El porqué los aranceles no solucionan los déficits comerciales

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Por Allen Gindler Imagina dos negocios que están uno frente al otro: una ferretería y una cafetería. Una vez al año, la cafetería compra un juego de sartenes en la ferretería para que su cocina siga funcionando. Mientras tanto, todos los días, los empleados y el personal directivo de la ferretería se pasan por la cafetería para almorzar: sándwiches, café, quizá un trozo de tarta. Al final del año, el gerente de la ferretería hace cuentas y frunce el ceño. «¡Mira esto!», dice. «Estamos gastando mucho más en almuerzos que lo que la cafetería gasta en nuestras sartenes. ¡Tenemos un déficit comercial con ellos! Esto tiene que acabar». ¿Te suena familiar? Es el tipo de lógica que se escucha en las noticias: «El país X nos compra menos de lo que nosotros le compramos a él, ¡no es justo!». La solución, según nos dicen, son los aranceles, impuestos a las importaciones para «igualar el campo de juego». Pero sigamos con nuestra pequeña historia y veamos por qué este razonamiento no se sostiene. Spoiler: no se trata solo de sartenes y sándwiches, sino de cómo funciona realmente el comercio y por qué los aranceles suelen empeorar las cosas en lugar de mejorarlas. El «problema» comercial que no existe La queja del gerente de la ferretería parece razonable a primera vista. El dinero sale de su negocio hacia la cafetería todos los días, mientras que las compras de la cafetería son algo poco frecuente. Él siente que está perdiendo. Pero pensemos por un momento. ¿Por qué sus empleados compran el almuerzo allí? Sencillo: les gusta. Los precios de la cafetería son buenos, está cerca y la comida es deliciosa. Nadie los obliga, ellos eligen gastar el dinero que tanto les cuesta ganar porque les hace más agradable el día. Ahora dale la vuelta. La cafetería compra sartenes una vez al año porque es todo lo que necesita. Las ollas y sartenes no se gastan a diario como la comida. ¿Debería la cafetería verse obligada a comprar más utensilios solo para «equilibrar» las cosas? Por supuesto que no, eso es absurdo. La gente intercambia lo que quiere, cuando lo quiere. Centrarse en el «déficit» entre estos dos negocios es perder el foco: ambas partes obtienen algo valioso del trato. Ahí es donde se equivoca la gente que está a favor de los aranceles. Ven un déficit comercial —más dinero que va en una dirección que en la otra— y se quejan. Pero el comercio no es un marcador. No se trata de asegurarse de que cada par de negocios (o países) intercambie la misma cantidad de dólares. Se trata de que la gente tome decisiones que le funcionen. El panorama general importa Hay otro error en el razonamiento del gerente: actúa como si su tienda y la cafetería fueran los únicos actores en la ciudad. Pero no es así. La ferretería sigue abierta, pagando a sus empleados y reponiendo sus estanterías. Eso significa que está vendiendo a alguien, tal vez a otros restaurantes, propietarios de viviendas o contratistas. La cafetería tampoco solo atiende al personal de la ferretería; tiene clientes habituales, turistas, tal vez incluso pedidos a domicilio. El «déficit» entre estos dos es solo una pequeña parte de un panorama mucho más amplio. Lo mismo ocurre con los países. Se oye a los políticos decir: «Importamos demasiado del país Y, ¡no nos compran lo suficiente!». Pero eso es como si el gerente de la ferretería ignorara a todos sus demás clientes. La economía de un país no se define por un solo socio comercial. Si Estados Unidos compra más a China que China a nosotros, eso no significa que estemos «perdiendo». Significa que estamos obteniendo bienes que valoramos —teléfonos, ropa, lo que sea— y que nuestra economía sigue funcionando gracias al comercio con todos los demás. Centrarse en un «déficit» es como juzgar un libro por una sola página. Los aranceles: una solución que hace más daño que bien Ahora supongamos que el gerente de la ferretería se harta y exige un «arancel para el almuerzo». Convence al ayuntamiento de que imponga un impuesto a la comida de la cafetería para «proteger» su negocio. ¿Qué pasa? Los precios del almuerzo se disparan. Sus empleados se quejan: no pueden permitirse su sándwich habitual, así que se traen la comida de casa o van a un sitio más lejos. La cafetería pierde clientes y reduce el horario. Mientras tanto, el gerente sigue con las sartenes sin vender porque, con arancel o sin él, la cafetería no necesita más. ¿Quién gana aquí? Nadie. Los empleados están molestos, la cafetería está sufriendo y la ferretería no es más rica. El impuesto no solucionó el «déficit», solo empeoró la situación de todos. Este es el secreto sucio de los impuestos: castigan a los consumidores (a ti y a mí) subiendo los precios y reduciendo las opciones, todo para buscar un equilibrio que no necesita ser corregido. Los países ven el mismo desastre. Si gravas las importaciones, de repente tus comestibles, tus aparatos electrónicos y las piezas de tu coche cuestan más. Las empresas que dependen de esas importaciones, como las fábricas o los minoristas, pasan apuros. Se destruyen puestos de trabajo. ¿Y el otro país? No por arte de magia nos compra más, sino que puede incluso tomar represalias con sus propios aranceles, y entonces nos vemos envueltos en una guerra comercial. Es como dar un mazazo a un problema que en su mayor parte está en nuestra cabeza. La riqueza no es solo dinero Aquí está la clave: la ferretería no es «pobre» por culpa de la cafetería. Sus empleados gastan dinero en el almuerzo, claro, pero ganan ese dinero en una tienda que sigue funcionando. El éxito de la cafetería no agota a la ferretería, sino que forma parte de una red en la que todos comercian, trabajan y prosperan. La riqueza no consiste en acumular dinero en efectivo, sino en tener cosas que valoramos: herramientas, comida, un sueldo para gastar como queramos. Las naciones funcionan de la misma manera. Importar más de lo que exportamos no significa que estemos en bancarrota. Significa que estamos obteniendo los bienes que queremos y que el dinero que gastamos proviene de algún lugar: empleos, inversiones, innovación. Estados Unidos ha tenido déficits comerciales durante décadas, pero sigue siendo una potencia. ¿Por qué? Porque el comercio no es un juego de suma cero. Cuando compramos a otros, no solo estamos entregando dinero, sino que estamos alimentando un sistema que nos mantiene a todos en marcha. Deja de creer en la propaganda Los defensores de los aranceles quieren que creas que los déficits comerciales son una crisis, que estamos siendo «aprovechados» por extranjeros astutos o cafeterías codiciosas. Pero mira más de cerca. El gerente de la ferretería no es una víctima, solo está contando mal. Sus empleados no son peones en un juego comercial, son personas que eligen almorzar en lugar de cargar con las sobras. La cafetería no es el enemigo, es un vecino que hace lo suyo. La próxima vez que oigas «los aranceles nos salvarán», piensa en esa ferretería y en esa cafetería. Los déficits comerciales no son el hombre del saco que nos quieren hacer creer, solo son instantáneas de personas que viven sus vidas. Los aranceles no nos protegen, interfieren en un sistema que ya funciona bien. Dejemos de lado la propaganda y confiemos en la realidad desordenada y hermosa del libre comercio. Al fin y al cabo, ¿quién querría pagar más por un sándwich solo para fastidiar a la cafetería? ****Allen Gindler es un académico independiente especializado en la Escuela Austriaca de Economía y en economía política. Ha impartido clases de Cibernética Económica, Sistemas Estándar de Datos y Diseño de Trabajo Asistido por Computadora.