Las promesas…

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Una de las cosas que aprenden los políticos, incluyendo los primerizos, es a mentir. Siguen al pie de la letra el dicho: “El prometer no empobrece, el dar es lo que aniquila” o, aquel otro: “hasta meter, prometer, y después de metido se acabó lo prometido”. Una de las contradicciones dialécticas de la administración pública capitalista es concebir ambiciosos proyectos y realizar pobres actividades. López Obrador tenía grandes planes para proteger, servir y asistir a los mexicanos, pero sus proyectos políticos no se materializaron porque su modo de gobernar centralista y personalizado es muy ineficiente. Es bueno para mandar y, malo para administrar y gobernar. El costo de sus obras faraónicas se duplicó, o triplicó, sin empezar siquiera a funcionar. Uno de sus grandes planes fue la desconcentración las dependencias federales. Se comprometió a mudar 20 Secretarías a los estados con el fin de: “impulsar el desarrollo equilibrado del país, buscar crecimiento parejo, abatir la contaminación y enfrentar el reto de la vulnerabilidad de la Ciudad de México”. La tarea resultó costosa y complicada, principalmente, porque había que mover a familias completas y, la mayoría de las entidades federativas no contaban, ni cuentan, con la infraestructura hospitalaria, escuelas y viviendas suficientes para atenderlas. Según el plan, la secretaría de desarrollo social se iría a Oaxaca, educación pública a Puebla, agricultura a Sonora, economía a Nuevo León; CFE a Chiapas, aduanas a Tamaulipas, el ISSSTE a Colima, el IMSS a Morelia y el SAT a Baja California. En la Ciudad de México, se quedarían la Presidencia de la República, Gobernación, Hacienda, Defensa Nacional y Marina. El proyecto se atoró, se agudizó la crisis, no hubo recursos para ejecutarlo y, como dicen los ingenieros, “se impuso un vacío de eficiencia”. La desconcentración no se materializó y, al contrario, se revirtió el proceso de descentralización administrativa iniciada durante el sexenio de López Portillo. Como en los mejores tiempos de los gobiernos del PRI, la administración pública federal se centralizó totalmente. Con el brete de que no más “gobierno rico y pueblo pobre”, las dependencias federales, a excepción de las militares, se achataron y desmoronaron dando por resultado un gobierno ineficiente y un pueblo aún más pobre y desprotegido. Como dice Francisco de Quevedo, “nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir”.