Por Sergio Adrián Martínez García Igual que muchos países con una población envejecida, México se enfrenta a una crisis de pensiones. Solo en los últimos cinco años, la pensión universal para adultos mayores cuadruplicó su presupuesto. Junto con el bajo crecimiento, las transferencias de efectivo y los subsidios en constante aumento se han convertido en un lastre importante para la economía del país. Los pagos de asistencia social a las personas, como la pensión universal para adultos mayores, las pensiones por discapacidad y los estipendios para estudiantes, han crecido a un ritmo que ha superado la inversión en infraestructura, educación y seguridad. Estos programas son políticamente atractivos: los beneficiarios pueden ver claramente dónde va el dinero, mientras que los beneficios de una mejor infraestructura pública o de una fuerza policial más eficaz son más difíciles de medir. El resultado es una estructura fiscal que privilegia la redistribución visible por encima de los fundamentos menos glamurosos, pero esenciales, del crecimiento a largo plazo. Durante la administración de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024), los subsidios y las prestaciones sociales crecieron casi un 50 % en términos reales, alcanzando 1.3 billones de pesos (unos 70 000 millones de dólares) en 2024. Las investigaciones muestran que estos aumentos fueron seis veces mayores que el crecimiento de los salarios del gobierno y casi cuatro veces superiores al aumento de las transferencias federales a los estados. La mayor parte del crecimiento provino de solo dos programas: las pensiones no contributivas para personas mayores y para personas con discapacidades permanentes. AMLO convirtió las pensiones sociales no contributivas en el eje central de la política fiscal. Como resultado, el gasto total en pensiones aumentó al 5.7 % del PIB en 2024, frente al 3.4 % en 2018. El gasto público como porcentaje del PIB ascendió al 27 %, su nivel más alto desde 1990. Estos programas absorbieron el espacio fiscal que los gobiernos anteriores habían distribuido de manera más equitativa entre la redistribución y la inversión. Claudia Sheinbaum heredó tanto la popularidad como el peso fiscal de estas transferencias. Su presupuesto para 2025 las mantiene e incluso las amplía: la Secretaría del Bienestar recibirá la mayor asignación de todos los programas federales. La pensión universal para las personas mayores se mantiene intacta, con más de 12 millones de beneficiarios, mientras que los nuevos programas, como la pensión parcial para las mujeres de entre 63 y 64 años, añaden nuevos compromisos. Pero esto tiene un costo: 16 de los 19 programas federales se enfrentan a recortes presupuestarios, y los de salud, medio ambiente e incluso defensa sufren reducciones de dos dígitos. Casi un tercio del presupuesto programable está ahora destinado a las pensiones. Las políticas redistributivas pueden aliviar la pobreza a corto plazo, pero contribuyen poco al crecimiento a largo plazo. Como argumentó Charles I. Jones en «The Outlook for Long-Term Economic Growth» (2023), el nivel de vida depende en última instancia del crecimiento del capital humano y las ideas, no de las transferencias de efectivo. Las transferencias de efectivo crean presiones fiscales: impuestos más altos para los jóvenes y los productivos, reducción del gasto en infraestructura y mayor deuda pública. Esto conduce a efectos de expulsión: los impuestos más altos suprimen el consumo, el menor gasto en infraestructura socava la productividad del sector privado y el aumento de las tasas de interés desalienta la inversión. El crecimiento económico a largo plazo proviene de instituciones que recompensan la innovación, el espíritu empresarial y la integración en los mercados globales. Douglass North, premio Nobel, enfatizó que los derechos de propiedad seguros y la libertad de intercambio son fundamentos esenciales de la prosperidad. Las transferencias pueden ganar votos, pero no pueden reemplazar el marco institucional que fomenta la inversión y la creación de ideas. Las políticas de AMLO dejaron a México con un déficit récord de casi el 5 % del PIB en 2024, el mayor en más de tres décadas, y un aumento de los niveles de deuda en relación con el PIB. El déficit se debió no solo a la expansión de las pensiones no contributivas y las transferencias sociales, sino también al aumento de las subvenciones a Pemex y los precios de la gasolina. Los fondos de estabilización fiscal se agotaron, dejando poco margen para las recesiones. Por lo tanto, Sheinbaum se enfrenta a un estrecho margen fiscal: su Gobierno puede subir los impuestos, recortar inversiones esenciales o aumentar aún más la deuda. Cada opción conlleva costos económicos. El reto para México es claro: el país debe pasar de una política de ayudas a una política de crecimiento. De lo contrario, las transferencias seguirán siendo populares, pero se producirán a expensas de la prosperidad, la estabilidad y las oportunidades. Más allá del debate fiscal inmediato, la economía política de las pensiones revela por qué se han convertido en un elemento central del panorama presupuestario de México. Las transferencias crean beneficios concentrados y visibles para millones de votantes, mientras que los costos —en forma de impuestos más altos, reducción de la inversión pública o aumento de la deuda— son difusos y menos perceptibles a corto plazo. Esta asimetría explica por qué programas como la pensión universal son políticamente intocables, incluso cuando imponen riesgos a largo plazo. Los economistas describen esto como un caso clásico de beneficios concentrados y costos dispersos. Es más fácil ganar elecciones prometiendo dinero en efectivo directo que defendiendo reformas en los derechos de propiedad, la eficiencia judicial o la desregulación, aunque estas últimas contribuirían más a la productividad y el crecimiento. A medida que aumenta la esperanza de vida, otros países están elevando la edad de jubilación para tener derecho a las prestaciones, o reduciendo la cantidad que recibirán las generaciones más jóvenes. México ha ido en la dirección opuesta, prometiendo transferencias más generosas en etapas más tempranas de la vida. Esta dinámica corre el riesgo de encaminar al Estado por una senda insostenible, especialmente a medida que la población en edad de trabajar se reduce en relación con los jubilados. Sin medidas que den prioridad a la inversión en áreas que fomenten el crecimiento, la carga de las transferencias pesará más sobre las generaciones futuras. Por lo tanto, México se enfrenta a una disyuntiva: preservar la popularidad a corto plazo de las transferencias o desarrollar la capacidad institucional para un crecimiento sostenido. ***Sergio Adrián Martínez García es Asociado Editorial en FEE.