Ley General de Aguas: sin la inversión para hacerse realidad

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Por Por Jorge Cano Programa de Gasto Público La nueva Ley General de Aguas llega en un momento complicado. El país enfrenta sequías históricas, acuíferos sobreexplotados y una creciente competencia por un recurso cada vez más escaso. Los cambios a la norma son, en efecto, polémicos para varios sectores productivos, especialmente aquellos que dependen intensivamente del agua y que ahora enfrentarán regulaciones más estrictas y nuevas obligaciones. Sin embargo, más allá del ruido mediático, hay un aspecto central que ha pasado sorprendentemente desapercibido: la Ley establece una visión ambiciosa sin que se esté discutiendo con la misma seriedad el presupuesto necesario para cumplirla. Un acierto: la seguridad hídrica Uno de los conceptos más relevantes que incorpora es el de Seguridad Hídrica, entendido como la capacidad del Estado para garantizar agua suficiente y de calidad para las personas, los ecosistemas y las actividades económicas, de manera sostenible e intergeneracional. Este es, quizá, el avance conceptual más significativo de la nueva legislación: por fin se reconoce que el agua no es solamente un insumo, sino un componente esencial para el bienestar social, la resiliencia climática y el desarrollo nacional. Sin embargo, garantizar esta seguridad hídrica exige algo más que buenas definiciones. Requiere infraestructura, capacidad institucional, monitoreo permanente, sistemas de información confiables, plantas de tratamiento, redes de distribución sin fugas y mecanismos efectivos de control y vigilancia. Allí es donde el discurso ambicioso empieza a chocar con los números disponibles. Debilidad presupuestaria Para 2026, el presupuesto total de la Conagua —sumando gasto corriente e inversión— será de 37.7 mil millones de pesos, incluyendo un incremento marginal otorgado durante la discusión presupuestaria. Aun así, este monto es 1.1% menor que lo aprobado para 2025, 26% inferior al promedio del sexenio pasado y 38% debajo del sexenio antepasado. Es decir, queremos un Estado que haga más, pero disponiendo de cada vez menos recursos para hacerlo. Si la narrativa oficial es “poner orden” tras décadas de sobreexplotación, la pregunta inevitable es: ¿con qué capacidad operativa? Pretender que una autoridad pueda fiscalizar miles de concesiones, vigilar acuíferos agotados, garantizar acceso universal, promover la recarga de ríos y manantiales y enfrentar una crisis climática con presupuestos decrecientes es, por decir lo menos, un acto de optimismo institucional. Sin gobernanza, la ley será letra muerta La solución no pasa únicamente por aumentar el presupuesto, sino por mejorar la gobernanza de la inversión hídrica. Esto implica priorizar proyectos con mayor impacto, asegurar un financiamiento creciente, fortalecer la transparencia, profesionalizar la gestión, alinear a los gobiernos estatales y municipales, y construir mecanismos de evaluación que garanticen que cada peso invertido contribuya realmente a la seguridad hídrica del país. La discusión sobre la ley —válida y necesaria— debe complementarse con una pregunta elemental: ¿cómo financiar todo lo que promete? Sin inversión suficiente, la nueva legislación corre el riesgo de convertirse en un catálogo aspiracional, bien intencionado, pero impracticable en el terreno.