La mayoría de los problemas públicos carecen de una respuesta sencilla. Tan atrincherados en la estructura económica y el tejido social, se mantienen en el trasfondo de las políticas, pero regresan con particular fuerza en tiempos de crisis. La pobreza es el ejemplo más claro. En el contexto de una pandemia y la subsecuente crisis económica, era inevitable su prominencia en la agenda, sobre todo en una administración cuyo estandarte ha sido la atención a los más desfavorecidos. La medición bianual de la pobreza multidimensional llegó en el momento oportuno para evaluar el efecto de la crisis sobre el bienestar del país. El de los ingresos es tal vez el ángulo más intuitivo para abordar el tema: sabemos, gracias al INEGI, que los ingresos cayeron significativamente respecto a 2018, con una marcada disminución en los ingresos laborales ligada a la pérdida de empleos. Y sí, son un componente ineludible para atacar la pobreza: una caída de 5.8% en los ingresos de los hogares y de 10.7% en los ingresos laborales resulta en un menor poder adquisitivo y una menor capacidad para satisfacer necesidades básicas. Parecería, entonces, que impulsar programas sociales de transferencias monetarias, o facilitar la creación de empleos para restaurar los ingresos de los mexicanos, resolvería el problema. Sin embargo, como su nombre lo indica, la pobreza contempla múltiples factores, no solo económicos, para evaluar las condiciones de vida. En la dimensión social, el Coneval contempla 6 diferentes carencias que aumentan la vulnerabilidad; incluyen temas como la seguridad social, el espacio y los servicios básicos en la vivienda, el acceso a servicios de salud, la educación y la alimentación. En la carencias de acceso a la salud, educación y alimentación, la proporción de la población afectada incrementó entre 2018 y 2020, con un deterioro notable en la falta de acceso a servicios de salud observada en el contexto de la desaparición del Seguro Popular (reemplazado por el INSABI en enero de 2020). Una tormenta perfecta en el desenvolvimiento de una crisis sanitaria. Hoy hay 4 millones de pobres más. Pero no solo son pobres por la cantidad de dinero que tienen (o no) en sus bolsillos, sino por el aumento en sus carencias sociales. No es menor que 7 de cada 10 mexicanos se vean privados de al menos 1 de las 6 condiciones esenciales para una vida plena, aunque su ingreso no necesariamente se encuentre por debajo de la línea de pobreza. La situación se vuelve aún más grave cuando se considera la distribución poblacional de la pobreza. Al evaluar con lupa, es claro que los más afectados fueron los jóvenes. Aunque en los adultos mayores la pobreza disminuyó entre 2018 y 2020, la proporción de la población menor de 18 años afectada por la pobreza -aquella que se encuentra en pleno periodo de crecimiento, desarrollo cognitivo y construcción de habilidades- incrementó, de 50.3% a 52.6%. Aún más, la población infantil ha visto los estragos más severos: es el único grupo etario donde más de la mitad de los individuos sufre condiciones de pobreza, y donde mayor proporción se encuentra en pobreza extrema. La infancia es el momento en que inicia la espiral: cuando el “piso” está plagado de carencias, sin un nivel de nutrición adecuado, sin una educación de calidad, y sin un hogar que asegure la satisfacción de las necesidades de sus miembros, la situación de vida difícilmente mejorará. La pobreza se convierte en una trampa de la que es difícil salir sin políticas sociales que reduzcan la vulnerabilidad que aqueja a sectores de la población que no son prioritarios para los programas actuales. La respuesta del gobierno ante la pandemia deja una lección importante: incrementar las transferencias y apoyos monetarios sin estrategias focalizadas no es suficiente para evitar un incremento en la pobreza. Continuar con ese enfoque solo profundizará la caída en espiral.