma, e interviene desde ellas en aquella totalidad de intereses de la existencia, determinándola. (Simmel, 1989 [1900]: 609). Los tres se despojan de las normas de tipo disciplinar [fachlich] o ético. La igualdad jurídica y la economía monetaria le entregan en sus manos a los inteligentes las armas para engendrar la mayor desigualdad. El dinero se acumula como los conocimientos y la formación, la práctica del egoísmo crea cada vez mayores contrastes y durezas. Todo se concierta mediante el cálculo: en la política, mediante las mayorías, en la conducción de la vida, mediante el cálculo astuto, en los negocios, mediante el asiento y el balance contable. Por medio del carácter calculador del dinero se logró una precisión en la relación de los elementos vitales, una seguridad en la determinación de las equivalencias y las diferencias, una certeza en los compromisos y negociaciones, como la que resulta en el ámbito de la exterioridad con la generalizada expansión del uso del reloj de bolsillo. (Simmel, 1989 [1900]: 615). Ciertas fuerzas de la vida se intensifican mucho de esta forma, pero las fuerzas contrarias al cálculo y a la intelectualidad, fuerzas que atribuimos a Goethe, Carlyle y Nietzsche, se concentran en el trasfondo. De otro modo ilustra Simmel los resultados de la economía monetaria mediante una investigación de la esencia de la cultura y la división del trabajo. La cultura es despliegue de energía, incremento de valor. Se expresa en la creación de bienes culturales exteriores como muebles, obras de arte, máquinas y libros e instituciones sociales como el lenguaje, las costumbres, la Religión y el Derecho. Pero lo que produce objetivamente de esta forma tiene que retornar al sujeto, formar y transformar su interioridad, elevar los valores humanos interiores. Simmel caracteriza nuestra época a partir de la gran distancia que se abre entre la cultura objetiva y la subjetiva. La cultura objetiva se potencia como nunca antes, pero la cultura subjetiva interior aún no está a la par. La ciencia, la técnica, el arte y los medios de transporte se han perfeccionado de una manera indescriptible, pero los individuos no saben más, ni son mejores y ni más armónicos que hace cien años, por el contrario, son más básicos. Los seres humanos no se apoderan de los tesoros culturales objetivos. El estilo de vida está condicionado por esta discrepancia entre la cultura objetiva y la subjetiva. La división del trabajo es la causa. Con su especialización, su separación del trabajador y los medios de trabajo, y con su necesidad de componer toda aquella grandeza a partir de miles de detalles y prestaciones singulares, incrementa el stock objetivo de nuestra cultura así como dificulta la conservación y avance de la cultura subjetiva. Esto se explica en todas sus dimensiones para la familia, la vida femenina, el consumo y la vida política. Se originan “los mecanismos diferenciados de los que carece el alma.”[9] El estilo de vida actual se encuentra bajo el señorío de este hecho. Y el dinero es lo que hace posible la división del trabajo, produce la discrepancia. Este antagonismo es más visible en aquellas partes de nuestra vida donde el dinero ejerce su mayor acción. Ahí la cultura objetiva tiene la mayor preponderancia sobre la cultura subjetiva. Pero cuanto mayor es la mecanización de ciertos contenidos vitales por el dinero y la división del trabajo, en mayor medida pueden permanecer otros como algo interior y subjetivo. El prerrequisito es que los seres humanos, siendo íntegros, se apropien de la cultura objetiva. La pregunta es, sin duda, cuántos están en condiciones de apoderarse de esa cultura, si no se trata meramente de una pequeña fracción, mientras que la masa se hunde en un materialismo práctico. Sin embargo, Simmel no concluye con este pesimismo. Así, hace aún un último intento de describir la quintaesencia de nuestra vida moderna, su estilo vital, bajo el influjo de la economía monetaria, en cuanto muestra sus contenidos bajo el punto de vista de la distancia espiritual, el ritmo y la velocidad. Todas las representaciones y su contenido influyen a los seres humanos de diversas maneras de acuerdo a su cercanía o lejanía espiritual, de acuerdo al aumento o disminución de la distancia entre el centro de sus almas y ellas. Simmel busca reconducir todas las diferencias de los estilos artísticos, de las orientaciones científicas y de las instituciones sociales a este hecho. En este último respecto, por ejemplo, explica que actualmente el ser humano moderno coloca sus círculos próximos a distancia para acercar los lejanos. Una individualidad intensificada, el aflojamiento de los lazos familiares, la construcción de comunidades más vastas con académicos, con economías y con Estados lejanos, son el signo de la época. El dinero ocasiona y facilita esto, pero más lo hace la economía crediticia. Con esto se relaciona la sobreestimación de los medios por sobre los fines, la dependencia de los seres humanos del aparato técnico, cuyo avance se enaltece sin cuestionar si logramos nuestros fines últimos de esta manera. Olvidamos los fines superiores. La carencia de algo definitivo en el centro del alma motiva a buscar una satisfacción momentánea en estímulos, sensaciones y actividades exteriores siempre nuevas, así, por su parte, nos lleva esta carencia a una inestabilidad y un desasosiego confusos, que se pone de manifiesto ya sea como tumulto de la gran ciudad, ya sea como manía de viajar, ya sea como la salvaje cacería de la competencia, ya sea como la falta de lealtad en el ámbito del gusto, el estilo, las convicciones, las relaciones. (Simmel, 1989 [1900]: 675). Las consideraciones en torno a en qué medida transcurre la vida sexual, económica, política y cualquier otra en segmentos y oposiciones rítmicas o de una forma continuamente homogénea, y cómo interviene aquí el dinero, dejando su impronta sobre estos fenómenos, igual que aquellas consideraciones sobre la velocidad de la vida y la circulación económica sobre el efecto de concentración de la economía monetaria, sobre la bolsa y cosas similares, son cuestiones de detalle muy atractivas y faros muy iluminadores. Finalmente, la persistencia y el movimiento se presentan como categorías últimas de la comprensión del mundo que encuentran su síntesis en el carácter relativo del ser. El dinero aparece como su símbolo. Cuanto más se transforma la vida de la sociedad en una vida económico-monetaria, de una manera más efectiva y clara se marca el carácter relativista del ser en la vida consciente, puesto que el dinero no es ninguna otra cosa que la relatividad de los objetos económicos corporizada en una figura especial, relatividad que significa su valor. (Simmel, 1989 [1900]: 716). Cierro con esta oración de Simmel mi análisis del contenido para dar igualmente una imagen de su dicción y modo de presentación, ya que muy a menudo detallé verbalmente argumentos concisos. Para concluir buscaremos dar una explicación sobre el significado del libro. Si se quiere indicar el lugar de una obra científica en la bibliografía, entonces se tiene que responder a la pregunta sobre su actitud respecto a los escritos anteriores sobre el mismo objeto. Todas la monografías e investigaciones anteriores sobre el dinero no trataron en absoluto las preguntas esenciales que Simmel responde o solo las rozan, como, por ejemplo, el sobresaliente libro de Knies (1873/76 y 1885)[10] sobre el dinero que, a lo mejor, insinúa algunas cuestiones particulares, pero no las observa en detalle. Previamente tiene Simmel algunos antecesores en la economía política que tratan sobre la economía monetaria, la división del trabajo, el crédito y sus consecuencias, pero él desarrolla mucho más los lineamientos que resultan de ahí, sobre todo, en relación al ámbito sociológico, psicológico y filosófico. Cuanto más pobre es la formación filosófica de la mayoría de los teóricos de la economía política, más encomiable es aquel hombre que del material científico particular deriva resultados científico-sociales más generales. Así como Durkheim busca ofrecer un tratamiento sociológico-filosófico de la división del trabajo, Simmel busca hacerlo en relación con el dinero, o casi podríamos decir en relación con las formas económicas modernas en general. Pues va mucho más allá del dinero, agrupa todo lo que tiene que decir sobre la economía política moderna en torno al dinero como el centro de estos fenómenos. El problema al que quiere dar respuesta es, como ya advertimos, precisamente, la pregunta respecto a qué ha hecho el dinero y la economía monetaria del pensamiento, el sentir y el querer de los individuos, qué ha hecho de las relaciones sociales, de las instituciones sociales, jurídicas y económicas. La reacción de las instituciones más importantes de la economía moderna y del dinero sobre todos los aspectos de la cultura, ese es su tema. El tema es tan amplio, está relacionado a tal punto con todos los ámbitos del conocimiento –la respuesta depende de las últimas decisiones no solo del intelecto, sino del ánimo y del carácter de la individualidad implicada–, que no son posibles ni un agotamiento del tema, ni respuestas con las que se pueda estar de acuerdo en todos sus aspectos. He de señalar que un fuerte asomo de pesimismo se deja entrever aquí y allí. Podría hacer objeciones en relación a muchos aspectos, así como los hice más arriba para los puntos más importantes de mi disenso. Tendría ganas de preguntar por qué aquí y allí no se profundiza esta y aquella insinuación. En todos los lugares donde Simmel acentúa el reverso de la economía monetaria, mi forma más optimista de ver las cosas hubiera tendido a preguntar si eso que exhibe Simmel es una cuestión permanente o solo el resultado de su primera realización en el sistema económico, ¿no existen en la moral, las costumbres y el derecho los más omnicomprensivos medios para corregir estas consecuencias? Sin embargo, no parecen oportunas todas esas objeciones frente a un autor que abre nuevos caminos por una selva virgen, hasta ahora inexplorada, y que, con esto, nos ofrece una abundancia de los más considerables frutos, las más ricas enseñanzas. Las ideas fundamentales de Simmel, como las resumí más arriba, las considero correctas y un avance científico significativo. Quienquiera que busque discutir el significado general de la economía monetaria, tendrá que remitirse en el futuro a estas ideas. Solo un pensador instruido de modo filosófico y dialéctico, que, igualmente, domine ampliamente la economía política y la historia jurídica y económica, solo un erudito que se maneje soberanamente y con una fantasía productiva en este ámbito, que detecte y desarrolle con su observación nuevas relaciones, puede abrir esos frutos que igualmente enriquecen a la ciencia política y social, en tanto aclaran las grandes cuestiones vitales y morales de nuestro tiempo y nuestra cultura. Si se intenta pronunciar un juicio valorativo completamente general, falta aún darle algo de color a este comentario caracterizando la individualidad científica. En primer lugar, Simmel es un hombre ingenioso y un pensador serio. Una abundancia de puntos de vista, una riqueza prácticamente enorme de pensamientos se agitan en su cabeza. Es tan equitativo que no toma partido fácilmente. Ve las luces y sombras de cada fenómeno. Una serie de pensamientos evolucionistas ocupan un puesto destacado para él, nos presenta el juego eterno de la montaña rusa, de la elevación y la decadencia de los procesos históricos. Por eso, no es muy fácil comprender sus propósitos, tampoco su estilo y su forma de presentación es fácil de leer. Quien previamente no conozca de manera detallada el lenguaje filosófico erudito y las conexiones de economía política que él trata, luchará por seguir por todas partes la marcha de las observaciones e investigaciones sin un esfuerzo especial, luchará por dominar con claridad las conexiones. Su estilo es animado, interesante, excitante. Sobre todo, Simmel evita ser banal, decir lo obvio. Busca ofrecer más caviar que pan negro, antes bien aclarar con fuegos artificiales que con una lámpara de escritorio. Uno podría preguntarse si pensó en sí mismo cuando escribió: “El refinamiento externo de nuestro estilo literario evita la designación directa de los objetos, roza con las palabras solo un ángulo distante de ellos, en vez de las cosas, prácticamente, solo los velos que están alrededor de las cosas.”[11] Mientras trata él las transformaciones psíquicas e histórico-culturales de la sociedad a través de la economía monetaria, una y otra vez son enfocadas de modo sumario, y comparadas las grandes etapas de desarrollo de la religión, de la ciencia, del arte, de la vida estatal. Las inferencias de analogías sobre las mismas series de desarrollos de los ámbitos más diversos son un medio principal de su procedimiento de argumentación. En la demostración de las transformaciones económico-psicológicas y económico-institucionales se hace necesario una y otra vez comprimir en tres o cuatro páginas la quintaesencia de siglos y milenios. Allí tienen que alcanzar sugerencias que solo el conocedor entiende. Allí a menudo el lector atento tiene la impresión de estar ante un opulento juego de sombras chinescas que pasan muy rápidamente, cuyas líneas y colores quiere atrapar sin lograrlo. Simmel no construye, ni escribe sus textos de manera tendenciosa, sino que se presenta tal como piensa. Por tanto, no siempre, pero sí a veces nos encontramos ante un non liquet.[12] Cuanto más inmaduro e inculto sea el lector, con mayor facilidad y frecuencia apartará el libro moviendo la cabeza y dirá “esto no lo entiendo, esto es demasiado agudo para mí, demasiado artificial, con esto no puedo hacer nada”. También los incultos de la economía política actuarán así. Los socialistas de siempre olerán en él a un aristócrata. Pero tanto más agradecido estará con él el verdadero mundo científico constituido por los eruditos distinguidos. Quienes son capaces de leer cada capítulo difícil dos o tres veces lo harán con gusto y aprendiendo cada vez más. Me complace aún poder modificar y completar según los resultados de Simmel algunos aspectos de los capítulos de mi bosquejo sobre el dinero y el valor, capítulos que terminé hace largo tiempo. Me emociono en muchos sentidos con sus razonamientos. Mi objetivo en la doctrina de la economía política teórica es, sobre todo, junto a la fundamentación histórica, ofrecer una fundamentación psicológica más vasta y profunda. En la misma dirección se mueve la Filosofía del dinero de Simmel y tiene la ventaja de la formación especializada en filosofía, que a mí, a pesar de haber hecho alguno que otro estudio filosófico, me falta. Traducción de Gustav Schmoller (1901). Para las referencias bibliográficas agregadas al texto original véase la Introducción del traductor.↵ N. del T.: Refiere el autor al mismo anuario donde se publicó su reseña. ↵ N. del T.: Utiliza Schmoller este término en la acepción habitual de la filosofía alemana de la época, por tanto, sin ninguna connotación religiosa. ↵ N. del T.: El pasaje que cita Schmoller no existe como tal en Philosophie des Geldes, pero puede hallarse una formulación similar en el índice del libro donde Simmel (1989 [1900]: 15) refiere a “[l]o objetivo en la praxis como norma o garantía para la totalidad de lo subjetivo”. ↵ N. del T.: Si bien la idea a la que refiere Schmoller es completamente coherente con el planteo simmeliano sobre la libertad, la formulación a la que refiere no existe como tal en Philosophie des Geldes.↵ N. del T.: Sigo la traducción de este término que propone Ramón García Cotarelo en la versión castellana de Filosofía del dinero (Simmel, 2013 [1900]: 419 y ss). Como aclara allí el traductor: “El rescate de sangre fue una forma de compensación, normalmente el pago como reparación exigido a una persona culpable de homicidio u otro tipo de muerte ilegal, aunque también podía ser exigido por cualquier otro crimen serio” (ibíd.: 419). ↵ N. del T.: Utilizo aquí la traducción del término propuesta por Ramón García Cotarelo en Simmel (2013 [1900]: 486 y ss.). ↵ N. del T.: No aclara aquí Schmoller de qué obra se trata, cabe suponer que refiere a El Capital, cuyo tercer tomo fue publicado pocos años antes que esta reseña. ↵ N. del T.: Nuevamente, se trata de una expresión que podría atribuirse a Simmel, pero que no forma parte de Philosophie des Geldes.↵ N. del T.: Refiere Schmoller a Geld und Kredit, obra de Karl Knies publicada en tres tomos, entre 1873 y 1876, y reeditada en 1885.↵ N. del T.: La expresión que cita Schmoller probablemente es parte de otro escrito de Simmel ya que estas líneas no pertenecen a Philosophie des Geldes.↵ N. del T.: “[…] un ‘no está claro’”. *****Gustav von Schmoller fue un economista alemán y líder de la generación “joven” de la escuela historicista alemana de economía. Imagen principal.- Alt-Berlin, Waisenstraße, 1927 de Hans Baluschek. Museo Märkisches, Berlín