Por Roberto Salinas-León «Cuanto más corrupto es el Estado, más numerosas son las leyes…» —Tácito «Para trabajar, hay que trabajar… mucho». Esta verdad aparentemente inocente encarna las penosas pruebas y dificultades que la gente común en toda América Latina debe soportar para prosperar y salir adelante, frente a la compleja maraña de regulaciones impuestas por la expansión de la burocracia administrativa. Este drama no discrimina entre empresas pequeñas y grandes, y genera altos costos de transacción y de oportunidad en un clima institucional que inhibe severamente el comercio, el emprendimiento y la innovación. No sorprende que el estribillo entre los pequeños negocios de la región sea «déjame trabajar». Déjame ser. Esto no es ideología millennial ni un grito de revuelta popular, sino sentido común en su forma más básica. Para prosperar, ser competitivos y buscar una mejor vida, las pequeñas empresas (la principal fuente de empleo en América Latina) necesitan lo que Richard Epstein llama reglas simples para un mundo complejo: un gobierno ágil y adaptable que facilite la actividad económica. En lugar de eso, lo que predomina es la asfixia regulatoria y un cumplimiento burocrático insoportable. En una nota positiva, atender el problema del «papeleo» se ha puesto de moda en la política pública reciente. Como describe The Economist, desde «Buenos Aires y Delhi hasta Bruselas y Londres, los políticos han prometido recortar el papeleo que enreda a la economía». La motosierra de Javier Milei se ha convertido en un símbolo poderoso no solo para reducir el gasto público excesivo e ineficiente, sino también para simplificar los procedimientos regulatorios para crear y operar microempresas. Esto «podría inaugurar una mayor libertad y un crecimiento económico más rápido», concluye el editorial. Esta afirmación no es nueva para los defensores de la libertad económica, quienes desde hace tiempo insisten en que el crecimiento sostenido, el progreso tecnológico y el Gran Enriquecimiento son resultados de mercados abiertos, virtud empresarial y una sociedad libre. De hecho, se ha escrito muchísimo sobre la pobreza en América Latina, sobre por qué fracasan las naciones (en la región) o sobre los tropiezos gubernamentales al intentar encontrar un «corredor estrecho» que libere el espíritu emprendedor, el mismo que se observa en las poblaciones latinas en el extranjero, en países desarrollados. Otras teorías culpan a la tradición histórica, la cultura o la desigualdad del ingreso. La mayor parte de la investigación de política pública sostiene que la persistente baja productividad de los trabajadores en América Latina se debe a una combinación de factores, entre ellos la falta de educación, un stock de inversión insuficiente y la corrupción. Según esta visión, la prevalencia de economías informales o «en la sombra» (que en realidad no tienen nada de ocultas, pues el comercio extralegal en la calle es visible para todos) es un motor de niveles crónicamente bajos de productividad. Sin embargo, esta línea de razonamiento parece confundir causas con consecuencias. Una hipótesis más plausible es que, tengan o no educación, los agentes cotidianos enfrentan costos de transacción muy altos para cumplir con una burocracia masiva y en expansión. La virtud emprendedora es tan creativa y constructiva en Perú, México, Argentina, Brasil e incluso Venezuela como lo es en India, Nueva Zelanda, los países nórdicos, Vietnam o Estados Unidos. Aun así, para salir adelante y prosperar, las pequeñas empresas y microempresas en América Latina primero deben escalar una empinada montaña de reglas y regulaciones, trámites y requisitos legales, impuestos por burocracias todopoderosas que pretenden decidir cómo producir, cuándo hacerlo y qué registros deben presentarse para que, al final, la gente pueda trabajar. Un importante estudio multiinstitucional recién publicado por el Adam Smith Center for Economic Freedom, el Índice de Burocracia 2025, pone de relieve las crecientes cargas burocráticas que deben soportar las pequeñas y medianas empresas en términos de tiempo y esfuerzo, así como los enormes costos de oportunidad implicados en el «impuesto-tiempo» que impone la generosidad burocrática. También identifica cambios clave de política necesarios para facilitar hacer negocios, promover la innovación y, en última instancia, crear mejores oportunidades para impulsar una prosperidad incluyente en América Latina. Este análisis utiliza una amplia gama de datos empíricos primarios para determinar el número de horas laborales en un año calendario que las pequeñas y medianas empresas deben dedicar a cumplir los requisitos impuestos por los procedimientos administrativos vigentes. Se trata, por tanto, de una métrica verificable que permite cuantificar el costo de oportunidad del cumplimiento burocrático excesivo, tanto para iniciar un negocio como para operarlo dentro del marco regulatorio formal de la economía analizada. La edición 2025, la quinta en la historia de este proyecto de investigación, abarca un universo de 21 países, en su mayoría de América Latina y el Caribe. Los hallazgos clave son impactantes. Para abrir un negocio, una empresa requiere un promedio ponderado de 1,850 horas, o 231 días laborales en un año calendario, de trabajo administrativo de tiempo completo. Esto implica casi ocho meses de preparación. Los requisitos de cumplimiento para operar dentro de la legalidad de la economía formal demandan un promedio anual de 1,577 horas, o 190 días laborales, lo que equivale a más del 75% del trabajo anual de un empleado. Según el Índice, el costo financiero promedio por empresa para abrir un negocio equivale a 4,000 dólares, mientras que cumplir con el marco operativo asciende a 5,800 dólares anuales. (Esto, por supuesto, no incluye los previsibles «costos de entendimiento», es decir, los sobornos que deben pagarse para sobrevivir). En versiones anteriores de este proyecto, enfocadas en microempresas (negocios con un promedio de 2.8 personas por emprendimiento), el estudio encontró que dichas empresas destinaban en promedio 548 horas laborales al año al cumplimiento burocrático, y hasta 1,000 horas en países como Argentina (pre-Milei) y, por supuesto, Venezuela. Sin embargo, el calendario laboral anual de estos países va de 1,300 a 2,200 horas. Imagine dedicar un tercio (o más) de una jornada de ocho horas al cumplimiento, descifrando las complejidades de un laberinto burocrático altamente enredado que se interpone en el comercio cotidiano. ¿Cómo puede la venta de cacahuates, tacos, clips o lápices requerir una complejidad tan vasta de permisos definidos por burócratas ilustrados que nunca tienen que preocuparse por costos fijos, nóminas e inventarios? Visto así, un pequeño emprendedor desde Baja California hasta la Patagonia prácticamente necesita un doctorado en planeación estratégica o matemáticas aplicadas solo para salir adelante. La expansión de la burocracia en los países de América Latina representa algo más que un aumento del papeleo. Los datos hablan por sí solos: en la medida en que los procedimientos burocráticos se vuelven más complicados y menos predecibles, las pequeñas y microempresas se ven obligadas a contratar «gestores» externos, expertos capaces de navegar los agujeros negros burocráticos. Naturalmente, quienes no pueden afrontar este gasto imprevisto recurren a formas informales de operar y, con ello, a redes de corrupción y búsqueda de rentas, donde los sobornos se convierten en un impuesto extralegal necesario para sostenerse y sobrevivir. La expansión masiva del derecho administrativo bajo el Estado moderno ha generado así un aluvión de reglas y regulaciones que parecen servir a un solo propósito: consolidar un mecanismo mediante el cual el aparato burocrático extrae rentas de los ciudadanos comunes. Esto invierte los fines de un Estado de derecho estable, inhibe la libertad económica y socava las bases mismas de una sociedad próspera. Estas prácticas de búsqueda de rentas también alimentan la imagen de unos pocos privilegiados que discriminan a los sectores de menores ingresos, algo que la autora principal del Índice, Sary Levy-Carciente, describe como un fenómeno similar a la «cinta negra». No sorprende, entonces, que América Latina sea retratada como una «tierra de trabajadores inútiles». Los resultados de este estudio sugieren una necesidad urgente de replantear la forma en que funciona la burocracia y de diseñar una política acorde con el objetivo de facilitar la vida, la innovación y el progreso. Esto, a su vez, exige poner las necesidades de los ciudadanos como prioridad absoluta. Como señala Jerry Haar en una reflexión convincente sobre el impacto de la burocracia en el comercio internacional, «mejorar la eficiencia y la transparencia… rinde frutos». Ello implica imaginar las condiciones que permitan a la gente común trabajar, producir, invertir y prosperar. Como sugiere la célebre idea de Montesquieu, «las leyes inútiles debilitan a las leyes necesarias». El Índice de Burocracia constituye un avance bienvenido en el esfuerzo más amplio por reposicionar el punto de vista liberal clásico como sensible a las necesidades de los ciudadanos comunes de liberarse de la asfixia regulatoria, un fenómeno que, como sabemos por investigaciones previas sobre mercados informales, mantiene a la mayoría de las comunidades latinoamericanas atrapadas en un estado crónico de subdesarrollo y subsistencia diaria, sin oportunidades de mayor movilidad social ni de surgimiento de clases medias dinámicas. Matt Kibbe tiene una forma magnífica de resumir la esencia de las ideas de la libertad: «No me dañes y no me quites lo mío». Quizá deberíamos añadir: «déjame trabajar». ***Roberto Salinas-León es Director de Asuntos Internacionales de la Universidad de la Libertad en Ciudad de México y Senior Fellow para América Latina en Atlas Network, además de Académico Asociado del Cato Institute