Por Sergio García Magariño Investigador de I-Communitas, Institute for Advanced Social Research, Universidad Pública de Navarra La sorpresa que supone la toma de Kabul por parte de los talibanes no lo es tanto por el hecho de haber ocurrido como, quizá, por la velocidad con la que estos se han hecho con el poder. No obstante, los talibanes son viejos conocidos de Occidente y Oriente, de la antigua URSS y de Estados Unidos. También lo eran Osama Bin Laden, Sadam Huseín en Irak, Al-Assad en Siria y Gadafi en Libia. Esas personas y lugares, aunque diferentes, guardan una semejanza: la paradójica relación que han tenido con potencias extranjeras, en función de los intereses de aquellas y de la ambición de estos. Los talibanes, estudiantes islámicos en su día, salafistas y guerrilleros, se levantaron contra la ocupación soviética de Afganistán en los 90. En aquel entonces eran aliados de Occidente para luchar contra el comunismo soviético; Osama Bin Laden también. Tras la derrota soviética, impusieron su régimen con cierta condescendencia internacional –aunque hubo un rechazo posterior– y se convirtieron en el centro de operaciones de la recién creada Al-Qaeda. Cuando se demostró que el atentado del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York había sido gestado y coordinado desde Afganistán, la guerra contra el terror que declaró EE. UU. aludiendo legítima defensa, tomó como objetivo la derrota de los talibanes. Se decía que en cuestión de meses habría una victoria y se cambiaría el régimen. Los ejemplos de Irak, Libia y Siria Dos años después, Estados unidos, Reino Unido y España, entre otros, apelaron al principio de seguridad colectiva para derrocar a Sadam Huseín en Irak, usando como pretexto un informe de miles de páginas que se demostró falso años después y que indicaba, fundamentalmente, dos supuestos hechos: vínculos de Al-Qaeda con Sadam Huseín y la existencia de un programa de enriquecimiento de uranio en Irak con fines bélicos. La enemistad ideológica y personal entre ambos y la constancia de que, tras invadir Kuwait en 1990, Irak fue bombardeado profusamente por tropas internacionales lideradas por EE. UU. y su planta de enriquecimiento totalmente destruida, no fueron suficientes para desacreditar el informe. Gadafi en Libia es un caso complejo. Aunque instauró una república socialista, también aspiró a formar un gobierno islámico y auspició hasta finales del siglo XX el terrorismo internacional. Tras el atentado de las Torres Gemelas, sin embargo, se alejó del mismo y se volvió hacia Occidente, normalizando así las relaciones. Tras las revueltas asociadas con la primavera árabe y el uso de la fuerza contra civiles, el Consejo de Seguridad de la ONU legitimó una operación internacional, liderada por la OTAN, para intervenir en Libia y crear una zona de exclusión aérea que protegiera a civiles de los bombardeos de Gadafi. Gadafi fue depuesto –y masacrado públicamente por parte de una turba– y el vacío de poder que rige el país desde entonces ha abierto la puerta a múltiples grupos que compiten por el monopolio de la violencia en un mismo territorio y que ha desestabilizado la región hasta hoy. Al Assad, en Siria, llevaba décadas prometiendo reformas que no llegaban. Las revueltas y la guerra civil que está vigente desde 2011 no han logrado unificar la perspectiva de la comunidad internacional sobre dicho país. Intervenir, en los casos presentados, no ha tenido los efectos deseados: mejorar la vida de la población civil y protegerla. Por ello, la no intervención es comprensible. No obstante, el apoyo a grupos diversos por parte de múltiples países dejó el territorio, de nuevo, con un vacío de poder que fue aprovechado por una sección disidente de Al-Qaeda que vino a conocerse como el ISIS, el Daesh, el Estado Islámico. Su irrupción no fue repentina, al igual que la victoria de los talibanes no ha sido milagrosa. Su derrota tampoco ha sido definitiva y solo hace falta colocar la mirada en Yemen para saber que el Daesh no ha desaparecido, sino que está buscando otro territorio donde instaurar el califato y desde donde retomar su proceso de expansión territorial. Las lecciones La moraleja de todo esto quizá sea una triple. Primero, los acontecimientos político-económicos relevantes rara vez son cuestión de un día. Normalmente son el resultado de largos procesos sociales que vienen forjándose como resultado de múltiples factores: la aparición de Al-Qaeda, la llegada al poder de los talibanes, la emergencia del Estado Islámico o el caos en Yemen, Siria e Irak. Segundo, las intervenciones armadas internacionales pueden ser legales e ilegales. Sin embargo, más allá de su legalidad, siempre son complicadas. Sus objetivos, además, deben ser moderados y con esto empalmamos con la tercera lección. Tercero, un régimen político, económico y social no se transforma desde afuera con una intervención, como tampoco se puede propiciar el desarrollo social y económico de un territorio simplemente a través de un agente externo. La política, la cultura, la economía, la historia, la religión, las tradiciones de un país definen una dirección que se asemeja a una gran piedra que va adquiriendo cierta inercia. Cualquier país que piense que puede crear una sociedad distinta a golpe de escopeta o de ayuda humanitaria roza el pensamiento mágico. Un corolario para concluir. Cuando Obama decidió reducir el número de tropas americanas en Afganistán, no lo hizo porque pensara que ya habían ganado la guerra, sino todo lo contrario: lo hizo porque se cercioró de que la vía armada nunca conduciría a la victoria. En ese momento, los talibanes –así lo interpreté yo– habían tomado la sartén por el mango. Se permitieron el lujo, incluso, de no querer negociar, porque veían que era cuestión de tiempo y que la vía armada para ellos sí podía tener un final con victoria. El Gobierno de Trump, posteriormente, aceptó una de las condiciones que los talibanes impusieron para la mesa de negociación: que no estuviera el Gobierno afgano. He ahí la crónica de una (posible) muerte anunciada.