Salarios y nivel de vida en los barrios obreros británicos durante la revolución industrial

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Antonio Escudero Catedrático de Historia Económica (Universidad de Alicante) Uno de los capítulos de mi libro Minería e industrialización de Vizcaya analizaba la evolución del nivel de nivel de vida de los mineros vascos entre 1876 y 1936. Ello me obligó a leer buena parte de la bibliografía sobre el debate que pesimistas y optimistas han mantenido sobre el bienestar de la clase obrera británica durante la Revolución Industrial[1]. Este trabajo tiene la finalidad de divulgar dos conclusiones fruto de esas lecturas. La primera es que el nivel de vida de los obreros de las ciudades industriales británicas se deterioró durante la Revolución Industrial pese a que sus salarios reales aumentaron. La segunda es que la posterior mejora de su bienestar se debió no sólo al crecimiento de los salarios, sino a la intervención del Estado en la reforma sanitaria de las ciudades y en la regulación de las condiciones laborales ya que ello contribuyó a la desaparición de lo que los historiadores anglosajones han denominado urban penalty. En los últimos años, he publicado junto con otros colegas artículos sobre el nivel de vida en España y en algunas ciudades industriales del país. En otro trabajo que enviaré a De Re Historiographica se verá que las dos conclusiones concuerdan con lo que ocurrió entre 1876 y 1913 en los barrios obreros de la margen izquierda de Bilbao, en Alcoy y en La Unión. 1. El problema de la medición del bienestar La mayoría de los trabajos publicados antes de la década de 1980 estimaban el nivel de vida mediante la renta por persona o los salarios. Este punto de vista se fundamentaba en la teoría económica neoclásica, que sostiene que el bienestar es utilidad y, siendo ésta subjetiva, debe medirse mediante el ingreso monetario ya que su perceptor escoge en el mercado según sus gustos y preferencias. En las décadas de 1970 y 1980, aparecieron las primeras críticas a este indicador. Todas ellas argumentaban que el ingreso no siempre capta componentes del bienestar como esperanza de vida, educación, condiciones laborales, tiempo de ocio disponible, costes de la vida urbana o degradación del medio ambiente. La obra del premio Nobel de Economía Amartya Sen fue transcendental en este sentido ya que introdujo una nueva concepción del nivel de vida[2]. El ingreso monetario no es bienestar, sino un medio para lograr determinados fines (tener salud, satisfacer necesidades, escoger, disponer de tiempo de ocio, disfrutar de una larga vida…). Son esos fines lo que constituyen el nivel de vida y, para alcanzarlos, deben existir derechos de acceso (salud, educación, crédito y libertad). Partiendo de estos postulados, un grupo de economistas – entre ellos, el propio Sen – ideó a finales de la década de 1980 el IDH (Índice de Desarrollo Humano). Se trata de un indicador sintético que opera con tres variables que se ponderan al 33%: renta por persona, esperanza de vida y nivel educativo. En la década de 1990, la estatura media se asentó como indicador del llamado nivel de vida biológico. Antes de explicar por qué la talla es un indicador sintético del bienestar, conviene aclarar dos cuestiones. Contra lo que vulgarmente se cree, no es cierto que la estatura haya aumentado de modo constante a lo largo de la Historia, sino que ha experimentado ciclos. Por otro lado, aunque en ella existe una carga genética, es potencial y se altera por tres factores que, junto con lo genético, la determinan hasta los 21 años. Se trata de la nutrición, el desgaste físico y la morbilidad porque la talla es resultado del input nutricional neto, la diferencia entre el input nutricional bruto —los nutrientes ingeridos— y la energía gastada vía metabolismo basal, actividad física y enfermedades[3]. Si se me permite un ejemplo, al nacer, una persona posee una determinada carga genética, por ejemplo 1,70 centímetros de estatura. Sin embargo, esa carga es potencial y se altera por la acción de tres elementos que guardan relación con el bienestar: la alimentación, el trabajo juvenil y adolescente y la morbilidad, de manera que esa persona sobrepasará el 1,70 si desde su nacimiento a los 21 años se ha alimentado bien, no ha trabajado en su infancia y adolescencia y no ha padecido enfermedades. Por el contrario, si se alimenta mal, trabaja desde niño y padece frecuentes enfermedades, su estatura se reducirá. Todo ello hace de la talla un indicador sintético porque la nutrición nos informa sobre el ingreso y el desgaste físico y la morbilidad sobre otros elementos del nivel de vida como las condiciones laborales, el medio ambiente epidemiológico y el nivel sanitario. En las últimas décadas han aparecido nuevos indicadores sintéticos del bienestar, pero ni éstos ni tampoco el IDH o la estatura recogen todas sus dimensiones o lo hacen sin incurrir en juicios de valor. Tomaré como ejemplo el IDH, que es el más utilizado. Según este indicador, el ingreso monetario supone un tercio del nivel de vida; la esperanza de vida otro tercio y el nivel cultural el último tercio. ¿Por qué asignar un 33% a la renta y no un 40 o 50%? O al contrario: ¿por qué no asignar un 60 o 70% a la esperanza de vida? En otros términos: ¿Qué es preferible, ganar 4.000 euros mensuales trabajando en una mina subterránea o cobrar 1.000 siendo farero en el cabo de Santa Pola? ¿Qué es preferible, ser millonario y vivir 40 años o tener una renta digna y vivir 90? Dada una amplia gama de gustos y preferencias, toda ponderación contiene juicios de valor. Este problema irresoluble ha hecho que algunos investigadores propongan estudiar la evolución del nivel de vida “cruzando” varios indicadores. Esta es la metodología que he utilizado en mis trabajos y que emplearé en éste: contrastar la evolución de salarios reales, esperanza de vida y estatura. 2. Gran Bretaña: los salarios reales durante la Revolución Industrial Cuantificar los salarios reales durante un período pre-estadístico presenta tres problemas. El primero es hallar documentación fidedigna sobre salarios nominales. El segundo, convertirlos en salarios reales ya que, para deflactar, es preciso construir un índice del coste de la vida que contenga los precios al por menor de los bienes y servicios consumidos por los trabajadores y que también pondere la importancia cada bien y servicio en el consumo. El tercer problema es agregar cuando se desea estimar el salario medio ponderado del conjunto de los trabajadores ya que la bondad del cálculo dependerá del tamaño de la muestra al estar los mercados de trabajo muy segmentados y existir por lo tanto una amplia gama de oficios, categorías y salarios. Estos problemas explican las enormes diferencias que arrojan los salarios de los trabajadores británicos propuestos por distintos historiadores. Tomaré como ejemplo las estimaciones de Lindert y Williamson de 1983 y de Feinstein de 1998 (diagrama 1). Lindert y Williamson elaboraron su serie con una muestra pequeña de salarios nominales y con un índice del coste de la vida con pocos bienes y servicios y que no incluía el precio del alquiler de la vivienda. Como se observa en el diagrama, los salarios reales se multiplicaban por dos entre la década de 1810 y la de 1850. Este notable crecimiento del consumo unido al aumento de la esperanza de vida en Gran Bretaña y a una jornada laboral que pasó de 12 a 10 horas condujeron a estos autores a defender que el bienestar de los trabajadores aumentó durante la Revolución Industrial. Feinstein elaboró su serie con una muestra mayor de salarios nominales y con un índice del coste de la vida con más bienes y servicios incluido el alquiler de la vivienda. En palabras del propio Feinstein, “la serie dibuja una meseta entre 1783 y la década de 1830 y, entre 1810 y 1852, se comporta como una tortuga y no como la liebre de Lindert-Williamson”. En las últimas décadas, han aparecido nuevas series de salarios agregados o por oficios (Allen, Clark, Stephenson, Humphries…) y, aunque presentan diferencias, todas ellas ratifican que hubo un crecimiento moderado de los salarios. Ahora bien, ¿ese ligero aumento del consumo incrementó el bienestar de los obreros de los barrios de las ciudades industriales? 3. Urban penalty y nivel de vida en los barrios obreros de las ciudades británicas El término urban penalty fue en principio utilizado para definir la sobremortalidad urbana durante la Revolución Industrial y los antropómetras lo emplearon más tarde para referirse al descenso de la estatura urbana con respecto a la rural durante ese período[4]. La esperanza de vida en Gran Bretaña pasó de 37 años en 1790 a 41 en 1810 y se estancó en esta cifra hasta 1850. Sin embargo, en las grandes ciudades descendió, situándose entre 28 y 31 años, esto es, de 10 a 13 años por debajo de la media del país y siendo todavía mayor esa diferencia con respecto a las zonas rurales ya que, por ejemplo, en la década de 1840, la esperanza de vida en el campo era de 45 años y en los barrios obreros de Manchester, Liverpool y Glasgow de 26, es decir, 19 años menos. En cuanto a la estatura media de los varones, existe acuerdo en que disminuyó, aunque las estimaciones oscilan entre una caída de 3 y otra de 5,4 centímetros. También existe consenso en que la talla en las ciudades descendió más que en el campo y en que la estatura de los obreros de las grandes ciudades fue la que más disminuyó. No en vano, en la década de 1840, los cadetes de la academia de Sandhurst medían 20 centímetros más que los jóvenes de la misma edad reclutados en los barrios proletarios por la Marine Society y un inspector de fábricas textiles escribió en 1840 sobre los tejedores: “ Sus cuerpos se están deteriorando y su raza desciende con rapidez al tamaño de los liliputienses”. Los estudios etiológicos demuestran que la sobremortalidad de los barrios obreros fue consecuencia de enfermedades infecciosas transmitidas por agua, alimentos y aire. En algunos de mis trabajos, he explicado esa elevada morbi-mortalidad haciendo uso de la Teoría Económica y, más en concreto, de la parte de la Microeconomía que estudia los fallos de mercado y el modo de evitarlos mediante la intervención del Estado. Para el caso que nos ocupa, basta con considerar tres fallos de mercado: bienes públicos, información imperfecta y lentitud del mercado para ofertar con celeridad y en cantidad suficiente un bien preferente como es la vivienda. Un bien público es aquél de cuyo consumo no se puede excluir a nadie, de modo que ninguna empresa privada lo producirá debiéndolo hacer el Estado. Un ejemplo de información imperfecta es el que se produce a menudo en el mercado de los alimentos ya que los consumidores no pueden reconocer si están en buen estado – recuérdese el trágico episodio del aceite de colza-. En este caso, el fallo de mercado también se resuelve mediante la intervención del Estado a través del control bromatológico. Cabe asimismo la posibilidad de que la demanda de viviendas en una determinada zona crezca bruscamente como efecto de una rápida y masiva inmigración resultando imposible que la iniciativa privada las construya con rapidez. Siendo la vivienda un bien preferente, esto es, un bien sin el que no se puede alcanzar un nivel de vida digno, esa inelasticidad de la oferta debe paliarse mediante la construcción de casas baratas por el Estado. Las infecciones transmitidas por agua, alimentos y aire se debieron a los tres fallos de mercado que cito a continuación. La proliferación de infecciones por agua se debió a la ausencia de alcantarillado, un bien público que ninguna empresa privada construyó porque no podía evitar que cualquiera evacuara gratuitamente las aguas fecales en cubos a los sumideros de la calle. Las infecciones transmitidas por alimentos se debieron a que los consumidores no podían reconocer los que estaban en mal estado por la manipulación, las pésimas condiciones higiénicas de almacenes y tiendas o por la adulteración. Finalmente, las infecciones transmitidas por inhalación se debieron a una inmigración en “avalancha” a los barrios obreros que aumentó bruscamente la demanda de viviendas haciendo que los alquileres fueran tan altos que apareció el realquiler de habitaciones y con él el hacinamiento, hecho éste al que se sumó la construcción de calles estrechas y edificios altos con elevada densidad y compacidad. Todo lo anterior no significa que la sobremortalidad afectara también a las zonas residenciales de clases medias y burguesía. Aquí, la morbi-mortalidad fue menor porque estas familias compraban alimentos en tiendas con credenciales; consumían agua comprada a aguadores o tomada de sus aljibes y vivían en pisos grandes y en barrios con baja densidad y compacidad. Desde la década de 1820, el movimiento higienista propuso combatir la sobremortalidad de los barrios obreros mediante una reforma sanitaria que incluía las mismas medidas de intervención pública que hoy recomienda la Teoría Económica para combatir los fallos de mercado que he citado: alcantarillado, control bromatológico de alimentos, construcción de casas baratas y regulación de la urbanización. Sin embargo, hasta la década de 1850 no se inició la reforma sanitaria de Londres y hasta la de 1870 la de las otras ciudades británicas. Tres factores explican esa demora: 1) unos políticos liberales que criticaban el gasto público porque los impuestos detraían recursos invertibles en la agricultura, en el comercio o en la industria y cuya ética protestante consideraba la sobremortalidad consecuencia natural de la indigencia y de los malos hábitos de los pobres; 2) un sufragio censitario muy restringido tanto en las elecciones al parlamento como a los ayuntamientos; 3) unos grupos de presión opuestos a la reforma sanitaria: políticos conservadores, contribuyentes, compañías privadas de agua y de basuras, carniceros, tenderos, aguadores, dueños de mataderos y de tabernas e incluso médicos y farmacéuticos. Estos obstáculos desaparecieron gracias a la batalla emprendida por el higienismo y a las reformas electorales de 1832, 1867, 1872 y 1885, que establecieron el sufragio secreto y prácticamente universal. En 2011 apareció un libro de Floud, Fogel, Harris y Chul Hong en el que, tras recopilar información sobre salarios, consumo de calorías, necesidades calóricas por tipo de trabajo, morbilidad, esperanza de vida, talla y reforma sanitaria, estos historiadores ofrecen un modelo explicativo de la urban penalty que abarca tanto la sobremortalidad como el descenso de la estatura[5]. El modelo sostiene lo que sigue. Durante la Revolución Industrial, los salarios reales crecieron modestamente y también lo hizo la nutrición o input nutricional bruto de los trabajadores. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con su input nutricional neto o estatura por dos razones: duras condiciones de trabajo en la infancia y adolescencia y elevada morbilidad provocada por una urbanización anárquica que aumentó los riesgos de contraer enfermedades. Debo añadir que un reciente libro de Humphries ofrece datos definitivos sobre el aumento y la dureza del trabajo infantil durante la Revolución Industrial y que otro de Voth ha demostrado que las condiciones laborales empeoraron porque el número de horas de trabajo aumentó entre un 20 y 30% como consecuencia de la desaparición de los Saint Monday y de muchas fiestas religiosas[6]. El trabajo de Floud, Fogel, Harris y Chul Hong también ofrece una explicación de la progresiva desaparición de la urban penalty. Los salarios reales crecieron con mayor intensidad desde la segunda mitad del siglo XIX y también lo hizo la nutrición de los trabajadores habiendo ocurrido lo mismo con su estatura por tres razones que actuaron conjuntamente: esos mayores salarios, las leyes que mejoraron sus condiciones laborales y la reforma sanitaria de las ciudades.

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4. Conclusiones El nivel de vida de los trabajadores británicos durante la Revolución Industrial ha dividido a los historiadores entre pesimistas y optimistas. Por lo general, los historiadores marxistas han sostenido que el bienestar de los trabajadores se deterioró por culpa del capitalismo y los historiadores liberales que aumentó gracias al capitalismo. Tras una polémica que arrancó de la época de Marx y Engels, las investigaciones más recientes avalan el pesimismo ya que el ligero aumento de los salarios reales y del consumo de los obreros de las ciudades no pudo compensar el deterioro de sus condiciones laborales, el padecer más enfermedades y el fallecer jóvenes. Tras la Revolución Industrial, los salarios reales y el consumo crecieron y también lo hicieron la estatura y la esperanza de vida. Este aumento del bienestar se debió sin duda al mercado (mayor productividad y salarios), pero también a la intervención del Estado. Creo, pues, que el deterioro del nivel de vida durante la Revolución Industrial no se debió al capitalismo, sino a una determinada forma de capitalismo. Imagen 1: Lewis Hine: Breaker Boys (1910) Imagen2: Dos niños trabajando en una fábrica textil, Wikipedia Notas [1] ESCUDERO, A. (2002): “Volviendo a un viejo debate: el nivel de vida de la clase obrera británica durante la Revolución Industrial”, Revista de Historia Industrial, nº 21, pp. 13-59. [2] SEN, A. (1987): The standard of living. Cambridge University Press. Existe traducción española: SEN, A. (2001): El nivel de vida. Editorial Complutense. [3] Existe una sinergia entre desnutrición e infección: la desnutrición agrava las infecciones y, a su vez, las infecciones aumentan la gravedad de la desnutrición. [4] LINDERT, P. y WILLIAMSON, J. (1983): “English Workers Living Standards during the Industrial Revolution: a New Look”, Economic History Review, 36, pp. 1-25. FEINSTEIN, C. H. (1998): “Pessimism Perpetuated: Real Wages and the Standard of Living in Britain during and after the Industrial Revolution”, Journal of Economic History, 58, pp. 625-658 [5] Una amplia bibliografía sobre urban penalty se halla en ESCUDERO, A y NICOLAU, R. (2014): “Urban penalty: nuevas hipótesis y caso español (1860-1923)”, Historia Social 80, pp. 9-23. [6] FLOUD, R., FOGEL, R.W., HARRIS, B., and CHUL HONG (2011): The changing body. Health, Nutrition and Human Development in the Western Wordl since 1700. Cambridge University Press. El caso británico en el capítulo 4 del libro, pp. 134-195. [7] HUMPHRIES, J. (2010): Childhood and child labour in the British industrial revolution. Cambridge University Press, Cambridge.
VOTH, H.J. (2001): Time and Work in England, 1750-1830. Oxford, Clarendon Press, 2001. Fuente: conversacionsobrehistoria.info/