Por Ignacio Fariza Madrid, España, agosto 18 (El País).- Thomas Alva Edison se llevó todos los méritos en 1879, pero el invento venía de tiempo atrás. Setenta años antes, Humphry Davy, oriundo de Cornualles (Inglaterra), había logrado fijar una fina tira de carbón entre los dos polos de una pila. Nacía, así, la primera bombilla, el invento que permitiría al ser humano hacer vida de noche y que multiplicaría exponencialmente los usos de la electricidad. Hoy, dos siglos después, es otra la revolución en ciernes: la de las baterías, sistemas de almacenamiento de energía cada vez más avanzados que tienen la llave de un auténtico cambio de paradigma. Tanto en lo puramente energético, como para decantar la balanza en la madre de todas las batallas: la del cambio climático. El último eslabón para la eclosión definitiva de las renovables y la electrificación masiva está a punto. El acelerón tecnológico, las crecientes economías de escala y la proliferación de fabricantes —hay quien alerta, de hecho, de un riesgo de sobrecapacidad productiva— han laminado el precio de las baterías: hoy cuestan, de media, algo menos de la mitad que hace solo un año y medio, la mitad que hace un lustro y un 90% menos que una década atrás. Una drástica caída, de proporciones inimaginables en otras industrias, que abre oportunidades en dos frentes clave: el coche a pilas y la descarbonización de la matriz eléctrica. La promesa está ahí, con un final anhelado y, a la vez, factible. Las baterías, la guinda en el pastel renovable, son —serán— la tumba del petróleo, el carbón y el gas natural, la trilogía fósil responsable de la crisis climática. Primero, porque permitirán electrificar definitivamente el transporte por carretera. La movilidad terrestre, en especial la de bajo tonelaje, será eléctrica o no será. Adiós, pues, al diésel y a la gasolina; primero en los coches y, poco después, también en camiones y autobuses de larga distancia. En paralelo, la demanda de baterías a escala mundial se quintuplicará de aquí a 2035, según las cifras de BloombergNEF, al pasar de algo menos de 1.2 gigavatios hora (GWh) a más de 5.8. “Su impacto sobre la demanda de combustibles fósiles va a ser enorme”, sustenta Francisco Blanch, jefe global de materias primas y derivados del Bank of America. La expulsión de lo fósil también será importante en la propia generación de electricidad, un ámbito en el que las baterías —junto con las centrales hidráulicas de bombeo, claves para almacenar energía a largo plazo— invitan a pensar en una expulsión masiva de las centrales de gas. Serán, se puede aventurar, la puntilla para los ciclos combinados, y acabarán, también, por romper la correlación entre el precio del gas natural y el de la electricidad, que tantos problemas dio durante la crisis energética.. Son ya varios rincones del mundo —Australia, Alemania, el Reino Unido, dos Estados de EE UU [California, el pionero, y en los últimos tiempos también Texas] e incluso en Chile, donde la española Grenergy desarrolla la mayor batería del planeta— en los que la segunda fase de esa secuencia empieza a ser más cosa del hoy que del mañana. Con una presencia ya muy sustancial de las baterías como elemento estabilizador de la oferta y la demanda, y no como un mero regulador de frecuencia y de gestión de cargas, la única función que se les encomendaba hasta hace poco. Este auge en todos los frentes —gran escala, coche eléctrico, dispositivos domésticos— se está traduciendo, también, en un colosal crecimiento en el volumen de empresas dedicadas al desarrollo de baterías. El drástico abaratamiento de las baterías tiene muchas papeletas para ser todo menos efímero. A la sobrecapacidad de producción se suma otro factor: el litio, su principal materia prima, cotiza hoy en mínimos de tres años tras dejarse el 80% de su valor desde finales de 2022. Y el sodio, la alternativa con más visos de sustituirlo en algunos tipos de baterías, es uno de los elementos más comunes —y económicos— en la corteza terrestre.