Martin Luther King hizo un llamamiento apasionado por un mundo más igual, más justo, más pacífico, más digno. Tras pedir “una revolución radical de los valores”, en la iglesia de Harlem pronunció su discurso en 1967 donde sostenía: “Debemos empezar rápidamente a cambiar una sociedad hecha para las cosas por una sociedad hecha para las personas”. Pobre Luther King y sus sueños, seguramente también tenía la esperanza de una economía para la sociedad. Con la ayuda de una mano muy visible del Estado, la economía ha ido recuperando su escaso aplomo, hemos vuelto al status quo habitual; se pretende de nuevo, y como otra tantas veces, conseguir una leve regulación –sin exagerar, por supuesto– y que la austeridad sea la mejor respuesta a unos niveles de deuda pública “excesivamente” elevados. Sobre todo, en algunas economías periféricas las turbulencias económicas han tenido consecuencias sociales devastadoras. En respuesta, los responsables políticos de los países centrales han ido introduciendo tipos de interés negativos en un intento sin precedentes de inducir a los bancos a prestar dinero. Aun así, no se ha podido lograr una recuperación sólida. Cualquiera diría que los párrafos anteriores tratan sobre las consecuencias y medidas económicas de la pandemia. Pues no, tienen que ver con el Informe sobre comercio y el desarrollo 2017 UNCTAD. Desde la crisis del 2008 en adelante parecería que el mundo, y sobre todo los países altamente endeudados, no han parado de recibir cachetazos, malas noticias o perspectivas poco halagadoras de crecimiento. Los historiadores coinciden en que los grandes shocks económicos tienden a acelerar tendencias que ya están en marcha, más que a impulsar grandes cambios estructurales, que, de hecho, nunca se producen. En este caso, la pandemia ha añadido capas de complejidad al comercio mundial en medio de las ya existentes tensiones geopolíticas entre China y Estados Unidos y la reorganización de las cadenas de valor y suministros. Hay mucha incertidumbre sobre qué puede servir de estímulo para lograr una recuperación más sólida del comercio. En el pasado, la economía de los Estados Unidos solía funcionar como motor principal de la demanda mundial, recibiendo importaciones del resto del mundo y acumulando grandes déficits por cuenta corriente. En el comercio, la concentración de las exportaciones corrobora la opinión de que en Latinoamérica el sesgo exportador puede promover “beneficios sin prosperidad” y que el poder de los mercados asimétricos contribuye enormemente a la creciente desigualdad de los ingresos. La naturaleza sincronizada de recesión y pandemia ha golpeado con virulencia los intercambios comerciales que se han visto dañado, pero no así la renta. Esta puede definirse en términos generales como ingresos derivados exclusivamente de la propiedad y el control de activos o de una posición dominante en el mercado, no necesariamente de una actividad empresarial innovadora o del despliegue productivo de un recurso escaso. Los datos indican que un poder de mercado cada vez mayor es una de las causas principales de la obtención de rentas. Se ha observado con creciente alarma una tendencia más pronunciada a la concentración en el comercio exterior e interior de cada país. Según la base de datos World Input-Output, la parte nacional de la fabricación disminuyó en todos los países excepto en el Canadá y China. Dada la concentración mundial de las exportadoras, el 10% de las empresas son responsables del 57% del comercio mundial, y dentro de los países el 10% es la dueño de más del 47% de las exportaciones. En el caso argentino, 6 empresas son responsables del 60% de las exportaciones agroindustriales y las primeras 50 se quedan con el 90% del superávit comercial. Los beneficios, como decíamos, son captados por grandes corporaciones concentradas mediante diversos mecanismos: el uso sistemático de los derechos de propiedad intelectual para librarse de sus rivales, políticas de austeridad de los países que llevan a las privatizaciones de sus empresas –tendiendo a la concentración– condicionan cada vez más a los gobiernos. En esta hegemonía hay apropiación de renta que requiere conductas fraudulentas, como la evasión y la elusión fiscal, y una considerable manipulación del mercado en beneficio propio que los gobiernos apañan normalmente. La irrupción de la COVID-19 se produjo en un contexto de debilitamiento del comercio mundial, tendencia que se viene arrastrando desde la crisis financiera mundial de 2008. Mientras que, entre 1990 y 2007, el volumen del comercio mundial de bienes se expandió a una tasa media del 6,2% anual, entre 2012 y 2019 lo hizo apenas a un 2,3% anual, según la CEPAL. En este contexto, la Organización Mundial del Comercio (OMC) proyectó una caída del 9,2% del comercio mundial de bienes para el año 2020. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) proyectó para el mismo año que el valor de las exportaciones regionales de bienes caerá un 13%, mientras que el de las importaciones se contraería un 20 por ciento. La mayor contracción de las exportaciones latinoamericanas en 2020 se registraría en aquellas destinadas a la propia región (24%), en tanto que los envíos a los Estados Unidos y la Unión Europea exhibirían caídas del 14% y el 13%, respectivamente. Las exportaciones a China crecerían un 2%, como resultado del impulso que han presentado los envíos agrícolas y de minerales y metales, principalmente desde América del Sur. El mercado regional es el destino principal de las exportaciones latinoamericanas en términos de participación de empresas. En años recientes, el número de empresas que exportaron allí fluctuó entre el 31% y el 84% del universo de empresas exportadoras en ocho países de la región. A fin de identificar productos en los que los países de la región poseen potencial para abastecer en mayor medida la demanda regional, se calcularon índices de ventajas comparativas reveladas a nivel de productos y socios. Se identificaron los productos con mayor dinamismo en el comercio mundial en el período 2011-2018. Sobre la base de ambos indicadores, se seleccionó una lista de 1.108 productos con potencial, de los que el 64% (711 productos) son insumos intermedios para diversos procesos productivos. En la bienal 2018-2019, solo el 15% de las importaciones regionales de esos productos provino de Latinoamérica. Revertir la desintegración comercial y productiva de la región es un desafío urgente. Junto con el desplome para 2020, parece existir un consenso casi absoluto en referencia a que la pandemia producirá efectos de más largo plazo en el comercio; en particular, la reorganización de las cadenas de valor globales. La desaceleración del comercio desde la crisis financiera mundial son múltiples; destaca el quiebre del “consenso pro-globalización” que se transformó en “regionalización” con la pandemia. Por otro lado, la competencia económica y tecnológica entre los Estados Unidos y China, a partir de 2018, derivó en fuertes tensiones comerciales. Desde la llegada de la pandemia hay un run run que marcaría movimientos de algunas cadenas de valor “reshoring” –término que referencia al proceso de devolver la producción de productos al país original de la compañía–, mecanismo que acotaría la dependencia de China. Entonces, se plantea en la existencia de dos tipos de riesgos: fenómenos naturales extremos y los asociados a cambios de políticas en los países participantes. La frecuencia e intensidad de los fenómenos climáticos extremos ha ido en aumento en los últimos años, y se espera que esa tendencia se mantenga como consecuencia del cambio climático. En el segundo tipo de riesgo, la vulnerabilidad de las empresas que producen y exportan desde China al aumento de los aranceles. La irrupción de la COVID-19 combina ambos. A la luz de los efectos que se acaban de reseñar, muchos piensan que la pandemia acelerará la reconfiguración de las cadenas de valor globales con el fin de lograr una mayor resiliencia, robustez o cercanía. Si bien ocurrirá gracias a la COVID-19, el modo específico en que ello ocurra dependerá de diversos factores. Por una parte, se trata de un proceso que no depende solo de las decisiones comerciales de las empresas multinacionales, sino también de presiones políticas y sociales. Desde la óptica de las empresas multinacionales que las lideran, existen varias opciones para ello. Algunas no suponen desplazamientos geográficos, como mantener inventarios más amplios o digitalizar ciertos procesos. Las empresas líderes pueden también diversificar su red de proveedores en términos de países y empresas, sin necesariamente acortar la extensión geográfica de la cadena –por ejemplo, trasladar la producción de China a Vietnam–. Otra opción es privilegiar ubicaciones más cercanas a los mercados finales de consumo, o nearshoring –por ejemplo, trasladar la producción de China a México–, en el caso de empresas que se orientan al mercado de los Estados Unidos. Cualquiera de los formatos que aumenten las presiones a favor de la relocalización de empresas en los países avanzados están rodeadas de incentivos –en abril de 2020, el gobierno del Japón anunció que destinaría 2.200 millones de dólares de su paquete de estímulo económico para hacer frente a la COVID-19 a ayudar a sus empresas a relocalizar la producción fuera de China–. Aun así, es muy improbable que a raíz de la pandemia se produzca una salida masiva de China de empresas multinacionales vinculadas a cadenas de valor globales, al menos a corto plazo, y más aún cuando el gran consumidor se encuentra dónde está el gran productor: China. Mientras los países intentan reorganizarse a través del comercio, América del sur, el MERCOSUR y sus integrantes, hacen lo posible por desaparecer. A la integración económica le cabe un rol crucial en el desarrollo de América Latina y el Caribe. El mercado regional permite alcanzar escalas más eficientes de producción y aprovechar las complementariedades entre las distintas economías y hasta la existencia de productos intermedios con potencialidad, pero, al parecer, si no atañen a las multinacionales quedan fuera del modelo. La participación del comercio intrarregional en las exportaciones totales de América Latina y el Caribe muestra una tendencia descendente desde 2014. En 2019 alcanzó un 14%, el mismo nivel que registraba a inicios de los años noventa, y se proyecta que en 2020 disminuya al 12% como consecuencia de la pandemia. En este fenómeno inciden, además del débil desempeño de la economía –el peor en siete décadas– y la fragmentación del espacio económico regional, la carencia de arreglos institucionales sólidos, la poca incidencia de México, los constantes destrucción del Mercosur por parte de Brasil, la irrupción de China y las tendencias centrífugas resultantes de la acumulación de acuerdos comerciales con socios extrarregionales. Argentina ha decidido que la restructuración de la deuda con los privados, más el acuerdo con el FMI, son tan urgentes que ni la pandemia las pudo detener. Peor aún, está convencido que se tiene que apoyar y desarrollar los sectores que tienen ventajas comparativas: bienes primarios, sector minero, la industria alimenticia y, especialmente, el complejo oleaginoso-cerealero que son las principales fuentes de divisas y explican más de 90% del saldo agregado del balance cambiario para poder afrontar los intereses de la deuda y el desarrollo del país. Alrededor de las dos terceras partes de las exportaciones, las importaciones y los superávits agregados de la cúpula son explicados por la actividad de las empresas transnacionales. La idea es que la acumulación, lograda por el sector externo, sea plataforma del desarrollo nacional, resulta extraña. Aumentar las exportaciones a unos U$S 100 millones daría la holgura para poder desarrollar el país, y cubrir las necesidades de importaciones crecientes ante los momentos de expansión. Que si bien no es del todo exacto, ya que el superávit comercial y la falta de dólares no son el problema del país, los dólares para importar tampoco son la traba, sino los intereses de la deuda, la fuga de capitales y remisión de utilidades de las mismas trasnacionales en las que se quiere apoyar. Estos son los motivos por los cuales no se puede confrontar con el capital exportador y comienzan a tomar forma explicaciones de por qué no se pudo avanzar con el caso de la flagrante estafa de la empresa Vicentín, o el retroceso, a fines de 2020, con las retenciones a las exportaciones agrarias, incluso antes de aplicarse la modificación o las reticencias a una nacionalización definitiva de la gestión de la estratégica hidrovía Paraná-Paraguay-Uruguay, los puestos privados, etc. La idea que existe una restricción externa que es operativa en virtud de las divisas comerciales y la vieja restricción externa, basada en el intercambio desigual, es una lectura válida que omite el dato que las principales vías de salida de divisas hoy no son comerciales sino –centralmente– la deuda y la fuga de capitales. Este drenaje de recursos se financia con deuda durante los gobiernos neoliberales y con dólares comerciales bajo los gobiernos progresistas, pero, lo cierto es que los recursos siempre se van. Cualquiera reconoce los problemas, pero sentarse con quienes endeudan, aumentan precios, y fugan capitales no parecería ser la solución a una alternativa de comercio sustentable; más cuando no se tiene los puertos ni las vías navegables –por donde salen los productos y por donde los dólares no entran–. Uno puede sentarse a negociar, siempre y cuando se modifique el entramado de legalidad vigente que les da sostén a todas las oportunidades para concentrar, evadir y fugar. Allí sobresalen, por caso, las leyes de Entidades Financieras –pequeña revolución de la última dictadura cívico-militar sin un rasguño hasta la actualidad– y de Inversiones Extranjeras, o un sinnúmero de tratados bilaterales de inversión que nos perjudican. La discusión de estos engranajes institucionales no aparece en la retórica gubernamental. Imagen: Project Syndicate