Por Jorge Carbajal y Susana Camacho Programa de Justicia Pasada la primera elección judicial en la historia de México, nos encontramos en camino a la conformación de nuevos poderes judiciales a nivel federal y en 19 estados. Recordemos que con la reforma constitucional del 15 de septiembre de 2024, cambiaron tanto la forma con la que se eligen a las personas juzgadoras —ahora a través del voto popular—, como la estructura institucional en su conjunto. Es decir, se modificó la integración y funcionamiento de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y de los tribunales superiores estatales; además se crearon nuevos órganos de administración judicial y tribunales de disciplina judicial. Los impactos de la reforma sobre el acceso y la calidad de la justicia aún están por verse. Sin embargo, ya se constatan los déficits que tuvo el proceso electoral judicial. Entre ellos: falta de normatividad, intervención de los gobiernos federal y estatales, uso de recursos públicos y privados con fines electorales no permitidos, circulación de acordeones, apoyo a las campañas de algunas personas candidatas, y un largo etcétera. Estas fallas las conocemos gracias a los esfuerzos que desde la sociedad civil, sector privado y academia se emprendieron para documentar, sistematizar y denunciar las irregularidades y deficiencias. Democracia es mucho más que emitir el voto Desde una perspectiva minimalista, la ciencia política ha entendido a la democracia como un conjunto de reglas para decidir quién asumirá los cargos de representación popular desde los cuales se tomarán las decisiones de gobierno. No obstante, bajo una perspectiva cualitativa, la premisa es que las personas ciudadanas deben tener el poder, no solo de elegir a sus representantes, sino de participar en la toma de decisiones, y verificar y evaluar en qué medida su gobierno da respuesta a sus necesidades y demandas ateniéndose al Estado de derecho. A partir de ello, en las democracias contemporáneas las personas participan de muy distintas formas en los asuntos públicos que les interesan o afectan. Lo hacen por medio de manifestaciones, firmando peticiones, observando procesos, denunciando irregularidades, dando retroalimentación sobre un servicio o programa, presentando propuestas, o difundiendo información para concientizar y movilizar a otras personas. El repertorio de formas de involucramiento en lo público cada vez es más amplio y diverso, apoyado en gran parte con el impulso de la era digital. Más aún, este compromiso ciudadano se puede potenciar si se realiza a través de formas asociadas, como por ejemplo: organizaciones de la sociedad civil, colectivos ciudadanos, redes y alianzas. La razón es que, cuando se trata de atender problemas públicos, quién mejor que las personas que los viven a diario para evaluar si las políticas y acciones de los gobiernos están siendo efectivas o no. Por un involucramiento auténtico Es importante que este involucramiento ciudadano no sea manipulado o condicionado por otros actores políticos. Se necesita tomar distancia de la lógica partidista y de las falsas dicotomías oficialistas de gobierno / oposición, derecha / izquierda, o conservadores / neoliberales. Las sociedades actuales son cada vez más complejas y diversas en su composición, y las personas pueden asumir posturas cercanas a ciertas ideologías sobre algunos temas, pero contrarias en otros. Para evitar sesgos ideológicos y metodológicos en la valoración de los resultados de las políticas públicas de un gobierno, se requieren actores externos al propio gobierno. Deben de ser autónomos y técnicamente capaces, y periódicamente vigilar y evaluar el desempeño. La postura de los gobiernos morenistas ante la sociedad civil y la participación ciudadana independiente ha sido cerrar espacios de involucramiento cívico. Este radicalismo —que por cierto ha sido rentable políticamente en los últimos años— dificulta la posibilidad de tener discusiones públicas abiertas, plurales y constructivas sobre los problemas, las políticas y los resultados. Esta postura se aleja completamente de la premisa democrática mencionada. Un claro ejemplo, ha sido la reforma judicial. Desde su planteamiento en el Congreso, el Ejecutivo y la mayoría en las cámaras se negaron a incorporar propuestas de diversos sectores que abogaban por una reforma que realmente mejorase las condiciones del sistema de justicia en su conjunto. A últimas fechas, este cierre se confirma, ante la imposibilidad de reconocer la legitimidad de organizaciones de sociedad civil y ciudadanía para denunciar las irregularidades que se observaron durante las elecciones judiciales ante el Tribunal Federal Electoral. Una de las principales lecciones que nos dejó la aprobación de la reforma judicial y el consecuente proceso electoral que acaba de pasar, es la necesidad de vigilar y evaluar a los poderes judiciales, incluyendo tanto a los órganos jurisdiccionales —integrados por juezas, jueces, magistradas, magistrados o ministras— a los órganos de administración —quienes serán integrados por personas designadas por el poder ejecutivo, legislativo y judicial— y a los tribunales de disciplina, más cuando se han incrementado los riesgos sobre la independencia judicial dado el método de elección popular y los procedimientos disciplinarios que están establecerse. Aunque haya elecciones, en el mejor de los casos libres, limpias y equitativas, sabemos que si se interpretan como un “cheque en blanco” se incrementa la probabilidad de abusar del poder.