Ciudad de México (Diario El País).- Una votación presidencial cada seis años no hace democracia. Tampoco una vez cada cuatro ni cada tres. Las urnas no son el único factor para determinar la salud democrática de un país. Se necesitan unos sindicatos dignos de ese nombre, una educación y sanidad de calidad para todos y un Estado que no tenga otro paralelo y criminal a su lado, entre otras muchas cosas. Pero la ciudadanía, naturalmente, suele medir la democracia, en primer lugar, por la salud de sus elecciones, por todo lo que tiene que ver con los partidos políticos y su desempeño. En esas está ahora México, nada menos que inmerso en una reforma del sistema electoral, que incidirá en la financiación de los partidos y del organismo y los tribunales encargados de organizar, vigilar y, en su caso, sancionar el proceso. Todo es digno de revisión y mejora, sin duda. Con seriedad, desde luego. Una reforma electoral no es cosa de un solo partido, por más mayoría que tenga, sino de un consenso amplio que la perpetúe en el tiempo sin sobresaltos ni cuestionamientos hasta que la sociedad marque nuevos cambios. Que le pregunten al presidente de Chile, Gabriel Boric, qué ocurre cuando algo tan de todos como una Constitución resulta ser solo del gusto de un partido. Los consensos, en política como en el patio escolar, obligan a tragarse algún sapo incómodo con tal de avanzar en lo prioritario. Son una negociación, dura y compleja. Esta reforma planteada por el Gobierno no empezó mal. La alianza opositora Va por México, formada por el PAN, PRI y PRD, aceptó a finales de octubre entrar a negociar con el partido mayoritario, Morena, el del presidente Andrés Manuel López Obrador. Solo Movimiento Ciudadano quedó fuera de ese propósito. No harían mal en explorar todas las posibilidades para que se sume también. Pero la cosa se ha enredado en los últimos días. Una encuesta del Instituto nacional Electoral (INE), recientemente conocida, mostraba los mejores datos para el partido oficialista, Morena: el 93% de ciudadanos apoya la propuesta de destinar menos recursos públicos a los partidos políticos; el 87% avala disminuir el número de diputaciones y senadurías a nivel federal; el 78% apoya que los consejeros y los magistrados electorales sean electos por el voto directo de la ciudadanía; el 74% acepta reducir los recursos que se le otorgan al INE. Pero ese mismo partido, el beneficiado en los sondeos, se enfadó. El INE, dijeron, había ocultado los datos recabados porque no eran buenos para el propio instituto, sino para el Gobierno y su iniciativa. Y el INE respondió que ahí estaba toda la encuesta publicada y transparente. Publicada, pero no difundida, vendría a ser el resumen. El presidente López Obrador se encargó de exhibirla con su mejor sonrisa en la Mañanera y el responsable del INE, Lorenzo Córdova, restó importancia al sondeo porque se había hecho a principios de septiembre, cuando la mayoría de la población apenas sabía de la reforma, argumentó. Las espadas ya estaban en alto. No ha sido buena la relación del presidente con el INE ni con Córdova en todo el sexenio. Ese es un dato clave porque cabría preguntarse si toda esta reforma responde a un interés legítimo por mejorar las cosas o a un berrinche personal. Es de esperar que a lo primero. A esa pelea se ha sumado, más que abierta, descaradamente, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), organismo supuestamente autónomo, que pidió a los legisladores su apoyo para eliminar los “privilegios” del INE y modificar la designación actual de los consejeros, así como facilitar las consultas populares, demandas cruciales de la iniciativa presidencial. Si el asunto ya está en el Congreso, donde tienen representación los ciudadanos, quizá no hacía falta más ayuda externa. Quizá sí. La CNDH sabrá cuál es su sitio. Quiere el Gobierno, además de lo citado arriba, que desaparezcan los legisladores plurinominales, esos a los que no vota nadie en las urnas y que encuentran una representación proporcional a la obtenida por cada partido; que se recorten los espacios publicitarios de las formaciones políticas; y que se baje el umbral de participación ciudadana a partir del cual el resultado de una consulta se convierte en vinculante (a eso se refería la CNDH con facilitar las consultas populares). Ahí tienen material sobre el que ir pensando para formar su opinión. Pero no es bueno olvidar que las elecciones no son el único elemento a tener en cuenta en una democracia. Que hay urnas sin que haya democracia, vean si no los comicios sindicales en México. O, por poner un ejemplo reciente, los que organiza Ortega en Nicaragua.