Enemigos

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Por Luis Rubio Cuando todos son enemigos, nadie es amigo. Así comenzó el fin del Terror en la Revolución Francesa. ¿Concluirá igual el gobierno actual? En 1793 la Convención Nacional aprobó la Ley de Sospechosos que comenzó el reino de terror. Diez meses después, en el 8 de Termidor, Robespierre denunció la existencia de “enemigos, conspiradores y calumniadores” y anunció que comenzaría una nueva purga de sospechosos. 24 horas después, todos esos sospechosos se levantaron en su contra y lo guillotinaron en la plaza de la Revolución, donde más de dos mil personas, incluido Luis XVI, habían sido ejecutadas. La denuncia sistemática de enemigos crea dinámicas que luego nadie puede parar. Muchas veces es difícil determinar cuándo comienza un proceso en cadena. Los estudiosos de la guerra, comenzando por Clausewitz, tratan de encontrar momentos específicos en que una decisión desata una sucesión de circunstancias, muchas de ellas estocásticas, que concluyen en un conflicto bélico. Pocos ejemplos tan claros de ello como la Primera Guerra Mundial, acontecer que nadie quería pero que nadie hizo nada por parar. El proceder de un presidente en su actividad cotidiana ciertamente no califica como algo de la magnitud de una guerra mundial, pero la mecánica del proceso es similar. En palabras coloquiales ¿cuál es la gota que acaba derramando el vaso? El supuesto que yace detrás de este proceso es que el presidente representa a la población y, al confrontarse él con los “malos”, eleva los sentimientos (y resentimientos) de su base política al nivel que ésta desea, reforzando sus fuentes de apoyo y creando un círculo virtuoso… Peña Nieto ya iba mal cuando apareció la corrupción relativa a la ‘casa blanca’ y su gobierno se colapsó unos meses después con los sucesos de Ayotzinapa. Nadie al comienzo de 2014, el año fatídico de ese gobierno, pronosticó un desenlace de esa naturaleza. López Portillo perdió el control de su gobierno al inicio del sexto año cuando prometió defender al peso como un perro. Fox, que nunca controló mucho, desapareció del mapa cuando preguntó “¿y yo por qué?”. Nadie sabe cuándo o cómo comienza un proceso de deterioro y el presidente López Obrador es extraordinariamente astuto para dejarse sorprender, pero en esa silla rápido se pierde perspectiva y el piso. En su monólogo diario, el presidente acude al recurso de la confrontación y descalificación como estrategia para afianzar su base política. El supuesto que yace detrás de este proceso es que el presidente representa a la población y, al confrontarse él con los “malos”, eleva los sentimientos (y resentimientos) de su base política al nivel que ésta desea, reforzando sus fuentes de apoyo y creando un círculo virtuoso. El discurso consiste en “evidenciar” a diversos grupos, personas y organizaciones como traidores y enemigos del progreso y desarrollo del país, especialmente de los integrantes de su propia base social y de la 4T. Atacar a quienes el presidente denomina como “fifís”, conservadores y neoliberales, por citar algunas de sus categorías favoritas, constituye una plataforma para enviar mensajes, afianzar la base y mantener el clima de tensión que, él supone, preservará la popularidad y viabilidad de su mando. En los últimos meses ha venido agregando nuevas listas al catálogo de enemigos: comenzó con la mafia del poder desde hace años para luego ampliarla para incluir empresarios, expresidentes, madres solteras, padres de familia y maestros. Más recientemente se abocó a las clases medias, los aspiracionistas, las organizaciones civiles y, la joya de la corona, la UNAM. En el discurso no hay diferencia entre unos y otros: todo son enemigos de su proyecto por ser, a final de cuentas y en resumen, neoliberales. En su invectiva, el presidente expande el grupo de enemigos de manera sistemática, barriendo con porciones crecientes de la sociedad y, lo que más le importa, del electorado. Mucho de esto es sin duda calculado, pero también puede ocurrir que, dado el éxito que ha tenido en mantener un nivel relativamente alto de popularidad, resulte natural avanzar hacia un número cada vez más amplio y numeroso de grupos sociales a los que desprecia, independientemente de la forma en que hayan votado. El éxito conlleva audacia y ésta, hubris, la sensación de que no hay límite, que todo es posible y nada tiene costo o consecuencia. Sin embargo, como con Robespierre, ¿qué pasa cuando integrantes de su base dura comiencen a sentirse aludidos al ser transferidos a las filas de los enemigos? El ataque a las clases medias luego de la elección intermedia fue víscera pura: el presidente se sintió personalmente agredido porque ese segmento de la ciudadanía osó pasarse a las filas de los enemigos. En lugar de intentar comprender la razón por la cual ese grupo, que votó mayoritariamente por Morena en 2018, cambió de parecer en 2021, el presidente se dedicó a atacarlo. Ahora ha dado un paso potencialmente al vacío con su ataque generalizado e indiscriminado a toda la comunidad de la Universidad Nacional. Si hay un sector de la sociedad que votó masivamente por él, ese ciertamente fue su más reciente víctima. Sus contrincantes dirán que no hay que interrumpirlo cuando está cometiendo errores, pero tres años de descontrol llevarían al país al colapso total. Esto máxime cuando, en contraste con prácticamente cualquiera de sus predecesores recientes, para quienes la segunda mitad fue buena o muy buena en términos económicos, AMLO no tiene nada que ofrecer. Nadie sabe cuándo o cómo comienza, pero de que llega nadie lo debe dudar.