La inexorable descomposición del partido en el poder

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Por Luis Rubio El problema de la pureza es que, como tantas otras virtudes, no es fácil encontrarla en el reino terrenal. Morena, como todos los partidos y organizaciones humanas, es susceptible a las vicisitudes que se van presentando en la vida, en el gobierno, en la política y en la responsabilidad que de todo esto se deriva. Imposible evadir las pasiones y circunstancias que son parte inexorable del ejercicio del poder, como la corrupción, el abuso, la arbitrariedad, la fragmentación y la violencia. Años en el poder hacen imposible pretender pureza donde simplemente no la hay. Aunque la auto imagen morenista es de pureza, su realidad no es distinta a la de sus predecesores una vez en acción. Los malabares que realizan sus integrantes para purificar casos de evidente corrupción, abusos de poder y comisión de delitos los delatan en lugar de enaltecerlos. Y, evidentemente, no son los únicos que han experimentado semejante transformación. El poder absoluto corrompe absolutamente El PAN nació como reacción a las corruptelas y excesos del partido entonces gobernante y siempre se presentó como la alternativa moderna, institucional, profesional y pura, libre de los conflictos de intereses que se asocian con el ejercicio de poder. Sin embargo, una vez en el gobierno, el PAN acabó seducido por todas las prácticas que había denunciado y despreciado. Morena está en su segundo gobierno y ya no cuenta con el privilegio de culpar al PRI o al PAN de los males con los que se va topando. Lo acontecido en Teuchitlán (y seguramente en innumerables otras localidades, todo ello durante el reino de Morena) es prueba fehaciente de que la calidad de su gobernanza no ha sido excepcional y que se le exigirá rendición de cuentas tal y como le sucedió a sus predecesores. Aunque ha ido eliminando o neutralizando los mecanismos formales concebidos para tal efecto, los informales (y el voto) no dejan de ser efectivos, como ocurrió tantas veces a lo largo del siglo pasado. Las respuestas del gobierno actual han sido una mezcla de intentos por evadir la responsabilidad, recurriendo al viejo truco de inculpar al gobierno estatal (obviamente de otro partido), junto con el pavor de caer en la dinámica que destruyó al PRI de Peña Nieto en Ayotzinapa. El resultado ha sido una absoluta irresponsabilidad que no engaña a nadie. En lugar de aprovechar la circunstancia para construir una nueva etapa de desarrollo político —comenzando por reconocer que el país efectivamente enfrenta una catástrofe en materia de seguridad y violencia— ha optado por obviar la realidad (una vez más) confiando que la ciudadanía, en su calidad de electorado, le perdonará todo. ¿Gobernar o seguir evadiendo la responsabilidad? Lamentablemente para el gobierno y su partido cuasi hegemónico, es mucho más probable que vayan apareciendo nuevas evidencias de la pésima calidad del gobierno que fue el de AMLO. En lugar de concentrarse en gobernar (uno supondría la razón de ser de un gobernante electo para ello) la administración pasada se dedicó a una sola cosa: construir una base de votantes que le permitiera ganar la elección y preservarse en el poder a través de interpósita persona. Gobernar era tan fácil que no era necesario hacerlo, excepto que los problemas no atendidos se van apilando y, tarde o temprano, como ahora en ranchos de Jalisco o las calles de Tlalpan, más los que se acumulen esta semana, van apareciendo con toda la furia que ameritan. Las consecuencias de lo no hecho nunca se hacen esperar y un gobierno emanado de aquel, y que se precia de no ser diferente, no tiene escapatoria: acabará pagando el pato, como dice la expresión popular. ¿Hay alternativa? Por supuesto: siempre la hay. Pero ésta implicaría comenzar a gobernar y gobernar entraña atender los problemas que son connaturales a la vida de una sociedad, exacerbados por todas las lacras, errores y abandonos del gobierno de AMLO y de todos los anteriores. Implicaría dejar de construir castillos en el aire, distracciones narrativas que, por atractivas que pudiesen ser para una parte de la ciudadanía, no son conducentes al desarrollo o a sostener la legitimidad del gobierno. Seguridad, infraestructura y condiciones para el desarrollo En circunstancias como las actuales, la popularidad, sin dejar de ser real, no está garantizada porque no es algo estático, por más que se nutra de “apoyos” gubernamentales y, por lo tanto, todavía en los albores de esta administración, constituye una apuesta por demás temeraria. Además, el problema para Morena es que, por más que lo pretendan negar o ignorar, el enemigo está adentro y la pureza simplemente no existe. México requiere un gobierno dedicado a construir el futuro, para lo cual son necesarias al menos tres condiciones: seguridad, infraestructura y condiciones para el desarrollo. Es evidente que el gobierno entiende la importancia de la seguridad, pero cuenta con instrumentos enclenques para el propósito. La infraestructura, la física, pero especialmente la de educación y salud, es patética y no está en el radar gubernamental, pero, sin ello, un futuro distinto es imposible. Por lo que toca a condiciones para el desarrollo, además de las dos anteriores, los impedimentos son mucho más políticos e ideológicos (como ilustran las destructivas reformas aprobadas el año pasado) que físicos. Como decía Sherlock Holmes, “cuando has eliminado lo imposible, lo que queda, aunque improbable, tiene que ser la verdad.”