Oportunidades y derechos

foto-resumen

Por Roberto Vélez Grajales La idea de la igualdad de oportunidades ha logrado un avance importante en el discurso público en los últimos años. En la realidad actual resulta muy complicado no reconocer que parte de las diferencias entre las personas en sus logros, por ejemplo de nivel de ingreso, se explica por la desigualdad de oportunidades. Al reconocerse como una razón «injusta», se ha ido construyendo un consenso alrededor de la necesidad de atacar esa fuente de la desigualdad de resultados. A pesar de lo anterior, en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) 2019-2024 del gobierno mexicano se comete el error de plantear una falsa disyuntiva entre las oportunidades y los derechos. Sin embargo, para poder ejecutar una política pública que impulse la movilidad social y el bienestar, se requiere reconocer que estos enfoques son complementarios. A partir de ahí, es posible delinear y operacionalizar un Estado que garantice un piso mínimo digno y equitativo, al tiempo que promueva la generación y reconocimiento del valor agregado necesario para asegurar su sostenimiento. Existen críticas académicas sobre la suficiencia y el alcance del enfoque de igualdad de oportunidades. Kanbur y Wagstaff, por ejemplo, argumentan que incluso con igualdad de oportunidades algunos individuos pueden acabar en condición de indigencia. Se preguntan entonces si dicho resultado, al tratarse de uno por merecimientos, nos libera de la responsabilidad de hacer algo al respecto. A pesar de lo anterior, en el contexto del mérito hay otra problemática añadida que no se contempla para corregirse si no se incorpora en la política pública el enfoque de igualdad de oportunidades: el mercado utiliza señales referentes a las circunstancias de las personas —factores sobre las cuales no tienen control, y por ende, responsabilidad—, para asignar valores diferenciados independientemente de que los esfuerzos sean similares. La del PND 2019-2024 del gobierno mexicano pareciera una crítica ideológica, aunque con el paso de los años y a la distancia resulta más adecuado clasificarla como una de conveniencia electoral. En el texto se plantea que las «oportunidades» son «circunstancias azarosas y temporales o concesiones discrecionales sujetas a término que se le presentan a un afortunado entre muchos y que pueden ser aprovechadas o no». De ahí concluye que por esa razón el Estado mexicano no debe ser «gestor de oportunidades» sino «garante de derechos». Un argumento de este tipo decreta que no es posible construir un espacio amplio y equitativo de oportunidades para toda la población. Por el contrario, supone que el acceso a las oportunidades siempre estará sujeto a una lotería de la vida. Además, omite el hecho de que los derechos no surgen por decreto, sino que para hacerlos efectivos existe un paso previo, que es la materialización de su contenido. Aunque críticas como la de Kanbur y Wagstaff son válidas, no implican una disyuntiva como la planteada por el gobierno mexicano en su guía de acción sexenal. Por el contrario, el riesgo planteado por estos autores lleva a la necesidad de diseñar una política pública que conciba a los dos enfoques como complementarios. En los estados de bienestar los derechos efectivos se constituyen en pisos mínimos para toda la población. Sin embargo, estos no se garantizan por decreto, sino a partir de un nivel de desarrollo que genera el espacio requerido para materializarlos. El enfoque de igualdad de oportunidades aporta ese impulso de creación, aunque, efectivamente, no resulta suficiente para garantizar que toda la población, independientemente de su grado de esfuerzo, se asegure un piso mínimo de derechos efectivos. Justo ahí es donde se rompe la supuesta disyuntiva. *Director Ejecutivo del CEEY.