Mi padre veía el sol de Cuba por los ojos de aquella vaca. Una tarde se le desnucó, al caer por un barranco, y dos policías quemaron el esqueleto del animal, para evitar que el viejo sacara la carne pegada a los huesos, y la llevara a casa. Abundaban los matarifes furtivos, quienes, en el apuro, cortaban a las reses solo los cuartos traseros y las dejaban agonizando: difícil andar por Cuba con un costal de bistecs. Matar vacas era penado hasta con un cuarto de siglo de cárcel. Mi padre halló la vaca muerta, le cortó unas fajitas y regaló el rabo a un indigente que vivía debajo del puente del río. El hombre salió a la carretera con la cola de res en la mano y dos policías lo detuvieron. Los policías fueron donde mi padre y lo obligaron a desollar la res. Tomaron la carne. Pero antes de irse, extrajeron gasolina del tanque de la patrulla y quemaron la osamenta, para que el viejo no pudiera quedarse ni con una fajita. A veces, los policías no mandaban incinerar el huesera de los animales y pedían a los criadores sepultar la osamenta. Era un ardid generoso: sabían que en los huesos quedaba carne, que los criadores aprovechaban para llevarse a casa. Hoy, por primera vez en seis décadas, Cuba permite que los campesinos sean propietarios de sus vacas, y las puedan vender o comer; pero con la obligación de dar la mitad de la carne al gobierno. Pero mi padre está muerto y nunca pudo ser dueño de sus vacas. Tenía que inscribir las vacas en la estación de policía, al nacer. Y avisar cuando morían. Sólo el acta de defunción probaba que no la había vendido o comido. El gobierno encarcelaba hasta 25 años a quien matara una res, comprara o vendiera su carne. El veto era tan férreo que, cuando la dictadura anunció una amnistía a tres mil 522 presos por la visita del Papa Francisco, liberó hasta a culpables de pederastia sin violencia, pero no a los condenados por matar vacas o poseer carne de res. Mi padre siempre aceptó lo que dictaba el Estado. Y murió en la isla sin pensar en abandonar su tierra, aunque no era comunista ni fidelista: era sólo un cubano de raigambre, fumador de tabaco, tomador de café y seguidor del equipo Industriales. Fue mi padre un ejemplo de la mejor explicación que existe sobre la dictadura. Es del poeta Herberto Padilla: Le explicaron después que toda esta donación resultaría inútil sin entregar la lengua, porque en tiempos difíciles nada es tan útil para atajar el odio o la mentira. Eso es ser un cubano de Cuba. Imposible aspirar a más.