Por Luis Rubio Cada vez que un gobierno se excede en su gasto comienzan las llamadas para recaudar más impuestos. Para justificarlo se invocan estadísticas comparativas entre naciones (usualmente dispares) o circunstancias excepcionales. Lo fácil para un político es buscar nuevas fuentes de recursos en lugar de cuestionar la forma en que se emplean los existentes. Si el objetivo es construir un escalón superior de civilización, uno que requiriera un mayor nivel de recaudación, el gobierno tendría que no sólo elevar la calidad de su gobernanza, sino de rendición de cuentas. Uno es imposible sin lo otro. Los impuestos y el contrato social que existe, de manera explícita o implícita, entre gobernantes y gobernados van de la mano. Naciones con altos niveles de confianza y empatía suelen caracterizarse por gobiernos que responden ante sus ciudadanos, en tanto que aquellas en las que no gozan de similares circunstancias suelen tender hacia el despotismo. En las primeras los gobernantes están sujetos a leyes y reglas que gozan de apoyo popular, en tanto que en las segundas la brecha entre ciudadanos y gobiernos es vasta. A ningún mexicano se le escapará la obviedad de que México cae en el segundo grupo de naciones. Los europeos, canadienses y japoneses, por ejemplo, pagan porcentajes muy elevados de sus ingresos en impuestos, pero sus niveles de vida son igualmente elevados: la calidad de su infraestructura, sistema de salud, sistema educativo y el transporte público, por citar ejemplos evidentes, son de excepcional calidad. Ahí las calles no tienen baches, la electricidad fluye sin interrupciones y las policías cuidan a la ciudadanía. ¿Cómo es el pacto entre gobierno y ciudadanía en México? Sería fácil argumentar que mayores impuestos se traducen en mejores servicios, pero la evidencia no sostiene eso: lo que permite que ese binomio impuestos-gobierno eficiente funcione es la fortaleza del pacto social que yace detrás de todo lo demás. Un gobierno serio no sobrevive un pobre desempeño. En México, como hemos visto en estos años, sobrevive el que utiliza los fondos públicos para fines privados, no el que avanza el desarrollo del país. El contrato social es un acuerdo entre el gobierno y la ciudadanía. En su esencia, se trata de un pacto, así sea implícito, por medio del cual se acuerda la forma en que los recursos públicos son recaudados y empleados. Los ciudadanos ceden algunos de sus derechos a cambio de que el gobierno les provea bienes públicos y servicios. El nivel de impuestos empata la calidad de los servicios y viceversa: si se pretende mejorar uno, se tiene que resolver el otro. La noción de simplemente extraer más recursos de la ciudadanía sin una concomitante mejora en los servicios implica atentar contra la estabilidad, ya de por sí endeble. Tarde o temprano, la población comenzaría a preguntarse: ¿cuál es el sentido de pagar más impuestos sólo para pagar excesos incurridos por el gobierno (como son los subsidios a Pemex o las trasferencias en efectivo sin rendición de cuenta alguna)? El pago de impuestos supone una contraprestación: una persona que es obligada a pagar “impuestos privados” —o sea, extorsión— ¿tiene que también pagar impuestos al gobierno que no le ofrece la protección de la seguridad pública frente a los criminales que la asaltan? Al final, el asunto es menos financiero que político, más de democracia que de autoridad. Un gobierno que reclama que su legitimidad se deriva de los votos, no de la ley, y que controla o ha eliminado a todos los mecanismos de contrapeso difícilmente puede argumentar que rinde cuentas o, incluso, que está obligado a ello. En ese contexto, la noción de emprender una reforma fiscal entraña un enorme déficit de legitimidad antes de comenzar a plantearla. ¿Por qué no ha ocurrido la necesaria reforma fiscal? El asunto de una reforma fiscal lleva años de discusión en México. El hecho de que no se haya consumado lo que técnicos y políticos habrían deseado —más recursos— explica la naturaleza del problema. Hay buenos argumentos para preservar un régimen fiscal de baja recaudación si lo que se busca es atraer altos niveles de inversión, como hizo Irlanda por muchos años. Pero, a cambio de esa inversión, empleó los recursos existentes en crear circunstancias para que esa inversión gozara de condiciones apropiadas para su desarrollo. Es decir, no fue que decretó un régimen de bajos niveles de impuestos y se echó a dormir. Otras naciones, como Francia, se caracterizan por muy elevados niveles de impuestos, pero ofrecen servicios que satisfacen las necesidades de la población y los políticos siempre están sujetos a la supervisión ciudadana, al escrutinio democrático y a la derrota electoral. El régimen morenista actual no enfrenta ninguno de esos retos. El punto de fondo es que no puede pretender llevar a cabo una reforma fiscal sin contemplar una reforma democrática cabal en la que tanto los fondos a recaudarse como la forma de gastarlos estén sujetos al escrutinio democrático, o sea, a un régimen de contrapesos efectivos. Las acciones del gobierno desde su inicio, con la destrucción del poder judicial, apuntan en exactamente la dirección opuesta. La pregunta es si la presidenta está dispuesta a emprender la negociación que una “nueva” democracia requeriría, porque ese sería el precio de una reforma fiscal integral.