Por Valeria Moy Directora general Las economías de México, Estados Unidos y Canadá están profundamente integradas, lo sabemos todos. La relación comercial particularmente en lo que toca a las dos primeras ha creado dinámicas de integración que es difícil entender desde una perspectiva de meras cifras de exportaciones e importaciones. La amenaza del presidente Trump de imponer un arancel de 25% a todos los productos que entren a Estados Unidos provenientes de México y de Canadá —y de 10% a lo que provenga de China— es poco creíble. El porcentaje en sí mismo haría inviable mantener funcionales ciertas cadenas de suministro y el impacto inflacionario de la medida convocaría a que los sectores productivos de Estados Unidos se opusieran a ella. Pero no es el porcentaje la materia primordial de la amenaza. Sí lo es, en cambio, el tono que anticipa las conversaciones con el principal socio comercial del país. Hay quien opina, buscando espacios para el optimismo, que en México ya conocemos a Trump: ya se sabe cómo negocia, el peso que pone a las relaciones personales frente a la vía institucional, la amenaza como estrategia de negociación. Un pragmático, dirían. Pero el Trump con el que México —y el mundo— va a lidiar es otro. Es un señor que regresa a la Casa Blanca con un enorme respaldo político, sintiéndose agraviado —no importa si por razones reales o imaginarias—, y sobre todo empoderado por millones de ciudadanos que buscan otro estilo de gobierno. No sé si el propósito de la publicación del presidente Trump fuera dividir a sus socios. Tal vez solo abonó a profundizar una fractura que ya existía. Mientras en México debatimos si las amenazas son reales o no, Trudeau lo llama por teléfono. Pocos días después, el primer ministro canadiense, que también conoce la forma de gobernar de Trump, gestiona una visita que se enmarca en un evento social. Todos cenan y sonríen. Simultáneamente, surgen desde Canadá voces que le piden a Trump que por favor no confunda al país que tiene al norte de su frontera con el que tiene al sur. La división ya está ahí. La idea de una región integrada no es del agrado de Trump. La conversación de una región competitiva, de una América del Norte mayor que la suma de sus partes, se ha ido desvaneciendo entre los propios socios. Estados Unidos busca proteger su mercado, sus fronteras, sus inversiones. Canadá busca mantener un equilibrio con su socio y vecino. Si eso significa llamarle la atención a México en los temas que este no ha atendido, será lo que tenga que ser. Los acuerdos bilaterales volverán a estar sobre la mesa. El acuerdo comercial previo llevaba en el nombre esa integración regional. Pero el momento es otro. Lo que se construyó a partir del TLCAN podría verse amenazado por los afanes proteccionistas de los tres socios. Si la amenaza arancelaria pende continuamente de la cabeza de la economía mexicana el atractivo del país para atraer inversión —local y extranjera— se vería mermado. México debe tener una estrategia casi quirúrgica en la conversación con los dos socios comerciales y deberá, también, hacer la tarea. No se puede esperar que sea el tratado, ni los socios comerciales, ni los inversionistas quienes cambien las condiciones locales. Hay que construir capacidades: capacidad energética, capacidad de infraestructura, capacidad laboral, capacidad regulatoria, capacidad institucional. No son solo la amenazas, es la realidad. Hay que tomarlo en serio.