J. Bradford Delong Historiador económico. Profesor de Economía en la Universidad de Berkeley Si le preocupa el bienestar de Estados Unidos y le interesa qué podría hacer el país para mejorar, deje lo que esté haciendo y lea el espléndido libro que el historiador Geoffrey Kabaservice publicó en 2012, Rule and Ruin: The Downfall of Moderation and the Destruction of the Republican Party, from Eisenhower to the Tea Party [Gobierno y decadencia: la caída de los moderados y la destrucción del Partido Republicano, desde Eisenhower hasta el Partido del Té]. Hasta aproximadamente los inicios del siglo XVII, la gente tenía que volver la mirada al pasado para encontrar evidencias de la grandeza humana. La humanidad había alcanzado su apogeo en la perdida edad dorada de los semidioses, los grandes pensadores y los gigantescos proyectos de construcción. Y cuando la gente decidía buscar en el futuro la promesa de un mundo mejor, conjuraba ambiciones religiosas: la ciudad de Dios, no la del hombre. Al mirar su propia sociedad, notaba que era prácticamente igual a las del pasado: Enrique VIII y su séquito se asemejaban mucho a Agamenón, Tiberio y Arturo. Pero entonces, alrededor del año 1600, los europeos occidentales se dieron cuenta de que la historia avanzaba en gran medida en una cierta dirección, debido a la expansión de las capacidades técnicas de la humanidad. En respuesta a la nueva doctrina del progreso de los europeos del siglo XVII, las fuerzas conservadoras han representado una mirada que goza de amplio apoyo sobre la forma en que las sociedades deben responder ante las implicaciones políticas del cambio tecnológico y social. En esa respuesta, se agruparon por lo general en cuatro tipos distintos de partidos políticos. El primero está formado por los reaccionarios, que simplemente desean «atravesar la historia al grito de “¡Alto!”», según la famosa frase de William F. Buckley, Jr. Los reaccionarios consideran que están en guerra contra una «doctrina armada» distópica, con la que no hay compromiso posible ni deseable. En la lucha contra este enemigo no se debe rechazar ninguna alianza, incluso cuando es con facciones que de otro modo se hubieran considerado malignas o despreciables. El segundo partido está a favor de «medidas del Partido Whig y hombres del Partido Tory». Estos conservadores son capaces de ver que los humanos pueden aprovechar el cambio tecnológico y social, siempre que los guíen líderes con una profunda comprensión del valor de nuestro patrimonio histórico y de los peligros que conlleva destruir las instituciones existentes antes de crear otras nuevas. Como explica Tancredi a su tío, el Príncipe de Salina, en El gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa: «Si queremos que todo siga igual, las cosas tienen que cambiar». El tercer tipo de partido conservador se encuentra principal, pero no exclusivamente, en Estados Unidos. Surge como una adaptación a una sociedad que se considera a sí misma abrumadoramente nueva y liberal. No es un partido de tradición y estatus heredado, sino de riqueza y negocios. En sus filas hay conservadores que desean eliminar los obstáculos impuestos por el gobierno a la innovación tecnológica, el emprendimiento y la iniciativa. Confían en que en el libre mercado reside la clave para generar riqueza y prosperidad, y ofrecen ansiosos las ventajas de navegar sus olas de destrucción creativa shumpeteriana. Finalmente, tenemos el reducto de los temerosos y los estafadores que los explotan. En este electorado están quienes creen que ellos serán las víctimas de la destrucción creativa que traen los procesos de cambio histórico. Sienten (o les hacen creer) que los acechan enemigos internos y externos por doquier, más poderosos que ellos y dispuestos a «reemplazarlos» o «cancelarlos». Lo que aprendí del éxito de ventas publicado en 2018 por los politólogos de la Universidad de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, es que los países democráticos solo pueden ser bien gobernados si sus partidos conservadores están en la segunda o la tercera de las cuatro categorías anteriores. Cuando los votantes se aglutinan en torno al miedo o la reacción, las instituciones democráticas resultan amenazadas. Levitsky y Ziblatt ofrecen muchos ejemplos para demostrarlo. Permítanme agregar uno más. Hace poco más de un siglo, Gran Bretaña experimentó una caída sorprendentemente rápida desde su posición como hiperpotencia política y económica mundial. Este proceso se vio acelerado significativamente por la transformación de su Partido Tory en un partido que combinaba los tipos uno y cuatro. Este fue el partido de las celebraciones de la Mafeking Night (guerra de los bóeres) y la resistencia armada a la reforma constitucional irlandesa. Durante el período de 1910-14, recordó luego George Dangerfield, el mundo presenció la «extraña muerte de la Inglaterra liberal». Y esto nos lleva nuevamente al libro de Kabaservice, que cuenta cómo el partido republicano estadounidense siguió un rumbo análogo. Cuando observo la escena política actual veo muy pocos elementos de las categorías dos y tres en el partido republicano… y lo que queda de ellas está desapareciendo rápidamente. Los políticos republicanos están actualmente desesperados por recuperar el lugar de Donald Trump, indudablemente uno de los peores presidentes en la historia de EE. UU. Obviamente, esta peligrosa y vergonzosa tendencia debe cambiar lo más rápida y completamente posible, aunque yo, por mi parte, no tengo idea de cómo lograrlo.