Hace cien años nacía, de la mano de Antonio Gramsci, el Partido Comunista Italiano

foto-resumen

******Hace cien años nacía, de la mano de Antonio Gramsci, el Partido Comunista Italiano. Hace treinta, el mismo partido se disolvía y con él, una cultura política que hizo que ser comunista en Italia fuera diferente a serlo en cualquier otra parte. La organización que en las décadas de 1960 y 1970 había apostado por un «comunismo diferente» alejado del dogmatismo soviético, no logró sortear, sin embargo, la caída de la URSS. La cultura comunista, que era de popular y de masas, parece haber desaparecido del mapa italiano. El «otro comunismo» también desapareció Por Ariadna Dacil Lanza «Ya sé quién soy, soy un comunista», grita Michele Apicella, el protagonista de la Palombella rossa, la película que Nanni Moretti protagonizó, dirigió y estrenó en 1989, el año en el que el Muro de Berlín se resquebrajaba. El film retrata la encrucijada de un miembro del Partido Comunista Italiano (PCI) que, luego de perder parcialmente la memoria, busca entender «quién es». «Recuerdo, recuerdo», repite a cada instante: «soy un comunista», dice. Y eso define su identidad. Eran momentos en los que decir «qué soy» hablaba del «quién». Pero Apicella también se percata de la porosidad de esa identidad cuando lo acechan las dudas: «¿no veremos nunca el comunismo?», «al menos un pedacito de la fase de transición». Parece haber perdido no solo la memoria sino también el sentido de lo que significaba «ser comunista». Sus soliloquios podrían representar la voz interior de cualquier militante de izquierda en aquellos días en los que el PCI seguía siendo «el más grande de Occidente», pero el horizonte de la hoz y el martillo se revelaba ya lejano. Michelle, que vive una deriva interna, sufre además de un tironeo constantepor parte de las distintas fracciones del partido. La «izquierda más izquierdista» lo acusa de ser cómplice del sistema, mientras que por derecha sostienen que se encuentra detenido en el tiempo. En aquel contexto, el comunismo italiano pregonaba un marxismo con hibridaciones socialdemócratas en la conocida fórmula del «eurocomunismo». El PCI hacía guiños, incluso, a la participación italiana en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Además de los dilemas puertas adentro del partido, Michelle recibe los embates de su oponente (casi) permanente: la Democracia Cristiana. Esta lo acusa de prosoviético, precisamente cuando la URSS comenzaba a implementar las reformas de Mijaíl Gorbachov que permitieron, en 1989, la participación electoral de no comunistas. La película de Moretti ayuda a poner la lupa sobre el impacto que tuvo el declive de los socialismos reales sobre el PCI —el partido que el pasado enero hubiese cumplido 100 años pero que fue disuelto hace ya tres décadas—. Frente a las miradas que buscan rastrear qué queda del comunismo italiano, pensando en términos de su fundación, nuestra propuesta es pensar qué sucedió con los sentidos proyectados por el partido desde su crisis y su muerte. Un «comunismo diferente» Resulta evidente que las pujas internas dentro del PCI no fueron una novedad de las décadas de 1980 y 1990. Ya a fines de la década de 1960 distintas expresiones de izquierda comenzaron a plantear dilemas al PCI. Como explica Augusto Illuminati, si a principios de esa década «los movimientos de masas de izquierda fuera del perímetro del PCI eran escasos», la situación se modifica con la «marea de 1968». El fenómeno de protesta juvenil y obrera desarrollado en distintos países tiene en Italia sus particularidades evidentes. Allí se cruza «con los cuadros obreros emergentes, con los partidarios prochinos de la Revolución Cultural, con la diáspora de los trotskistas de Roma y Milán que, expulsados o no, pasan del PCI al movimiento [social]. Sobre todo, cambia la base de referencia: ya no son miembros del PCI y del sindicato, sino nuevos estratos estudiantiles y trabajadores de masas». En 1968 se produce, además, la salida del partido de los críticos radicales de la Unión Soviética. «A finales de 1969, la dirección del PCI, desconcertada por la continua agitación en las fábricas y universidades purgó la izquierda que se había formado en torno a la revista Il Manifesto» relata Perry Anderson. Años más tarde, Rossana Rossanda —directora de esa revista y una de las principales purgadas— dirá que lo central de aquel sector de izquierda (que formó el Partido de Unidad Proletaria) era identificar los «límites de una revolución desde el vértice, solamente política, sobre los de una mera substitución del capital privado por el público». Rossanda afirmaba que el PCI ignoraba las «nuevas subjetividades» que provocaba la restructuración del capitalismo global. Entre ellas, se destacaban el feminismo y el ecologismo. Mientras el fenómeno de radicalización de 1968 iba mermando, los dirigentes del PCI —que miraban con cierta desconfianza el proceso político callejero— buscaban ampliar sus alianzas en el marco institucional. El llamado eurocomunismo del PCI pretendía despegarse de la URSS y apelaba al llamado «compromiso histórico», una política de entendimiento con los sectores más progresistas de la Democracia Cristiana y el Partido Socialista Italiano (PSI). Este proceso fue visto, por algunos actores de izquierda, como una renuncia comunista a su papel de partido opositor. El PSI veía este proceso con sospechas. El senador socialista Pietro Nenni en una entrevista con Oriana Fallaci afirmó que un pacto del PCI con la Democracia Cristiana implicaría una «República conciliar» y la «la repartición del poder entre dos iglesias» que llevaría a la desaparición del PSI y el bloque de las fuerzas laicas. Sin embargo, el planteo de un «comunismo diverso» [comunismo diferente], tal como lo había definido el secretario general del PCI Enrico Berlinguer, daría resultados electorales positivos. En las elecciones de 1976, los comunistas salieron segundos con 12 millones de votos sobre un total de 38 millones de electores. Meses después, el director de cine Bernardo Bertolucci presentaría Novecento, su relato épico del surgimiento del PCI y la clase obrera de la Resistencia. Sin embargo, la situación política en las calles se complicaba. El movimiento de 1968, conocido como Otoño Caliente, había derivado en un proceso de radicalización violento y en el surgimiento de organizaciones armadas. Mientras la derecha tenía diversas organizaciones de corte neofascista disputaban el terreno, la izquierda veía surgir las propias. La década de 1970 sería conocida como la de «los años de plomo». Años estos que tuvieron como corolario la muerte o asesinato de 370 personas y más de mil heridos según datos de la Asociación Italiana de Víctimas del Terrorismo. En 1978 se produce un hito: el secuestro y posterior asesinato de Aldo Moro, entonces presidente de la Democracia Cristiana, por parte de las Brigadas Rojas, que buscaban con esa «propaganda por los hechos», hacer sentir la crítica sobre el acuerdo entre comunistas y democristianos. El PCI retrocedió en su apoyo al primer ministro Giulio Andreotti (considerado el verdadero poder en Italia), quien fue acusado de no colaborar en la liberación del presidente de su partido. Moro terminará asesinado luego de 55 días de cautiverio. El corolario lógico fue el fin del «compromiso histórico». En 1979, el PCI sufre un golpe: pierde una treintena de bancas entre diputados y senadores, y las fuerzas «de centro» aprovechan el retroceso comunista, armando un gobierno con los democristianos. La Democracia Cristiana pasa, en pocos años, de un acuerdo con el PCI a formar un gobierno de coalición de cinco fuerzas sin ellos. En junio de 1984, fallece, además, Enrico Berlinguer, el líder comunista que se había transformado en un faro moral y político de millones de italianos. Se calcula que más de un millón de personas se movilizaron a despedirlo. Algo de esa mística se vio reflejada días más tarde durante las elecciones al Parlamento Europeo, cuando el PCI obtuvo casi 12 millones de votos en lo que se conoció como el sorpasso. Los comunistas habían logrado por primera vez ubicarse por encima de la Democracia Cristiana en una elección nacional. Además, los antiguos purgados del Partido de Unidad Proletaria volvieron al PCI. Pero el fulgor comunista tendrá un desenlace distinto un año después con el plebiscito que consultaba si se avanzaba o se retrocedía con los recortes del gobierno, impulsados por el socialista Bettino Craxi. Más que una derrota electoral del PCI fue una pérdida simbólica: los italianos aceptaban ajustar el gasto. Desde entonces, el comunismo, que se había transformado en el «sentido común» de millones de italianos y que expresaba no solo a un partido político, sino a una cultura y un modo de vida, empezaba a diluirse. Recambios de figuras, anquilosamientos y pérdida de hegemonía frente a otras formaciones políticas que se abroquelaban para impedir permanentemente su posibilidad de gobierno. Réquiem por el PCI «Aquí no solo se derrumba el comunismo, sino todo el siglo XX», le dijo Achille Occhetto, último secretario del PCI a un periodista mientras veía imágenes del mismo momento en que era derribado el Muro de Berlín. Tres días después, la crisis del PCI, el segundo más votado en décadas en ese país, vivirá su desenlace en el XX Congreso, que será sucedido por un proceso al que se ha denominado de «crisis de representación» de los partidos políticos tradicionales y que en el caso Italia se acelera con el escándalo del Mani pulite [manos limpias] que implicó a todos los partidos del establishment de la península. En aquel Congreso, Occhetto anunció la svolta della Bolognina [punto de inflexión de la Bolognina], y desde allí, desde ese distrito de Bologna y bastión del «cinturón rojo», recomienda «no seguir por viejos caminos, sino inventar nuevos para unificar las fuerzas del progreso». Si Togliatti había hablado de la svolta di Salerno para impulsar la política de Frente Popular difundida por Stalin en la década de 1930, y a Berlinguer se le había atribuido una segunda svolta di Salerno para referirse al «compromiso histórico» y a la construcción de un socialismo de tipo democrático alejado de la URSS, Occhetto marcaba un nuevo giro. Este iba a ser, sin embargo, muy distinto a los precedentes: iba a terminar con el partido mismo. El giro de Ochetto era el corolario de una serie de debates que ya se desarrollaban al interior del PCI entre quienes pretendían cambiar desde el nombre hasta los símbolos que lo identificaban; y quienes aún veían en el significante «comunista» la irradiación de un sentido y una cultura política. Los debates fueron visibilizados por Ettore Scola en Mario, Maria e Mario, una película sobre la disolución del Partido Comunista Italiano. «Para renovar un partido es necesario reforzarlo, no separarlo en dos y renare el pasado y la historia», dice María. «¿Qué es renare?», pregunta su esposo Mario. «Mandar a cagar», le responde ella, mientras miran por televisión el debate del XIX Congreso del PCI en 1990. El final, sin embargo, se produciría un año más tarde, en 1991. La mayoría de los comunistas, que asumían que la caída de la URSS debía llevarlos a abrazar una vía más moderada, aceptan cambiar de nombre y el partido es rebautizado como Partido Democrático de la Izquierda (PDS, por sus siglas en italiano), liderado por Ochetto. Un grupo de díscolos disidentes fundan, al mismo tiempo, el Partido de la Refundación Comunista (PRC). Los lectores del periódico comunista L´Unitá dejarían de ver la leyenda Giornale del Partito Comunista Italiano en la portada y leerán Giornale fondato da Antonio Gramsci. En el film de Scola, María le pregunta a Mario si hay que «negar todo; las ideas, el pasado, los deseos, las pasiones». No era la caída de un partido sino la de una identidad, la de una memoria y unos sueños comunes. Pero la crisis no había llegado solo al PCI. El 3 de julio de 1992, el socialista Craxi —quien huirá a Túnez tras comprobarse los corruptos mecanismos de financiación de su partido político— pronunció en el Parlamento una frase con la que pretendía describir el sistema político, pero que adquiere un tono de autoinculpación: «lo que todo el mundo sabe es que gran parte del financiamiento político es irregular o ilegal». Eran tiempos en los que estalló el escándalo de corrupción denominado Mani pulite que involucró a empresarios y representantes del «pentapartito». En las siguientes elecciones, por motivos diferentes, las dos fuerzas en las que se dividió el PCI, así como también la Democracia Cristiana, pierden un gran caudal de votos que se vieron capitalizados por partidos formados recientemente como La Red y la Liga Norte, una fuerza regionalista de derecha. Esa fue la primera elección sin el PCI. Si bien el PDS queda segundo en términos de bancas y el PRC quinto, ambos no llegan a sumar todos los votos que supieron acumular cuando eran parte de la misma fuerza. La concurrencia a las urnas empezaba a reducirse a ese acto y no como un elemento entre otros de la participación política. «Si los individuos se absorben en la esfera privada, no debemos deducir apresuradamente que se desinteresan de la naturaleza del sistema político», dirá Gilles Lipovetszky en referencia a la época. «La indiferencia pura no significa indiferencia a la democracia, significa abandono emocional de los grandes referentes ideológicos, apatía en las consultas electorales, banalización espectacular de lo político», remataba. El cuestionamiento a la representación de los partidos no se ciñe a los casos de corrupción imperantes, sino a estructuras ligadas a ordenamientos ideológicos que estaban dejando de existir. En el caso del PCI, el efecto de la disolución de la Unión Soviética era evidente, aun con el distanciamiento ideológico que los comunistas italianos sostenían respecto a los soviéticos. A la crisis de legitimidad que pesó sobre el PCI y otras expresiones de izquierda, le siguió el cuestionamiento —por otros motivos— a los partidos que integraban el «centro» del que hablaban Andreotti y Nenni. Desaparecido el PCI, las fuerzas del «pentapartito» no se erigieron como ganadoras: en 1993 y 1994, la Democracia Cristiana y el PSI perdieron alrededor de la mitad de sus votos, dando lugar a La Liga y luego a Forza Italia de Silvio Berlusconi. Este proceso, en el que el politólogo Gianfranco Pasquino ubica la «segunda transición» (la primera la sitúa entre 1943 y el 1948), sigue abierto. Y por más que algunas expresiones actuales puedan presumir entre sus recursos «el legado de esa cultura política», aquella pérdida del significante fuerte del comunismo no hizo surgir una formulación superadora, sino, muy por el contrario, una dispersión de las fuerzas de izquierda sin punto de apoyo. La falta del punto de apoyo de la izquierda en la política italiana actual La disolución del Partido Comunista fue acompañada de sucesivos nombres y de símbolos. Primero fue el mencionado Partido Democrático de la Izquierda, con el cual la hoz y el martillo dejaron paso a un roble. Luego fue Demócratas de Izquierda y el roble dio lugar a la rosa. Finalmente, quedó el magro Partido Democrático (PD) que incluso sufrió un nuevo desmembramiento con la partida de Matteo Renzi y la formación de Italia Viva. Hoy su símbolo es apenas un modesto PD con unas pequeñas hojas. Aunque formalmente ese es el partido sucesor del PCI, numerosos partidos de izquierda, que cuentan en sus filas con ex comunistas, surgieron a lo largo de los treinta años de su disolución. El sector de comunistas que en 1991 se opuso a la disolución del PCI sigue nucleado en Refundación Comunista, una organización que conserva una buena cantidad de secciones políticas y de militantes a lo largo y a lo ancho del país. Desde los 2000, el partido vive, sin embargo, un fenómeno de declive que lo ha dejado fuera del Parlamento. Junto a él conviven otras organizaciones que reivindican parte de la antigua cultura comunista. La más reciente es Potere al Popolo [Poder al pueblo], nacido en un centro social de Nápoles en 2017. Potere al Popolo tiene como base a diversas organizaciones de tradición internacionalista, pero no obtiene mejores resultados que el PRC. Lo cierto es que, desde la disolución del PCI, las alianzas políticas de la izquierda ubicada «a la izquierda de los herederos del PCI», fueron limitadas y frágiles, a la vez que incapaces de incidir políticamente en los gobiernos y en la oposición. En conjunto apenas alcanzaron poco más del 1% del electorado en las últimas elecciones generales de 2018. Muchas otras organizaciones de base se sienten herederas de la cultura comunista. Pero ninguna la expresa. Más allá de los partidos, Italia vive una proliferación de expresiones que parecen recuperar parte de la cultura de izquierda. Los movimientos de ocupación de edificios y la aparición de nuevos centros sociales, el desarrollo de una nueva prensa política y la emergencia de movimientos como Non una di meno [Ni una menos], están revitalizando la escena. Algunas de estas expresiones, que no resultan del todo novedosas y que se hicieron fuertes en la década de 1990, abrevan en la cultura comunista pero también en la de los movimientos de la autonomía obrera de la década de 1970. Ese fue el caso de la toma de viviendas y los centros sociales. Las primeras estuvieron ligadas al Movimento di lotta per la casa [Movimiento de lucha por la vivienda], pero luego se sumaron otras asociaciones a las luchas en favor de la vivienda y las ocupaciones. Entre ellas se destaca el Forte Prenestino en Roma, donde aún hoy se celebra el 1° de mayo por casi doce horas consecutivas. Los centros sociales, como el CSOA Officina 99 en Nápoles o el Centro Social Ocupado y Autogestionado Leonkavallo en Milán, suelen tener el impulso de estudiantes universitarios. «Los centros sociales han renovado el desafío de los movimientos autónomos de la década de 1970 que tenían una mala relación con el PCI», dice Francesco Raparelli, doctor en Filosofía e integrante de Esc Atelier, uno de los centros sociales del barrio de San Lorenzo en Roma que es sede de los plenarios del movimiento Non una di meno y lo fue de la Conferencia Internacional sobre Comunismo en 2017, impulsado entre otros por el diario Il Manifesto. Las experiencias de izquierda italianas contemporáneas están lejos de representar a las grandes mayorías del país. La política de izquierda como articuladora de la esfera pública y privada, y constructora de una identidad casi ha desaparecido. Como resumirá Rossana Rossanda de manera autocrítica: «la caída del Este, que debía haber constituido una oportunidad para nosotros, ha sido el tornasol sobre el cual ha quedado en evidencia la debilidad de las izquierdas históricas». Si bien fue progresiva y no lineal, la pérdida del fin último del PCI y la disolución del comunismo italiano como «cultura política», conllevó a un proceso de construcción de nuevas izquierdas que la reclaman, pero la rehúyen. Ser un comunista italiano era algo distinto a ser un comunista soviético e incluso un comunista de otros países de Occidente. Sin embargo, esa cultura ya no existe como tal. Ahora, todos los que la invocan parecen Apicella, el personaje de la película de Nanni Moretti, diciendo «soy un comunista». Solo que la frase refleja una nostalgia. Una nostalgia que dice algo de la Italia actual. Y de su izquierda.Hace cien años nacía, de la mano de Antonio Gramsci, el Partido Comunista Italiano. Hace treinta, el mismo partido se disolvía y con él, una cultura política que hizo que ser comunista en Italia fuera diferente a serlo en cualquier otra parte. La organización que en las décadas de 1960 y 1970 había apostado por un «comunismo diferente» alejado del dogmatismo soviético, no logró sortear, sin embargo, la caída de la URSS. La cultura comunista, que era de popular y de masas, parece haber desaparecido del mapa italiano. El «otro comunismo» también desapareció «Ya sé quién soy, soy un comunista», grita Michele Apicella, el protagonista de la Palombella rossa, la película que Nanni Moretti protagonizó, dirigió y estrenó en 1989, el año en el que el Muro de Berlín se resquebrajaba. El film retrata la encrucijada de un miembro del Partido Comunista Italiano (PCI) que, luego de perder parcialmente la memoria, busca entender «quién es». «Recuerdo, recuerdo», repite a cada instante: «soy un comunista», dice. Y eso define su identidad. Eran momentos en los que decir «qué soy» hablaba del «quién». Pero Apicella también se percata de la porosidad de esa identidad cuando lo acechan las dudas: «¿no veremos nunca el comunismo?», «al menos un pedacito de la fase de transición». Parece haber perdido no solo la memoria sino también el sentido de lo que significaba «ser comunista». Sus soliloquios podrían representar la voz interior de cualquier militante de izquierda en aquellos días en los que el PCI seguía siendo «el más grande de Occidente», pero el horizonte de la hoz y el martillo se revelaba ya lejano. Michelle, que vive una deriva interna, sufre además de un tironeo constantepor parte de las distintas fracciones del partido. La «izquierda más izquierdista» lo acusa de ser cómplice del sistema, mientras que por derecha sostienen que se encuentra detenido en el tiempo. En aquel contexto, el comunismo italiano pregonaba un marxismo con hibridaciones socialdemócratas en la conocida fórmula del «eurocomunismo». El PCI hacía guiños, incluso, a la participación italiana en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Además de los dilemas puertas adentro del partido, Michelle recibe los embates de su oponente (casi) permanente: la Democracia Cristiana. Esta lo acusa de prosoviético, precisamente cuando la URSS comenzaba a implementar las reformas de Mijaíl Gorbachov que permitieron, en 1989, la participación electoral de no comunistas. La película de Moretti ayuda a poner la lupa sobre el impacto que tuvo el declive de los socialismos reales sobre el PCI —el partido que el pasado enero hubiese cumplido 100 años pero que fue disuelto hace ya tres décadas—. Frente a las miradas que buscan rastrear qué queda del comunismo italiano, pensando en términos de su fundación, nuestra propuesta es pensar qué sucedió con los sentidos proyectados por el partido desde su crisis y su muerte. Un «comunismo diferente» Resulta evidente que las pujas internas dentro del PCI no fueron una novedad de las décadas de 1980 y 1990. Ya a fines de la década de 1960 distintas expresiones de izquierda comenzaron a plantear dilemas al PCI. Como explica Augusto Illuminati, si a principios de esa década «los movimientos de masas de izquierda fuera del perímetro del PCI eran escasos», la situación se modifica con la «marea de 1968». El fenómeno de protesta juvenil y obrera desarrollado en distintos países tiene en Italia sus particularidades evidentes. Allí se cruza «con los cuadros obreros emergentes, con los partidarios prochinos de la Revolución Cultural, con la diáspora de los trotskistas de Roma y Milán que, expulsados o no, pasan del PCI al movimiento [social]. Sobre todo, cambia la base de referencia: ya no son miembros del PCI y del sindicato, sino nuevos estratos estudiantiles y trabajadores de masas». En 1968 se produce, además, la salida del partido de los críticos radicales de la Unión Soviética. «A finales de 1969, la dirección del PCI, desconcertada por la continua agitación en las fábricas y universidades purgó la izquierda que se había formado en torno a la revista Il Manifesto» relata Perry Anderson. Años más tarde, Rossana Rossanda —directora de esa revista y una de las principales purgadas— dirá que lo central de aquel sector de izquierda (que formó el Partido de Unidad Proletaria) era identificar los «límites de una revolución desde el vértice, solamente política, sobre los de una mera substitución del capital privado por el público». Rossanda afirmaba que el PCI ignoraba las «nuevas subjetividades» que provocaba la restructuración del capitalismo global. Entre ellas, se destacaban el feminismo y el ecologismo. Mientras el fenómeno de radicalización de 1968 iba mermando, los dirigentes del PCI —que miraban con cierta desconfianza el proceso político callejero— buscaban ampliar sus alianzas en el marco institucional. El llamado eurocomunismo del PCI pretendía despegarse de la URSS y apelaba al llamado «compromiso histórico», una política de entendimiento con los sectores más progresistas de la Democracia Cristiana y el Partido Socialista Italiano (PSI). Este proceso fue visto, por algunos actores de izquierda, como una renuncia comunista a su papel de partido opositor. El PSI veía este proceso con sospechas. El senador socialista Pietro Nenni en una entrevista con Oriana Fallaci afirmó que un pacto del PCI con la Democracia Cristiana implicaría una «República conciliar» y la «la repartición del poder entre dos iglesias» que llevaría a la desaparición del PSI y el bloque de las fuerzas laicas. Sin embargo, el planteo de un «comunismo diverso» [comunismo diferente], tal como lo había definido el secretario general del PCI Enrico Berlinguer, daría resultados electorales positivos. En las elecciones de 1976, los comunistas salieron segundos con 12 millones de votos sobre un total de 38 millones de electores. Meses después, el director de cine Bernardo Bertolucci presentaría Novecento, su relato épico del surgimiento del PCI y la clase obrera de la Resistencia. Sin embargo, la situación política en las calles se complicaba. El movimiento de 1968, conocido como Otoño Caliente, había derivado en un proceso de radicalización violento y en el surgimiento de organizaciones armadas. Mientras la derecha tenía diversas organizaciones de corte neofascista disputaban el terreno, la izquierda veía surgir las propias. La década de 1970 sería conocida como la de «los años de plomo». Años estos que tuvieron como corolario la muerte o asesinato de 370 personas y más de mil heridos según datos de la Asociación Italiana de Víctimas del Terrorismo. En 1978 se produce un hito: el secuestro y posterior asesinato de Aldo Moro, entonces presidente de la Democracia Cristiana, por parte de las Brigadas Rojas, que buscaban con esa «propaganda por los hechos», hacer sentir la crítica sobre el acuerdo entre comunistas y democristianos. El PCI retrocedió en su apoyo al primer ministro Giulio Andreotti (considerado el verdadero poder en Italia), quien fue acusado de no colaborar en la liberación del presidente de su partido. Moro terminará asesinado luego de 55 días de cautiverio. El corolario lógico fue el fin del «compromiso histórico». En 1979, el PCI sufre un golpe: pierde una treintena de bancas entre diputados y senadores, y las fuerzas «de centro» aprovechan el retroceso comunista, armando un gobierno con los democristianos. La Democracia Cristiana pasa, en pocos años, de un acuerdo con el PCI a formar un gobierno de coalición de cinco fuerzas sin ellos. En junio de 1984, fallece, además, Enrico Berlinguer, el líder comunista que se había transformado en un faro moral y político de millones de italianos. Se calcula que más de un millón de personas se movilizaron a despedirlo. Algo de esa mística se vio reflejada días más tarde durante las elecciones al Parlamento Europeo, cuando el PCI obtuvo casi 12 millones de votos en lo que se conoció como el sorpasso. Los comunistas habían logrado por primera vez ubicarse por encima de la Democracia Cristiana en una elección nacional. Además, los antiguos purgados del Partido de Unidad Proletaria volvieron al PCI. Pero el fulgor comunista tendrá un desenlace distinto un año después con el plebiscito que consultaba si se avanzaba o se retrocedía con los recortes del gobierno, impulsados por el socialista Bettino Craxi. Más que una derrota electoral del PCI fue una pérdida simbólica: los italianos aceptaban ajustar el gasto. Desde entonces, el comunismo, que se había transformado en el «sentido común» de millones de italianos y que expresaba no solo a un partido político, sino a una cultura y un modo de vida, empezaba a diluirse. Recambios de figuras, anquilosamientos y pérdida de hegemonía frente a otras formaciones políticas que se abroquelaban para impedir permanentemente su posibilidad de gobierno. Réquiem por el PCI «Aquí no solo se derrumba el comunismo, sino todo el siglo XX», le dijo Achille Occhetto, último secretario del PCI a un periodista mientras veía imágenes del mismo momento en que era derribado el Muro de Berlín. Tres días después, la crisis del PCI, el segundo más votado en décadas en ese país, vivirá su desenlace en el XX Congreso, que será sucedido por un proceso al que se ha denominado de «crisis de representación» de los partidos políticos tradicionales y que en el caso Italia se acelera con el escándalo del Mani pulite [manos limpias] que implicó a todos los partidos del establishment de la península. En aquel Congreso, Occhetto anunció la svolta della Bolognina [punto de inflexión de la Bolognina], y desde allí, desde ese distrito de Bologna y bastión del «cinturón rojo», recomienda «no seguir por viejos caminos, sino inventar nuevos para unificar las fuerzas del progreso». Si Togliatti había hablado de la svolta di Salerno para impulsar la política de Frente Popular difundida por Stalin en la década de 1930, y a Berlinguer se le había atribuido una segunda svolta di Salerno para referirse al «compromiso histórico» y a la construcción de un socialismo de tipo democrático alejado de la URSS, Occhetto marcaba un nuevo giro. Este iba a ser, sin embargo, muy distinto a los precedentes: iba a terminar con el partido mismo. El giro de Ochetto era el corolario de una serie de debates que ya se desarrollaban al interior del PCI entre quienes pretendían cambiar desde el nombre hasta los símbolos que lo identificaban; y quienes aún veían en el significante «comunista» la irradiación de un sentido y una cultura política. Los debates fueron visibilizados por Ettore Scola en Mario, Maria e Mario, una película sobre la disolución del Partido Comunista Italiano. «Para renovar un partido es necesario reforzarlo, no separarlo en dos y renare el pasado y la historia», dice María. «¿Qué es renare?», pregunta su esposo Mario. «Mandar a cagar», le responde ella, mientras miran por televisión el debate del XIX Congreso del PCI en 1990. El final, sin embargo, se produciría un año más tarde, en 1991. La mayoría de los comunistas, que asumían que la caída de la URSS debía llevarlos a abrazar una vía más moderada, aceptan cambiar de nombre y el partido es rebautizado como Partido Democrático de la Izquierda (PDS, por sus siglas en italiano), liderado por Ochetto. Un grupo de díscolos disidentes fundan, al mismo tiempo, el Partido de la Refundación Comunista (PRC). Los lectores del periódico comunista L´Unitá dejarían de ver la leyenda Giornale del Partito Comunista Italiano en la portada y leerán Giornale fondato da Antonio Gramsci. En el film de Scola, María le pregunta a Mario si hay que «negar todo; las ideas, el pasado, los deseos, las pasiones». No era la caída de un partido sino la de una identidad, la de una memoria y unos sueños comunes. Pero la crisis no había llegado solo al PCI. El 3 de julio de 1992, el socialista Craxi —quien huirá a Túnez tras comprobarse los corruptos mecanismos de financiación de su partido político— pronunció en el Parlamento una frase con la que pretendía describir el sistema político, pero que adquiere un tono de autoinculpación: «lo que todo el mundo sabe es que gran parte del financiamiento político es irregular o ilegal». Eran tiempos en los que estalló el escándalo de corrupción denominado Mani pulite que involucró a empresarios y representantes del «pentapartito». En las siguientes elecciones, por motivos diferentes, las dos fuerzas en las que se dividió el PCI, así como también la Democracia Cristiana, pierden un gran caudal de votos que se vieron capitalizados por partidos formados recientemente como La Red y la Liga Norte, una fuerza regionalista de derecha. Esa fue la primera elección sin el PCI. Si bien el PDS queda segundo en términos de bancas y el PRC quinto, ambos no llegan a sumar todos los votos que supieron acumular cuando eran parte de la misma fuerza. La concurrencia a las urnas empezaba a reducirse a ese acto y no como un elemento entre otros de la participación política. «Si los individuos se absorben en la esfera privada, no debemos deducir apresuradamente que se desinteresan de la naturaleza del sistema político», dirá Gilles Lipovetszky en referencia a la época. «La indiferencia pura no significa indiferencia a la democracia, significa abandono emocional de los grandes referentes ideológicos, apatía en las consultas electorales, banalización espectacular de lo político», remataba. El cuestionamiento a la representación de los partidos no se ciñe a los casos de corrupción imperantes, sino a estructuras ligadas a ordenamientos ideológicos que estaban dejando de existir. En el caso del PCI, el efecto de la disolución de la Unión Soviética era evidente, aun con el distanciamiento ideológico que los comunistas italianos sostenían respecto a los soviéticos. A la crisis de legitimidad que pesó sobre el PCI y otras expresiones de izquierda, le siguió el cuestionamiento —por otros motivos— a los partidos que integraban el «centro» del que hablaban Andreotti y Nenni. Desaparecido el PCI, las fuerzas del «pentapartito» no se erigieron como ganadoras: en 1993 y 1994, la Democracia Cristiana y el PSI perdieron alrededor de la mitad de sus votos, dando lugar a La Liga y luego a Forza Italia de Silvio Berlusconi. Este proceso, en el que el politólogo Gianfranco Pasquino ubica la «segunda transición» (la primera la sitúa entre 1943 y el 1948), sigue abierto. Y por más que algunas expresiones actuales puedan presumir entre sus recursos «el legado de esa cultura política», aquella pérdida del significante fuerte del comunismo no hizo surgir una formulación superadora, sino, muy por el contrario, una dispersión de las fuerzas de izquierda sin punto de apoyo. La falta del punto de apoyo de la izquierda en la política italiana actual La disolución del Partido Comunista fue acompañada de sucesivos nombres y de símbolos. Primero fue el mencionado Partido Democrático de la Izquierda, con el cual la hoz y el martillo dejaron paso a un roble. Luego fue Demócratas de Izquierda y el roble dio lugar a la rosa. Finalmente, quedó el magro Partido Democrático (PD) que incluso sufrió un nuevo desmembramiento con la partida de Matteo Renzi y la formación de Italia Viva. Hoy su símbolo es apenas un modesto PD con unas pequeñas hojas. Aunque formalmente ese es el partido sucesor del PCI, numerosos partidos de izquierda, que cuentan en sus filas con ex comunistas, surgieron a lo largo de los treinta años de su disolución. El sector de comunistas que en 1991 se opuso a la disolución del PCI sigue nucleado en Refundación Comunista, una organización que conserva una buena cantidad de secciones políticas y de militantes a lo largo y a lo ancho del país. Desde los 2000, el partido vive, sin embargo, un fenómeno de declive que lo ha dejado fuera del Parlamento. Junto a él conviven otras organizaciones que reivindican parte de la antigua cultura comunista. La más reciente es Potere al Popolo [Poder al pueblo], nacido en un centro social de Nápoles en 2017. Potere al Popolo tiene como base a diversas organizaciones de tradición internacionalista, pero no obtiene mejores resultados que el PRC. Lo cierto es que, desde la disolución del PCI, las alianzas políticas de la izquierda ubicada «a la izquierda de los herederos del PCI», fueron limitadas y frágiles, a la vez que incapaces de incidir políticamente en los gobiernos y en la oposición. En conjunto apenas alcanzaron poco más del 1% del electorado en las últimas elecciones generales de 2018. Muchas otras organizaciones de base se sienten herederas de la cultura comunista. Pero ninguna la expresa. Más allá de los partidos, Italia vive una proliferación de expresiones que parecen recuperar parte de la cultura de izquierda. Los movimientos de ocupación de edificios y la aparición de nuevos centros sociales, el desarrollo de una nueva prensa política y la emergencia de movimientos como Non una di meno [Ni una menos], están revitalizando la escena. Algunas de estas expresiones, que no resultan del todo novedosas y que se hicieron fuertes en la década de 1990, abrevan en la cultura comunista pero también en la de los movimientos de la autonomía obrera de la década de 1970. Ese fue el caso de la toma de viviendas y los centros sociales. Las primeras estuvieron ligadas al Movimento di lotta per la casa [Movimiento de lucha por la vivienda], pero luego se sumaron otras asociaciones a las luchas en favor de la vivienda y las ocupaciones. Entre ellas se destaca el Forte Prenestino en Roma, donde aún hoy se celebra el 1° de mayo por casi doce horas consecutivas. Los centros sociales, como el CSOA Officina 99 en Nápoles o el Centro Social Ocupado y Autogestionado Leonkavallo en Milán, suelen tener el impulso de estudiantes universitarios. «Los centros sociales han renovado el desafío de los movimientos autónomos de la década de 1970 que tenían una mala relación con el PCI», dice Francesco Raparelli, doctor en Filosofía e integrante de Esc Atelier, uno de los centros sociales del barrio de San Lorenzo en Roma que es sede de los plenarios del movimiento Non una di meno y lo fue de la Conferencia Internacional sobre Comunismo en 2017, impulsado entre otros por el diario Il Manifesto. Las experiencias de izquierda italianas contemporáneas están lejos de representar a las grandes mayorías del país. La política de izquierda como articuladora de la esfera pública y privada, y constructora de una identidad casi ha desaparecido. Como resumirá Rossana Rossanda de manera autocrítica: «la caída del Este, que debía haber constituido una oportunidad para nosotros, ha sido el tornasol sobre el cual ha quedado en evidencia la debilidad de las izquierdas históricas». Si bien fue progresiva y no lineal, la pérdida del fin último del PCI y la disolución del comunismo italiano como «cultura política», conllevó a un proceso de construcción de nuevas izquierdas que la reclaman, pero la rehúyen. Ser un comunista italiano era algo distinto a ser un comunista soviético e incluso un comunista de otros países de Occidente. Sin embargo, esa cultura ya no existe como tal. Ahora, todos los que la invocan parecen Apicella, el personaje de la película de Nanni Moretti, diciendo «soy un comunista». Solo que la frase refleja una nostalgia. Una nostalgia que dice algo de la Italia actual. Y de su izquierda.Hace cien años nacía, de la mano de Antonio Gramsci, el Partido Comunista Italiano. Hace treinta, el mismo partido se disolvía y con él, una cultura política que hizo que ser comunista en Italia fuera diferente a serlo en cualquier otra parte. La organización que en las décadas de 1960 y 1970 había apostado por un «comunismo diferente» alejado del dogmatismo soviético, no logró sortear, sin embargo, la caída de la URSS. La cultura comunista, que era de popular y de masas, parece haber desaparecido del mapa italiano. El «otro comunismo» también desapareció «Ya sé quién soy, soy un comunista», grita Michele Apicella, el protagonista de la Palombella rossa, la película que Nanni Moretti protagonizó, dirigió y estrenó en 1989, el año en el que el Muro de Berlín se resquebrajaba. El film retrata la encrucijada de un miembro del Partido Comunista Italiano (PCI) que, luego de perder parcialmente la memoria, busca entender «quién es». «Recuerdo, recuerdo», repite a cada instante: «soy un comunista», dice. Y eso define su identidad. Eran momentos en los que decir «qué soy» hablaba del «quién». Pero Apicella también se percata de la porosidad de esa identidad cuando lo acechan las dudas: «¿no veremos nunca el comunismo?», «al menos un pedacito de la fase de transición». Parece haber perdido no solo la memoria sino también el sentido de lo que significaba «ser comunista». Sus soliloquios podrían representar la voz interior de cualquier militante de izquierda en aquellos días en los que el PCI seguía siendo «el más grande de Occidente», pero el horizonte de la hoz y el martillo se revelaba ya lejano. Michelle, que vive una deriva interna, sufre además de un tironeo constantepor parte de las distintas fracciones del partido. La «izquierda más izquierdista» lo acusa de ser cómplice del sistema, mientras que por derecha sostienen que se encuentra detenido en el tiempo. En aquel contexto, el comunismo italiano pregonaba un marxismo con hibridaciones socialdemócratas en la conocida fórmula del «eurocomunismo». El PCI hacía guiños, incluso, a la participación italiana en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Además de los dilemas puertas adentro del partido, Michelle recibe los embates de su oponente (casi) permanente: la Democracia Cristiana. Esta lo acusa de prosoviético, precisamente cuando la URSS comenzaba a implementar las reformas de Mijaíl Gorbachov que permitieron, en 1989, la participación electoral de no comunistas. La película de Moretti ayuda a poner la lupa sobre el impacto que tuvo el declive de los socialismos reales sobre el PCI —el partido que el pasado enero hubiese cumplido 100 años pero que fue disuelto hace ya tres décadas—. Frente a las miradas que buscan rastrear qué queda del comunismo italiano, pensando en términos de su fundación, nuestra propuesta es pensar qué sucedió con los sentidos proyectados por el partido desde su crisis y su muerte. Un «comunismo diferente» Resulta evidente que las pujas internas dentro del PCI no fueron una novedad de las décadas de 1980 y 1990. Ya a fines de la década de 1960 distintas expresiones de izquierda comenzaron a plantear dilemas al PCI. Como explica Augusto Illuminati, si a principios de esa década «los movimientos de masas de izquierda fuera del perímetro del PCI eran escasos», la situación se modifica con la «marea de 1968». El fenómeno de protesta juvenil y obrera desarrollado en distintos países tiene en Italia sus particularidades evidentes. Allí se cruza «con los cuadros obreros emergentes, con los partidarios prochinos de la Revolución Cultural, con la diáspora de los trotskistas de Roma y Milán que, expulsados o no, pasan del PCI al movimiento [social]. Sobre todo, cambia la base de referencia: ya no son miembros del PCI y del sindicato, sino nuevos estratos estudiantiles y trabajadores de masas». En 1968 se produce, además, la salida del partido de los críticos radicales de la Unión Soviética. «A finales de 1969, la dirección del PCI, desconcertada por la continua agitación en las fábricas y universidades purgó la izquierda que se había formado en torno a la revista Il Manifesto» relata Perry Anderson. Años más tarde, Rossana Rossanda —directora de esa revista y una de las principales purgadas— dirá que lo central de aquel sector de izquierda (que formó el Partido de Unidad Proletaria) era identificar los «límites de una revolución desde el vértice, solamente política, sobre los de una mera substitución del capital privado por el público». Rossanda afirmaba que el PCI ignoraba las «nuevas subjetividades» que provocaba la restructuración del capitalismo global. Entre ellas, se destacaban el feminismo y el ecologismo. Mientras el fenómeno de radicalización de 1968 iba mermando, los dirigentes del PCI —que miraban con cierta desconfianza el proceso político callejero— buscaban ampliar sus alianzas en el marco institucional. El llamado eurocomunismo del PCI pretendía despegarse de la URSS y apelaba al llamado «compromiso histórico», una política de entendimiento con los sectores más progresistas de la Democracia Cristiana y el Partido Socialista Italiano (PSI). Este proceso fue visto, por algunos actores de izquierda, como una renuncia comunista a su papel de partido opositor. El PSI veía este proceso con sospechas. El senador socialista Pietro Nenni en una entrevista con Oriana Fallaci afirmó que un pacto del PCI con la Democracia Cristiana implicaría una «República conciliar» y la «la repartición del poder entre dos iglesias» que llevaría a la desaparición del PSI y el bloque de las fuerzas laicas. Sin embargo, el planteo de un «comunismo diverso» [comunismo diferente], tal como lo había definido el secretario general del PCI Enrico Berlinguer, daría resultados electorales positivos. En las elecciones de 1976, los comunistas salieron segundos con 12 millones de votos sobre un total de 38 millones de electores. Meses después, el director de cine Bernardo Bertolucci presentaría Novecento, su relato épico del surgimiento del PCI y la clase obrera de la Resistencia. Sin embargo, la situación política en las calles se complicaba. El movimiento de 1968, conocido como Otoño Caliente, había derivado en un proceso de radicalización violento y en el surgimiento de organizaciones armadas. Mientras la derecha tenía diversas organizaciones de corte neofascista disputaban el terreno, la izquierda veía surgir las propias. La década de 1970 sería conocida como la de «los años de plomo». Años estos que tuvieron como corolario la muerte o asesinato de 370 personas y más de mil heridos según datos de la Asociación Italiana de Víctimas del Terrorismo. En 1978 se produce un hito: el secuestro y posterior asesinato de Aldo Moro, entonces presidente de la Democracia Cristiana, por parte de las Brigadas Rojas, que buscaban con esa «propaganda por los hechos», hacer sentir la crítica sobre el acuerdo entre comunistas y democristianos. El PCI retrocedió en su apoyo al primer ministro Giulio Andreotti (considerado el verdadero poder en Italia), quien fue acusado de no colaborar en la liberación del presidente de su partido. Moro terminará asesinado luego de 55 días de cautiverio. El corolario lógico fue el fin del «compromiso histórico». En 1979, el PCI sufre un golpe: pierde una treintena de bancas entre diputados y senadores, y las fuerzas «de centro» aprovechan el retroceso comunista, armando un gobierno con los democristianos. La Democracia Cristiana pasa, en pocos años, de un acuerdo con el PCI a formar un gobierno de coalición de cinco fuerzas sin ellos. En junio de 1984, fallece, además, Enrico Berlinguer, el líder comunista que se había transformado en un faro moral y político de millones de italianos. Se calcula que más de un millón de personas se movilizaron a despedirlo. Algo de esa mística se vio reflejada días más tarde durante las elecciones al Parlamento Europeo, cuando el PCI obtuvo casi 12 millones de votos en lo que se conoció como el sorpasso. Los comunistas habían logrado por primera vez ubicarse por encima de la Democracia Cristiana en una elección nacional. Además, los antiguos purgados del Partido de Unidad Proletaria volvieron al PCI. Pero el fulgor comunista tendrá un desenlace distinto un año después con el plebiscito que consultaba si se avanzaba o se retrocedía con los recortes del gobierno, impulsados por el socialista Bettino Craxi. Más que una derrota electoral del PCI fue una pérdida simbólica: los italianos aceptaban ajustar el gasto. Desde entonces, el comunismo, que se había transformado en el «sentido común» de millones de italianos y que expresaba no solo a un partido político, sino a una cultura y un modo de vida, empezaba a diluirse. Recambios de figuras, anquilosamientos y pérdida de hegemonía frente a otras formaciones políticas que se abroquelaban para impedir permanentemente su posibilidad de gobierno. Réquiem por el PCI «Aquí no solo se derrumba el comunismo, sino todo el siglo XX», le dijo Achille Occhetto, último secretario del PCI a un periodista mientras veía imágenes del mismo momento en que era derribado el Muro de Berlín. Tres días después, la crisis del PCI, el segundo más votado en décadas en ese país, vivirá su desenlace en el XX Congreso, que será sucedido por un proceso al que se ha denominado de «crisis de representación» de los partidos políticos tradicionales y que en el caso Italia se acelera con el escándalo del Mani pulite [manos limpias] que implicó a todos los partidos del establishment de la península. En aquel Congreso, Occhetto anunció la svolta della Bolognina [punto de inflexión de la Bolognina], y desde allí, desde ese distrito de Bologna y bastión del «cinturón rojo», recomienda «no seguir por viejos caminos, sino inventar nuevos para unificar las fuerzas del progreso». Si Togliatti había hablado de la svolta di Salerno para impulsar la política de Frente Popular difundida por Stalin en la década de 1930, y a Berlinguer se le había atribuido una segunda svolta di Salerno para referirse al «compromiso histórico» y a la construcción de un socialismo de tipo democrático alejado de la URSS, Occhetto marcaba un nuevo giro. Este iba a ser, sin embargo, muy distinto a los precedentes: iba a terminar con el partido mismo. El giro de Ochetto era el corolario de una serie de debates que ya se desarrollaban al interior del PCI entre quienes pretendían cambiar desde el nombre hasta los símbolos que lo identificaban; y quienes aún veían en el significante «comunista» la irradiación de un sentido y una cultura política. Los debates fueron visibilizados por Ettore Scola en Mario, Maria e Mario, una película sobre la disolución del Partido Comunista Italiano. «Para renovar un partido es necesario reforzarlo, no separarlo en dos y renare el pasado y la historia», dice María. «¿Qué es renare?», pregunta su esposo Mario. «Mandar a cagar», le responde ella, mientras miran por televisión el debate del XIX Congreso del PCI en 1990. El final, sin embargo, se produciría un año más tarde, en 1991. La mayoría de los comunistas, que asumían que la caída de la URSS debía llevarlos a abrazar una vía más moderada, aceptan cambiar de nombre y el partido es rebautizado como Partido Democrático de la Izquierda (PDS, por sus siglas en italiano), liderado por Ochetto. Un grupo de díscolos disidentes fundan, al mismo tiempo, el Partido de la Refundación Comunista (PRC). Los lectores del periódico comunista L´Unitá dejarían de ver la leyenda Giornale del Partito Comunista Italiano en la portada y leerán Giornale fondato da Antonio Gramsci. En el film de Scola, María le pregunta a Mario si hay que «negar todo; las ideas, el pasado, los deseos, las pasiones». No era la caída de un partido sino la de una identidad, la de una memoria y unos sueños comunes. Pero la crisis no había llegado solo al PCI. El 3 de julio de 1992, el socialista Craxi —quien huirá a Túnez tras comprobarse los corruptos mecanismos de financiación de su partido político— pronunció en el Parlamento una frase con la que pretendía describir el sistema político, pero que adquiere un tono de autoinculpación: «lo que todo el mundo sabe es que gran parte del financiamiento político es irregular o ilegal». Eran tiempos en los que estalló el escándalo de corrupción denominado Mani pulite que involucró a empresarios y representantes del «pentapartito». En las siguientes elecciones, por motivos diferentes, las dos fuerzas en las que se dividió el PCI, así como también la Democracia Cristiana, pierden un gran caudal de votos que se vieron capitalizados por partidos formados recientemente como La Red y la Liga Norte, una fuerza regionalista de derecha. Esa fue la primera elección sin el PCI. Si bien el PDS queda segundo en términos de bancas y el PRC quinto, ambos no llegan a sumar todos los votos que supieron acumular cuando eran parte de la misma fuerza. La concurrencia a las urnas empezaba a reducirse a ese acto y no como un elemento entre otros de la participación política. «Si los individuos se absorben en la esfera privada, no debemos deducir apresuradamente que se desinteresan de la naturaleza del sistema político», dirá Gilles Lipovetszky en referencia a la época. «La indiferencia pura no significa indiferencia a la democracia, significa abandono emocional de los grandes referentes ideológicos, apatía en las consultas electorales, banalización espectacular de lo político», remataba. El cuestionamiento a la representación de los partidos no se ciñe a los casos de corrupción imperantes, sino a estructuras ligadas a ordenamientos ideológicos que estaban dejando de existir. En el caso del PCI, el efecto de la disolución de la Unión Soviética era evidente, aun con el distanciamiento ideológico que los comunistas italianos sostenían respecto a los soviéticos. A la crisis de legitimidad que pesó sobre el PCI y otras expresiones de izquierda, le siguió el cuestionamiento —por otros motivos— a los partidos que integraban el «centro» del que hablaban Andreotti y Nenni. Desaparecido el PCI, las fuerzas del «pentapartito» no se erigieron como ganadoras: en 1993 y 1994, la Democracia Cristiana y el PSI perdieron alrededor de la mitad de sus votos, dando lugar a La Liga y luego a Forza Italia de Silvio Berlusconi. Este proceso, en el que el politólogo Gianfranco Pasquino ubica la «segunda transición» (la primera la sitúa entre 1943 y el 1948), sigue abierto. Y por más que algunas expresiones actuales puedan presumir entre sus recursos «el legado de esa cultura política», aquella pérdida del significante fuerte del comunismo no hizo surgir una formulación superadora, sino, muy por el contrario, una dispersión de las fuerzas de izquierda sin punto de apoyo. La falta del punto de apoyo de la izquierda en la política italiana actual La disolución del Partido Comunista fue acompañada de sucesivos nombres y de símbolos. Primero fue el mencionado Partido Democrático de la Izquierda, con el cual la hoz y el martillo dejaron paso a un roble. Luego fue Demócratas de Izquierda y el roble dio lugar a la rosa. Finalmente, quedó el magro Partido Democrático (PD) que incluso sufrió un nuevo desmembramiento con la partida de Matteo Renzi y la formación de Italia Viva. Hoy su símbolo es apenas un modesto PD con unas pequeñas hojas. Aunque formalmente ese es el partido sucesor del PCI, numerosos partidos de izquierda, que cuentan en sus filas con ex comunistas, surgieron a lo largo de los treinta años de su disolución. El sector de comunistas que en 1991 se opuso a la disolución del PCI sigue nucleado en Refundación Comunista, una organización que conserva una buena cantidad de secciones políticas y de militantes a lo largo y a lo ancho del país. Desde los 2000, el partido vive, sin embargo, un fenómeno de declive que lo ha dejado fuera del Parlamento. Junto a él conviven otras organizaciones que reivindican parte de la antigua cultura comunista. La más reciente es Potere al Popolo [Poder al pueblo], nacido en un centro social de Nápoles en 2017. Potere al Popolo tiene como base a diversas organizaciones de tradición internacionalista, pero no obtiene mejores resultados que el PRC. Lo cierto es que, desde la disolución del PCI, las alianzas políticas de la izquierda ubicada «a la izquierda de los herederos del PCI», fueron limitadas y frágiles, a la vez que incapaces de incidir políticamente en los gobiernos y en la oposición. En conjunto apenas alcanzaron poco más del 1% del electorado en las últimas elecciones generales de 2018. Muchas otras organizaciones de base se sienten herederas de la cultura comunista. Pero ninguna la expresa. Más allá de los partidos, Italia vive una proliferación de expresiones que parecen recuperar parte de la cultura de izquierda. Los movimientos de ocupación de edificios y la aparición de nuevos centros sociales, el desarrollo de una nueva prensa política y la emergencia de movimientos como Non una di meno [Ni una menos], están revitalizando la escena. Algunas de estas expresiones, que no resultan del todo novedosas y que se hicieron fuertes en la década de 1990, abrevan en la cultura comunista pero también en la de los movimientos de la autonomía obrera de la década de 1970. Ese fue el caso de la toma de viviendas y los centros sociales. Las primeras estuvieron ligadas al Movimento di lotta per la casa [Movimiento de lucha por la vivienda], pero luego se sumaron otras asociaciones a las luchas en favor de la vivienda y las ocupaciones. Entre ellas se destaca el Forte Prenestino en Roma, donde aún hoy se celebra el 1° de mayo por casi doce horas consecutivas. Los centros sociales, como el CSOA Officina 99 en Nápoles o el Centro Social Ocupado y Autogestionado Leonkavallo en Milán, suelen tener el impulso de estudiantes universitarios. «Los centros sociales han renovado el desafío de los movimientos autónomos de la década de 1970 que tenían una mala relación con el PCI», dice Francesco Raparelli, doctor en Filosofía e integrante de Esc Atelier, uno de los centros sociales del barrio de San Lorenzo en Roma que es sede de los plenarios del movimiento Non una di meno y lo fue de la Conferencia Internacional sobre Comunismo en 2017, impulsado entre otros por el diario Il Manifesto. Las experiencias de izquierda italianas contemporáneas están lejos de representar a las grandes mayorías del país. La política de izquierda como articuladora de la esfera pública y privada, y constructora de una identidad casi ha desaparecido. Como resumirá Rossana Rossanda de manera autocrítica: «la caída del Este, que debía haber constituido una oportunidad para nosotros, ha sido el tornasol sobre el cual ha quedado en evidencia la debilidad de las izquierdas históricas». Si bien fue progresiva y no lineal, la pérdida del fin último del PCI y la disolución del comunismo italiano como «cultura política», conllevó a un proceso de construcción de nuevas izquierdas que la reclaman, pero la rehúyen. Ser un comunista italiano era algo distinto a ser un comunista soviético e incluso un comunista de otros países de Occidente. Sin embargo, esa cultura ya no existe como tal. Ahora, todos los que la invocan parecen Apicella, el personaje de la película de Nanni Moretti, diciendo «soy un comunista». Solo que la frase refleja una nostalgia. Una nostalgia que dice algo de la Italia actual. Y de su izquierda.Hace cien años nacía, de la mano de Antonio Gramsci, el Partido Comunista Italiano. Hace treinta, el mismo partido se disolvía y con él, una cultura política que hizo que ser comunista en Italia fuera diferente a serlo en cualquier otra parte. La organización que en las décadas de 1960 y 1970 había apostado por un «comunismo diferente» alejado del dogmatismo soviético, no logró sortear, sin embargo, la caída de la URSS. La cultura comunista, que era de popular y de masas, parece haber desaparecido del mapa italiano. El «otro comunismo» también desapareció «Ya sé quién soy, soy un comunista», grita Michele Apicella, el protagonista de la Palombella rossa, la película que Nanni Moretti protagonizó, dirigió y estrenó en 1989, el año en el que el Muro de Berlín se resquebrajaba. El film retrata la encrucijada de un miembro del Partido Comunista Italiano (PCI) que, luego de perder parcialmente la memoria, busca entender «quién es». «Recuerdo, recuerdo», repite a cada instante: «soy un comunista», dice. Y eso define su identidad. Eran momentos en los que decir «qué soy» hablaba del «quién». Pero Apicella también se percata de la porosidad de esa identidad cuando lo acechan las dudas: «¿no veremos nunca el comunismo?», «al menos un pedacito de la fase de transición». Parece haber perdido no solo la memoria sino también el sentido de lo que significaba «ser comunista». Sus soliloquios podrían representar la voz interior de cualquier militante de izquierda en aquellos días en los que el PCI seguía siendo «el más grande de Occidente», pero el horizonte de la hoz y el martillo se revelaba ya lejano. Michelle, que vive una deriva interna, sufre además de un tironeo constantepor parte de las distintas fracciones del partido. La «izquierda más izquierdista» lo acusa de ser cómplice del sistema, mientras que por derecha sostienen que se encuentra detenido en el tiempo. En aquel contexto, el comunismo italiano pregonaba un marxismo con hibridaciones socialdemócratas en la conocida fórmula del «eurocomunismo». El PCI hacía guiños, incluso, a la participación italiana en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Además de los dilemas puertas adentro del partido, Michelle recibe los embates de su oponente (casi) permanente: la Democracia Cristiana. Esta lo acusa de prosoviético, precisamente cuando la URSS comenzaba a implementar las reformas de Mijaíl Gorbachov que permitieron, en 1989, la participación electoral de no comunistas. La película de Moretti ayuda a poner la lupa sobre el impacto que tuvo el declive de los socialismos reales sobre el PCI —el partido que el pasado enero hubiese cumplido 100 años pero que fue disuelto hace ya tres décadas—. Frente a las miradas que buscan rastrear qué queda del comunismo italiano, pensando en términos de su fundación, nuestra propuesta es pensar qué sucedió con los sentidos proyectados por el partido desde su crisis y su muerte. Un «comunismo diferente» Resulta evidente que las pujas internas dentro del PCI no fueron una novedad de las décadas de 1980 y 1990. Ya a fines de la década de 1960 distintas expresiones de izquierda comenzaron a plantear dilemas al PCI. Como explica Augusto Illuminati, si a principios de esa década «los movimientos de masas de izquierda fuera del perímetro del PCI eran escasos», la situación se modifica con la «marea de 1968». El fenómeno de protesta juvenil y obrera desarrollado en distintos países tiene en Italia sus particularidades evidentes. Allí se cruza «con los cuadros obreros emergentes, con los partidarios prochinos de la Revolución Cultural, con la diáspora de los trotskistas de Roma y Milán que, expulsados o no, pasan del PCI al movimiento [social]. Sobre todo, cambia la base de referencia: ya no son miembros del PCI y del sindicato, sino nuevos estratos estudiantiles y trabajadores de masas». En 1968 se produce, además, la salida del partido de los críticos radicales de la Unión Soviética. «A finales de 1969, la dirección del PCI, desconcertada por la continua agitación en las fábricas y universidades purgó la izquierda que se había formado en torno a la revista Il Manifesto» relata Perry Anderson. Años más tarde, Rossana Rossanda —directora de esa revista y una de las principales purgadas— dirá que lo central de aquel sector de izquierda (que formó el Partido de Unidad Proletaria) era identificar los «límites de una revolución desde el vértice, solamente política, sobre los de una mera substitución del capital privado por el público». Rossanda afirmaba que el PCI ignoraba las «nuevas subjetividades» que provocaba la restructuración del capitalismo global. Entre ellas, se destacaban el feminismo y el ecologismo. Mientras el fenómeno de radicalización de 1968 iba mermando, los dirigentes del PCI —que miraban con cierta desconfianza el proceso político callejero— buscaban ampliar sus alianzas en el marco institucional. El llamado eurocomunismo del PCI pretendía despegarse de la URSS y apelaba al llamado «compromiso histórico», una política de entendimiento con los sectores más progresistas de la Democracia Cristiana y el Partido Socialista Italiano (PSI). Este proceso fue visto, por algunos actores de izquierda, como una renuncia comunista a su papel de partido opositor. El PSI veía este proceso con sospechas. El senador socialista Pietro Nenni en una entrevista con Oriana Fallaci afirmó que un pacto del PCI con la Democracia Cristiana implicaría una «República conciliar» y la «la repartición del poder entre dos iglesias» que llevaría a la desaparición del PSI y el bloque de las fuerzas laicas. Sin embargo, el planteo de un «comunismo diverso» [comunismo diferente], tal como lo había definido el secretario general del PCI Enrico Berlinguer, daría resultados electorales positivos. En las elecciones de 1976, los comunistas salieron segundos con 12 millones de votos sobre un total de 38 millones de electores. Meses después, el director de cine Bernardo Bertolucci presentaría Novecento, su relato épico del surgimiento del PCI y la clase obrera de la Resistencia. Sin embargo, la situación política en las calles se complicaba. El movimiento de 1968, conocido como Otoño Caliente, había derivado en un proceso de radicalización violento y en el surgimiento de organizaciones armadas. Mientras la derecha tenía diversas organizaciones de corte neofascista disputaban el terreno, la izquierda veía surgir las propias. La década de 1970 sería conocida como la de «los años de plomo». Años estos que tuvieron como corolario la muerte o asesinato de 370 personas y más de mil heridos según datos de la Asociación Italiana de Víctimas del Terrorismo. En 1978 se produce un hito: el secuestro y posterior asesinato de Aldo Moro, entonces presidente de la Democracia Cristiana, por parte de las Brigadas Rojas, que buscaban con esa «propaganda por los hechos», hacer sentir la crítica sobre el acuerdo entre comunistas y democristianos. El PCI retrocedió en su apoyo al primer ministro Giulio Andreotti (considerado el verdadero poder en Italia), quien fue acusado de no colaborar en la liberación del presidente de su partido. Moro terminará asesinado luego de 55 días de cautiverio. El corolario lógico fue el fin del «compromiso histórico». En 1979, el PCI sufre un golpe: pierde una treintena de bancas entre diputados y senadores, y las fuerzas «de centro» aprovechan el retroceso comunista, armando un gobierno con los democristianos. La Democracia Cristiana pasa, en pocos años, de un acuerdo con el PCI a formar un gobierno de coalición de cinco fuerzas sin ellos. En junio de 1984, fallece, además, Enrico Berlinguer, el líder comunista que se había transformado en un faro moral y político de millones de italianos. Se calcula que más de un millón de personas se movilizaron a despedirlo. Algo de esa mística se vio reflejada días más tarde durante las elecciones al Parlamento Europeo, cuando el PCI obtuvo casi 12 millones de votos en lo que se conoció como el sorpasso. Los comunistas habían logrado por primera vez ubicarse por encima de la Democracia Cristiana en una elección nacional. Además, los antiguos purgados del Partido de Unidad Proletaria volvieron al PCI. Pero el fulgor comunista tendrá un desenlace distinto un año después con el plebiscito que consultaba si se avanzaba o se retrocedía con los recortes del gobierno, impulsados por el socialista Bettino Craxi. Más que una derrota electoral del PCI fue una pérdida simbólica: los italianos aceptaban ajustar el gasto. Desde entonces, el comunismo, que se había transformado en el «sentido común» de millones de italianos y que expresaba no solo a un partido político, sino a una cultura y un modo de vida, empezaba a diluirse. Recambios de figuras, anquilosamientos y pérdida de hegemonía frente a otras formaciones políticas que se abroquelaban para impedir permanentemente su posibilidad de gobierno. Réquiem por el PCI «Aquí no solo se derrumba el comunismo, sino todo el siglo XX», le dijo Achille Occhetto, último secretario del PCI a un periodista mientras veía imágenes del mismo momento en que era derribado el Muro de Berlín. Tres días después, la crisis del PCI, el segundo más votado en décadas en ese país, vivirá su desenlace en el XX Congreso, que será sucedido por un proceso al que se ha denominado de «crisis de representación» de los partidos políticos tradicionales y que en el caso Italia se acelera con el escándalo del Mani pulite [manos limpias] que implicó a todos los partidos del establishment de la península. En aquel Congreso, Occhetto anunció la svolta della Bolognina [punto de inflexión de la Bolognina], y desde allí, desde ese distrito de Bologna y bastión del «cinturón rojo», recomienda «no seguir por viejos caminos, sino inventar nuevos para unificar las fuerzas del progreso». Si Togliatti había hablado de la svolta di Salerno para impulsar la política de Frente Popular difundida por Stalin en la década de 1930, y a Berlinguer se le había atribuido una segunda svolta di Salerno para referirse al «compromiso histórico» y a la construcción de un socialismo de tipo democrático alejado de la URSS, Occhetto marcaba un nuevo giro. Este iba a ser, sin embargo, muy distinto a los precedentes: iba a terminar con el partido mismo. El giro de Ochetto era el corolario de una serie de debates que ya se desarrollaban al interior del PCI entre quienes pretendían cambiar desde el nombre hasta los símbolos que lo identificaban; y quienes aún veían en el significante «comunista» la irradiación de un sentido y una cultura política. Los debates fueron visibilizados por Ettore Scola en Mario, Maria e Mario, una película sobre la disolución del Partido Comunista Italiano. «Para renovar un partido es necesario reforzarlo, no separarlo en dos y renare el pasado y la historia», dice María. «¿Qué es renare?», pregunta su esposo Mario. «Mandar a cagar», le responde ella, mientras miran por televisión el debate del XIX Congreso del PCI en 1990. El final, sin embargo, se produciría un año más tarde, en 1991. La mayoría de los comunistas, que asumían que la caída de la URSS debía llevarlos a abrazar una vía más moderada, aceptan cambiar de nombre y el partido es rebautizado como Partido Democrático de la Izquierda (PDS, por sus siglas en italiano), liderado por Ochetto. Un grupo de díscolos disidentes fundan, al mismo tiempo, el Partido de la Refundación Comunista (PRC). Los lectores del periódico comunista L´Unitá dejarían de ver la leyenda Giornale del Partito Comunista Italiano en la portada y leerán Giornale fondato da Antonio Gramsci. En el film de Scola, María le pregunta a Mario si hay que «negar todo; las ideas, el pasado, los deseos, las pasiones». No era la caída de un partido sino la de una identidad, la de una memoria y unos sueños comunes. Pero la crisis no había llegado solo al PCI. El 3 de julio de 1992, el socialista Craxi —quien huirá a Túnez tras comprobarse los corruptos mecanismos de financiación de su partido político— pronunció en el Parlamento una frase con la que pretendía describir el sistema político, pero que adquiere un tono de autoinculpación: «lo que todo el mundo sabe es que gran parte del financiamiento político es irregular o ilegal». Eran tiempos en los que estalló el escándalo de corrupción denominado Mani pulite que involucró a empresarios y representantes del «pentapartito». En las siguientes elecciones, por motivos diferentes, las dos fuerzas en las que se dividió el PCI, así como también la Democracia Cristiana, pierden un gran caudal de votos que se vieron capitalizados por partidos formados recientemente como La Red y la Liga Norte, una fuerza regionalista de derecha. Esa fue la primera elección sin el PCI. Si bien el PDS queda segundo en términos de bancas y el PRC quinto, ambos no llegan a sumar todos los votos que supieron acumular cuando eran parte de la misma fuerza. La concurrencia a las urnas empezaba a reducirse a ese acto y no como un elemento entre otros de la participación política. «Si los individuos se absorben en la esfera privada, no debemos deducir apresuradamente que se desinteresan de la naturaleza del sistema político», dirá Gilles Lipovetszky en referencia a la época. «La indiferencia pura no significa indiferencia a la democracia, significa abandono emocional de los grandes referentes ideológicos, apatía en las consultas electorales, banalización espectacular de lo político», remataba. El cuestionamiento a la representación de los partidos no se ciñe a los casos de corrupción imperantes, sino a estructuras ligadas a ordenamientos ideológicos que estaban dejando de existir. En el caso del PCI, el efecto de la disolución de la Unión Soviética era evidente, aun con el distanciamiento ideológico que los comunistas italianos sostenían respecto a los soviéticos. A la crisis de legitimidad que pesó sobre el PCI y otras expresiones de izquierda, le siguió el cuestionamiento —por otros motivos— a los partidos que integraban el «centro» del que hablaban Andreotti y Nenni. Desaparecido el PCI, las fuerzas del «pentapartito» no se erigieron como ganadoras: en 1993 y 1994, la Democracia Cristiana y el PSI perdieron alrededor de la mitad de sus votos, dando lugar a La Liga y luego a Forza Italia de Silvio Berlusconi. Este proceso, en el que el politólogo Gianfranco Pasquino ubica la «segunda transición» (la primera la sitúa entre 1943 y el 1948), sigue abierto. Y por más que algunas expresiones actuales puedan presumir entre sus recursos «el legado de esa cultura política», aquella pérdida del significante fuerte del comunismo no hizo surgir una formulación superadora, sino, muy por el contrario, una dispersión de las fuerzas de izquierda sin punto de apoyo. La falta del punto de apoyo de la izquierda en la política italiana actual La disolución del Partido Comunista fue acompañada de sucesivos nombres y de símbolos. Primero fue el mencionado Partido Democrático de la Izquierda, con el cual la hoz y el martillo dejaron paso a un roble. Luego fue Demócratas de Izquierda y el roble dio lugar a la rosa. Finalmente, quedó el magro Partido Democrático (PD) que incluso sufrió un nuevo desmembramiento con la partida de Matteo Renzi y la formación de Italia Viva. Hoy su símbolo es apenas un modesto PD con unas pequeñas hojas. Aunque formalmente ese es el partido sucesor del PCI, numerosos partidos de izquierda, que cuentan en sus filas con ex comunistas, surgieron a lo largo de los treinta años de su disolución. El sector de comunistas que en 1991 se opuso a la disolución del PCI sigue nucleado en Refundación Comunista, una organización que conserva una buena cantidad de secciones políticas y de militantes a lo largo y a lo ancho del país. Desde los 2000, el partido vive, sin embargo, un fenómeno de declive que lo ha dejado fuera del Parlamento. Junto a él conviven otras organizaciones que reivindican parte de la antigua cultura comunista. La más reciente es Potere al Popolo [Poder al pueblo], nacido en un centro social de Nápoles en 2017. Potere al Popolo tiene como base a diversas organizaciones de tradición internacionalista, pero no obtiene mejores resultados que el PRC. Lo cierto es que, desde la disolución del PCI, las alianzas políticas de la izquierda ubicada «a la izquierda de los herederos del PCI», fueron limitadas y frágiles, a la vez que incapaces de incidir políticamente en los gobiernos y en la oposición. En conjunto apenas alcanzaron poco más del 1% del electorado en las últimas elecciones generales de 2018. Muchas otras organizaciones de base se sienten herederas de la cultura comunista. Pero ninguna la expresa. Más allá de los partidos, Italia vive una proliferación de expresiones que parecen recuperar parte de la cultura de izquierda. Los movimientos de ocupación de edificios y la aparición de nuevos centros sociales, el desarrollo de una nueva prensa política y la emergencia de movimientos como Non una di meno [Ni una menos], están revitalizando la escena. Algunas de estas expresiones, que no resultan del todo novedosas y que se hicieron fuertes en la década de 1990, abrevan en la cultura comunista pero también en la de los movimientos de la autonomía obrera de la década de 1970. Ese fue el caso de la toma de viviendas y los centros sociales. Las primeras estuvieron ligadas al Movimento di lotta per la casa [Movimiento de lucha por la vivienda], pero luego se sumaron otras asociaciones a las luchas en favor de la vivienda y las ocupaciones. Entre ellas se destaca el Forte Prenestino en Roma, donde aún hoy se celebra el 1° de mayo por casi doce horas consecutivas. Los centros sociales, como el CSOA Officina 99 en Nápoles o el Centro Social Ocupado y Autogestionado Leonkavallo en Milán, suelen tener el impulso de estudiantes universitarios. «Los centros sociales han renovado el desafío de los movimientos autónomos de la década de 1970 que tenían una mala relación con el PCI», dice Francesco Raparelli, doctor en Filosofía e integrante de Esc Atelier, uno de los centros sociales del barrio de San Lorenzo en Roma que es sede de los plenarios del movimiento Non una di meno y lo fue de la Conferencia Internacional sobre Comunismo en 2017, impulsado entre otros por el diario Il Manifesto. Las experiencias de izquierda italianas contemporáneas están lejos de representar a las grandes mayorías del país. La política de izquierda como articuladora de la esfera pública y privada, y constructora de una identidad casi ha desaparecido. Como resumirá Rossana Rossanda de manera autocrítica: «la caída del Este, que debía haber constituido una oportunidad para nosotros, ha sido el tornasol sobre el cual ha quedado en evidencia la debilidad de las izquierdas históricas». Si bien fue progresiva y no lineal, la pérdida del fin último del PCI y la disolución del comunismo italiano como «cultura política», conllevó a un proceso de construcción de nuevas izquierdas que la reclaman, pero la rehúyen. Ser un comunista italiano era algo distinto a ser un comunista soviético e incluso un comunista de otros países de Occidente. Sin embargo, esa cultura ya no existe como tal. Ahora, todos los que la invocan parecen Apicella, el personaje de la película de Nanni Moretti, diciendo «soy un comunista». Solo que la frase refleja una nostalgia. Una nostalgia que dice algo de la Italia actual. Y de su izquierda. https://nuso.org/articulo/el-otro-comunismo-tambien-desaparecio/?utm_source=email&utm_medium=email&utm_campaign=email