Los ataques del presidente a la Iglesia Católica y a la comunidad judía estimularon el fanatismo y la intolerancia en las redes. Llamar a los sacerdotes hipócritas y acusar a los judíos de impedir la Cuarta Transformación hizo resurgir el odio y el resentimiento en varios sectores de la población. Nos gobierna un político con pus en la sangre. No puede evitar inyectar veneno a cada palabra y frase que pronuncia. Como dijo el Papa Francisco, en una entrevista, hay quienes tienen “amor a la caca” . Es la coprofilia, la atracción por la porquería, el buscar ensuciar y practicar el escándalo para satisfacer insanas pulsiones. Las “mañaneras” son eso: coprofilia. El presidente siente placer al manipular, tocar y oler los excrementos de la política. Trata de convertir todo en suciedad. Su naturaleza lo obliga a manchar, destruir, incendiar. Es el fanático que —como escribió el escritor judío Amos Oz— si piensa que algo es malo, lo aniquila junto con todo lo que lo rodea. El asesinato de dos jesuitas en las Sierra Tarahumara hubiera sido utilizado por un Jefe de Estado para tener a la Iglesia Católica de su lado en la lucha contra el crimen organizado. Pero él, no. Él prefiere humillar a los sacerdotes que piden cambiar la estrategia de seguridad. Los acusa de conspirar en contra de su gobierno y de ser manipulados por la “mano negra de los conservadores”. De tanto aventar estiércol ya comenzó a caerle el detritus encima. Por primera vez en cien años, la Iglesia Católica rompe el silencio y responde con severos cuestionamientos a un presidente por el que ya no siente respeto. “El señor presidente habla mucho, pero debe hacer más…”, dijo Omar Sotelo, director del Centro Católico Multimedial. “Yo no se que quiere decir ese señor con la mano negra…”, respondió el padre Javier Ávila. López Obrador quiere demostrar que tiene más poder que la Iglesia. Que su base de seguidores es superior a los 100 millones de católicos registrados y que su palabra tiene más influencia que la del cualquier jerarca eclesiástico. El presidente siente ser vocero del mismo Jesucristo. Cree ser el apóstol que lleva, desde las “mañaneras” la palabra del Mesías al pueblo de México. Por eso —al igual que Jesús con los fariseos— acusa a los jesuitas de ser hipócritas. López ha tenido problemas con la Iglesia Católica ortodoxa desde siempre. Se dice cristiano y entiende el cristianismo como una subversión que debe ser llevada a la política para destruir lo existente. Su autoritarismo lo hace creer que hay religiones mejores que otras y que la suya está por encima de las demás. Prueba de ello es que entregó la “Cartilla Moral” a un grupo de evangélicos para que la distribuyeran. Dejó fuera al resto de las iglesias, especialmente a la católica por considerar que esa no es su religión. No entiende que es presidente en un gobierno laico. Que la Constitución lo obliga a gobernar con neutralidad y a no privilegiar a una fe religiosa sobre la otra. Tampoco entiende que el trato incluyente y respetuoso a las distintas convicciones ha evitado una guerra de fanatismos que él y sus voceros quieren revivir. Pese a su soberbia, el presidente teme ser exhibido por el poder de la Iglesia. Al darse cuenta de que había detonado una movilización de católicos ofreció “Amor y Paz” a los jesuitas. Pero como dijo Pilatos, “lo dicho, dicho está” y en un hecho inédito sacerdotes y feligresía se unen para protestar por la violencia en el país. Lo hacen bajo el cobijo de la oración que, como bien dijo el padre Javier Ávila, está bien rezar, pero eso no basta. Y efectivamente, la Iglesia puede convertirse en detonante del cambio político en México. López cuestionó a los sacerdotes: ¿Qué quieren? ¿Qué resolvamos los problemas con violencia? Y la respuesta ya llegó: una oración que podría derrotar en urnas al déspota.