Por Juan Nicolás Garzón Acosta Profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, Universidad de La Sabana El legendario eslogan no oficial “Es la economía, estúpido” de la campaña a la presidencia de Bill Clinton en 1992 revelaba una verdad atemporal: la política económica siempre termina en el supermercado, la nómina y el ahorro familiar. Casi tres décadas después, mientras Trump satura sus discursos con la palabra “aranceles” y provoca una avalancha de titulares y reacciones globales, comprobamos nuevamente cómo las decisiones macroeconómicas se filtran en nuestra vida cotidiana. Vuelve el proteccionismo: ¿por qué apostar a un mundo más cerrado? Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos confió en el libre comercio como el motor de su prosperidad. La globalización floreció, el sistema de comercio se institucionalizó fundamentado en el principio de que el intercambio mundial es un juego de suma positiva, de manera que los beneficios de este podían cosecharse de manera colectiva. Trump tiene una perspectiva radicalmente opuesta y considera que el mundo ha progresado a expensas del interés de Estados Unidos. Esto constituye un giro respecto al orden económico liberal y apuesta a una política basada en el nacionalismo económico: restringir la entrada de productos extranjeros para favorecer la producción local y “poner a América Primero”. La materialización del sueño trumpista se enfrenta al hecho de que vivimos en un mundo altamente interconectado. Muchas industrias dependen de cadenas de suministro globales complejas. Esto significa que restringir el comercio mediante aranceles puede multiplicar los costos para negocios locales, afectando la competitividad y la generación de empleo. Un golpe al presupuesto familiar Los aranceles son, en esencia, un impuesto a las importaciones y como tal, su efecto se traslada al precio de las materias primas, los bienes intermedios y los bienes finales. Un kilo de carne argentino, una lavadora mexicana o un automóvil japonés pueden volverse más costosos para empresas y consumidores. Esto golpea especialmente a las clases medias y bajas, que cuentan con menos mecanismos para protegerse ante variaciones fuertes en los precios. Si por alguna razón piensa que este asunto solo debería preocupar a los consumidores norteamericanos, se equivoca. Buena parte de la producción nacional de textiles, manufactura o agroindustria en países como los de América Latina depende de insumos o maquinaria importada. El aumento de los aranceles incrementa los costes de producción, lo que se traduce en precios más altos para los consumidores finales. Como ya ocurrió en el pasado, una vez Estados Unidos se empeña en el uso de los aranceles como eje de su política, lo que termina propiciando es el desencadenamiento de una guerra comercial, cuyos efectos los suelen asumir los eslabones más débiles de la cadena como los países en desarrollo. El nacionalismo económico tiende a ser contagioso y se produce una vez los países entran en la lógica de las represalias comerciales, lo que conduce tanto a una reducción de intercambio mundial como a un aumento de precios debido a la reducción de la competencia global. Volatilidad e incertidumbre: enemigas del crecimiento y el empleo La incertidumbre comercial actúa como un potente freno para las actividades de inversión. Ante un entorno de negocios volátil, las empresas –tanto nacionales como extranjeras– tienden a adoptar una actitud cautelosa. Los proyectos de expansión se postergan, las nuevas contrataciones se congelan y los planes estratégicos se revisan con escepticismo. Este comportamiento defensivo no es casualidad: cuando las grandes economías imponen aranceles y los países responden con represalias, la incertidumbre sobre el futuro del comercio internacional se dispara. Los efectos en los mercados Los mercados financieros amplifican este efecto. Al percibir mayores riesgos, los inversionistas reducen su exposición a activos de países emergentes y buscan refugiarse en valores que consideran más seguros. Aquí surge una paradoja: en medio de una guerra comercial iniciada por Estados Unidos, el dólar estadounidense y los bonos del Tesoro se fortalecen como destinos del capital. Este “efecto refugio” tiene consecuencias concretas para países en desarrollo como los latinoamericanos: cada dólar que fluye hacia activos norteamericanos es un dólar que deja de llegar al resto del mundo. El resultado final es una presión alcista sobre las tasas de cambio. Con menos dólares disponibles en las economías locales y mayor demanda de la divisa estadounidense, el precio del dólar en moneda nacional tiende a dispararse. Esta dinámica propicia un círculo vicioso: monedas más débiles encarecen las importaciones y el costo de la deuda externa, lo que a su vez genera más incertidumbre y aleja aún más a los inversionistas. Para el ciudadano común, esto se traduce en precios más altos, créditos más caros, cargas impositivas mayores –para pagar una deuda pública creciente–, y en última instancia, menos oportunidades de empleo y crecimiento económico. Diversificar para protegerse Detrás de toda crisis se esconde también una oportunidad. Por ejemplo, la actual volatilidad financiera, con caídas en los mercados, permite acceder a activos que normalmente estarían fuera de alcance. Para aquellos interesados en invertir, y tomando en cuenta siempre que una inversión siempre lleva implícito un riesgo, este puede ser un buen momento para diversificar. Los fondos indexados tienden a no ser tan volátiles, minimizando riesgos; los bonos del Tesoro ofrecen cierta garantía y los bienes inmuebles en países estables pueden ser una alternativa razonable. Esta coyuntura también abre posibilidades estratégicas para empresas y gobiernos. Los exportadores pueden explorar nuevos mercados para reducir dependencias comerciales, mientras que los negocios locales pueden ganar competitividad ante el encarecimiento de las importaciones. Para concluir Al final la lección es clara: más que simplemente protegerse, los agentes económicos pueden aprovechar esta turbulencia para reposicionarse y ofrece una oportunidad para que el ciudadano común se interese en mejorar su conocimiento en finanzas personales. Quienes identifiquen y capitalicen estas oportunidades podrán salir beneficiados una vez pase la tormenta. Varios años después del gobierno Clinton, la ecuación sigue siendo la misma: las decisiones económicas en las esferas más altas del poder global terminan definiendo cuánto pagamos por la comida, qué tan asegurados tenemos nuestros puestos de trabajo y cuánto podemos ahorrar. Por eso los economistas, como dijo el estadounidense Robert Heilbroner, son los filósofos de la vida material.