Por Luis Rubio De nada sirve buscar culpables. Ese deporte le viene “como anillo al dedo” a una estrategia de polarización que ya dio de sí. Cuando la violencia cunde y los asesinatos suben de tono y nivel, el asunto cambia de naturaleza: lo que importa ya no es de culpas sino de cómo resolverlo. Además, el problema no surgió de una decisión particular, sino del cúmulo de aciertos y errores que se fueron cometiendo en el tiempo y que acabaron produciendo un desquiciamiento general de la vida colectiva. Es tiempo de dejar de buscar chivos expiatorios y comenzar a procurar salidas constructivas y soluciones específicas. De manera llana, el problema de México radica en la combinación de un Estado extraordinariamente débil y una estructura político-administrativa inadecuada, mal definida y peor estructurada. Y todo esto se potencia para arrojar un escenario de incapacidad, incompetencia, corrupción y pésimos resultados. Algunos gobernantes fueron más exitosos que otros, unos más populares que sus predecesores y, visto en perspectiva, algunos tomaron mejores decisiones, pero de lo que nadie puede dudar es que el conjunto que se puede otear desde este momento es de un país estancado, entrampado, dividido y en riesgo severo de colapsarse. La democratización sin estructura La llamada ”navaja de Hanlon“ establece un principio elemental: nunca le atribuyas malicia a lo que bien puede explicarse por estupidez. Y vaya que se han cometido estupideces en las pasadas muchas décadas. Luego de un periodo de crecimiento estable a mediados del siglo pasado, el país se comenzó a tambalear. Se intentaron diversas soluciones, casi todas miopes porque se concentraban en lo inmediato, sin preocuparse por el devenir. Algo de esto último se logró fincar en los noventa con las reformas y el Tratado de Libre Comercio, pero luego vino una construcción institucional insuficiente o inadecuada que, en todo caso, no logró anclarse en el imaginario popular, lo que lo hizo tan vulnerable como para poder ser desmantelada en los últimos meses sin (aparentemente) mayor consecuencia. Pero de la mano con la evolución económica e institucional experimentada en estas décadas vino el colapso de las capacidades del Estado. México pasó del viejo sistema semi autoritario pero eficiente por muchas décadas, a una falta total de estructura y potestad para resolver hasta los problemas más elementales, pero especialmente el de la seguridad. De la mano, la democratización que caracterizó al país nació sin la existencia de una burocracia profesional o definiciones claras y debidamente constitucionalizadas respecto a las relaciones entre los gobiernos estatales y el gobierno federal y entre este último y los poderes legislativo y judicial, respectivamente. México se democratizó sin contar con un gobierno funcional, un poder judicial idóneo a un país moderno o un poder legislativo profesional y susceptible de satisfacer su deber constitucional de ser un contrapeso (en lugar de tapete) frente al ejecutivo. Lo anterior para no hablar de una estructura federal, estatal y local de seguridad que acabó siendo inexistente, justo cuando el crimen organizado cobró fuerza a nivel global. La retórica mañanera El punto es que México se encuentra inmerso en una espiral casi incontenible de deterioro, para la cual lo mejor que el gobierno puede ofrecer es retórica mañanera. Y ahí es donde entra el asunto clave: la retórica es útil para designar culpables que cuadren con la estrategia mediática, pero es completamente inútil para resolver el problema que amenaza sumir al país (y, de la mano, al gobierno) en un proceso de declive potencialmente irrefrenable. Una vez en esa vorágine, la estrategia de polarización resulta ser no sólo contraproducente, sino incluso suicida. Observando el deterioro que experimentaba el país (y la indisposición de un gobierno tras otro por atenderlo), el gobierno norteamericano acabó optando por replegarse, confiando que, mientras la violencia no cruzara la frontera, el problema era de los mexicanos. Trump ha decidido una ruta distinta: al designar a México como un problema de seguridad nacional para Estados Unidos, la única pregunta es cómo va a actuar, no si va a actuar dentro de México. El asesinato del presidente municipal de Uruapan le abre una oportunidad a la presidenta para optar por la única salida posible: una estrategia que parta de la necesidad imperiosa de construir capacidad estatal, combatir la inseguridad y sumar a los estadounidenses en el proyecto para darle viabilidad y sustento. Lo imperativo y urgente es construir un Estado moderno que replantee todo para incrementar la probabilidad de salir del hoyo. Paradójicamente, en lugar de segundos pisos, el desafío reside en construir los cimientos de un país moderno. Indudablemente, algunos gobernantes fueron culpables de esto o aquello; a final de cuentas, el monopolio de la virtud no lo tiene nadie y por eso todos acabamos siendo responsables. Y ese es el tema: el gobierno actual tiene la responsabilidad de encarar y resolver el problema de la seguridad en el país. El primer paso —culpar a este y aquel— fue fallido; el segundo —proponer un plan— es promisorio. Lamentablemente, lo que se requiere es más que un plan: se requiere una nueva manera de entender el problema y de ahí comenzar a construir la salida del abismo en que nos encontramos.