Por Luis Rubio Cuenta la leyenda que Isaac Newton desarrolló la teoría de la gravedad cuando le cayó una manzana en la cabeza y se preguntó por qué cayó en lugar de volar. Aunque ficticia, la anécdota sirve para pensar sobre la forma en que el país podría progresar y prosperar o retroceder aún más. La presidenta Sheinbaum ha planteado objetivos preclaros para su gobierno que implican elevar la tasa de crecimiento económico de una manera incluyente, para lo cual ha prometido no sólo preservar sino aumentar los programas sociales. La pregunta que me parece crucial es qué sería necesario para hacer compatibles ambos propósitos. El punto de partida tiene que ser que es imposible desafiar la gravedad, es decir, que no es posible procurar objetivos contradictorios de manera permanente. El gobierno anterior encontró que el crecimiento económico y la distribución de beneficios sociales eran incompatibles, lo que le llevó a abandonar la promoción del crecimiento, en el camino agotando todos los recursos, fondos e instrumentos con que solía contar para avanzar el desarrollo económico. En términos llanos, el propósito distributivo es loable (y necesario), pero sólo es sostenible en el contexto de una economía que crece con celeridad y que eleva la productividad del trabajo de manera sistemática. Sin estas dos condiciones, la distribución es imposible. Lecciones de los intentos fallidos por lograr el progreso Las preferencias de la presidenta respecto a la rectoría del Estado son claras, pero no todo depende de su voluntad y menos en el mundo interconectado de hoy. Las últimas décadas arrojan lecciones claras sobre los fallidos intentos por lograr el progreso. Aquí van mis aprendizajes y observaciones al respecto. Efectivamente, como dice la presidenta, los empresarios sólo velan por su propio beneficio. Esa es su virtud y esa es su función. El objetivo debería ser lograr que millones de mexicanos se vuelvan empresarios para que, en el conjunto, generen riqueza, empleos y oportunidades. El gobierno no está para denostarlos sino para promoverlos para que logren cada vez más beneficios para ellos, pues son ellos los que hacen posible el desarrollo. La función del gobierno es crear condiciones para que la población se desarrolle y eso implica establecer reglas del juego claras, confiables y conocidas, a las que se apega. Entre esas reglas están justamente las de elevar la productividad y distribuir los beneficios para que todo el país progrese de manera simultánea. En la actualidad, el gobierno inventa reglas cada día, destruye las que existen, amaga a quienes producen y amenaza las protecciones constitucionales, todo lo cual crea un mar de incertidumbre. ¿Quién va a ahorrar, invertir o producir en ese contexto? China, cuyo ejemplo atrae tanto a la actual administración, se concentró en dos elementos para lograr su impactante transformación: reglas claras que se hacen cumplir y una implacable, hasta despiadada, dedicación a eliminar obstáculos a la inversión y al crecimiento económico. Los resultados hablan por sí mismos. Aquí comenzó el gobierno con la reforma judicial y con la creación de más obstáculos al crecimiento y a la inversión. Es de Perogrullo anticipar que los resultados no serán similares a los que logró China en las pasadas cuatro décadas. Todos los países que se han transformado han seguido una lógica común, la de ver hacia el futuro, no hacia el pasado, reconociendo lo obvio: para transformarse es necesario dejar de hacer lo que no funcionó. Y eso incluye evidentemente no sólo al gobierno pasado sino a las últimas cuatro décadas. Baste observar a los llamados tigres asiáticos, así como a España, Chile y otras naciones no muy distintas a México. El otro común denominador en esas naciones es la búsqueda igualmente despiadada por elevar la productividad. Las recetas para esto son obvias y no hay una sola excepción: infraestructura, educación, salud y meritocracia en lugar de clientelismo. Todo esto en el contexto de dos factores clave: reglas claras y un poder judicial que las hace cumplir. Ninguno de estos elementos está en la agenda del gobierno, actual o pasados. ¿Transformación o involución? El mexicano es extraordinariamente adaptable, creativo y emprendedor. Baste observar lo que ha logrado en Estados Unidos. La pregunta es por qué no ocurre eso mismo en México y la respuesta es obvia: allá las reglas son claras, los mecanismos judiciales funcionan y, por encima de todo, los incentivos están todos orientados a aprovechar las capacidades de los individuos para prosperar de tal suerte que, en el conjunto, prospere el país. ¡Qué gran paradoja el que México se beneficie de remesas en lugar de que aquí se produzca toda esa inmensa cauda de riqueza y productividad! Al final del día, el factor crucial para el desarrollo y la prosperidad no es otro que la confiabilidad que genera un gobierno a través no sólo de sus programas, sino de las instituciones que la sustentan y hacen valer. En la medida en que un gobierno construye fuentes de confianza y éstas se institucionalizan, el país prospera. Por el contrario, en la medida en que todo —desde el discurso hasta la legislación y la implementación de decisiones— conspira en contra de la predictibilidad, el resultado será obvio y, en lugar de transformación, el país acabará en una involución de la que no se podrá reponer.