El resurgimiento y la amenaza del 'nacionalismo paranoico'

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Londres, Inglaterra, septiembre 3 (The Economist).- La gente busca fortaleza y consuelo en su tribu, su fe o su nación. Y puedes ver por qué. Si sienten empatía por sus conciudadanos, es más probable que se unan por el bien común. En los siglos XIX y XX, el amor a la patria impulsó a la gente a buscar su libertad de las capitales imperiales en países lejanos. Hoy los ucranianos están haciendo sacrificios heroicos para defender su patria contra los invasores rusos. Desafortunadamente, el amor por “nosotros” tiene un primo feo: el miedo y la sospecha hacia “ellos”, un nacionalismo paranoico que va en contra de valores tolerantes como la apertura a personas desconocidas y nuevas ideas. Es más, los políticos cínicos han llegado a comprender que pueden explotar este tipo de nacionalismo, avivando la desconfianza y el odio y aprovechándolos para su beneficio y el de sus compinches. El orden de posguerra de libre comercio y valores universales se ve tenso por la rivalidad entre Estados Unidos y China. La gente común y corriente se siente amenazada por fuerzas que escapan a su control, desde el hambre y la pobreza hasta el cambio climático y la violencia. Utilizando el nacionalismo paranoico, los políticos parásitos se aprovechan de los miedos de sus ciudadanos y degradan el orden global, todo ello en aras de su propio poder. Como describe nuestro Informe, el nacionalismo paranoico funciona mediante una mezcla de exageración y mentiras. Vladimir Putin afirma que Ucrania es una marioneta de la OTAN, cuyas camarillas nazis amenazan a Rusia. El partido gobernante de la India advierte que los musulmanes están librando una “jihad amorosa” para seducir a las doncellas hindúes. El presidente de Túnez denuncia un “complot” africano negro para reemplazar a la mayoría árabe de su país. Los predicadores del nacionalismo paranoico dañan a los objetivos de su retórica, obviamente, pero su verdadera intención es engañar a sus propios seguidores. Al inflamar el fervor nacionalista, los líderes egoístas pueden ganar el poder más fácilmente y, una vez en el cargo, pueden distraer la atención pública de sus abusos denunciando a los supuestos enemigos que, de otro modo, los mantendrían bajo control. Daniel Ortega, el presidente de Nicaragua, muestra cuán efectivo puede ser esto. Desde que regresó al poder en 2006, ha satanizado a Estados Unidos y calificado a sus oponentes de “agentes del imperio yanqui”. Controla los medios de comunicación y ha puesto a su familia en puestos de influencia. Después de que estallaron protestas masivas en 2018 por la corrupción y la brutalidad del régimen, los Ortega llamaron a los manifestantes “vampiros” y los encerraron. El 23 de agosto prohibieron a los jesuitas, orden católica que funciona en Nicaragua desde antes de ser país, con el pretexto de que una universidad jesuita era un “centro de terrorismo”. La agitación suele conducir al robo. Al igual que los Ortega, algunos líderes nacionalistas buscan capturar el Estado llenándolo de sus compinches o parientes étnicos. El uso de esta técnica durante el gobierno de Jacob Zuma, ex presidente de Sudáfrica, es una de las razones por las que la compañía eléctrica nacional está demasiado plagada de corrupción como para mantener las luces encendidas. Nuestro análisis estadístico sugiere que los gobiernos se han vuelto más nacionalistas desde 2012, y que cuanto más nacionalistas son, más corruptos tienden a ser. Pero el papel más importante del nacionalismo paranoico es el de herramienta para desmantelar los controles y equilibrios que sustentan el buen gobierno: una prensa libre, tribunales independientes, ONG y una oposición leal. En los países que han soportado el dominio colonial –o la interferencia de Estados Unidos, como muchos en América Latina– el mensaje encuentra una audiencia dispuesta. Si un líder puede crear un clima de sospecha tan profunda que la lealtad esté por encima de la verdad, entonces todo crítico puede ser tildado de traidor.