Sin Brújula

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Me preguntaban el otro día que cómo explicar la popularidad de Sheinbaum con tanta violencia, tantos homicidios, tantos desaparecidos, tanta extorsión, tanta corrupción e impunidad, tan mal desempeño económico y tan malos servicios de salud. Por no hablar de los retrocesos en la democracia y en los derechos fundamentales. No supe qué decir. No pude negar ni la alta popularidad, ni los malos indicadores. Los dos argumentos que solíamos utilizar -los programas sociales y la sofista narrativa oficial- francamente no me alcanzan. Será que el ciudadano no ve alternativas en la oposición, que no se les olvida el pasado del PRI y el PAN, que nos volvimos apáticos porque nos convencimos de que todos los políticos son iguales, que todavía tiene esperanza de que el gobierno corrija. Me fui a investigar sobre otros países y a los gobernantes les retiran el apoyo —alto, mediano o bajo— con el que llegaron. Me topé con la edición dominical del Newsletter de The Economist. La realidad es muy distinta. Cita a Gran Bretaña con una aprobación de tan sólo 24% apenas un año después de haber ganado las elecciones. Macron, de Francia, se encuentra en una situación similar con 21% de aprobación (swissinfo.ch) y con dos primeros ministros obligados a dimitir. A Friedrich Merz, canciller de Alemania, con tan sólo 29% de popularidad. A Ishiba Shigeru de Japón, que perdió la mayoría antes de cumplir su primer año de mandato, que recababa el 33% de popularidad según la encuesta del Mainichi Shimbun y que acaba de ser derrotado en las urnas. Y qué decir de un Trump con una aprobación de entre 38% y 41%, con una pérdida más o menos sostenida del 15% en los meses de su todavía joven mandato. En contraste, en América Latina los y las presidentas concitan mayores tasas de aprobación. De un total de 20 países, 13 superan el 40% y 6 el 50%. Destacan, Bukele con 91% y Sheinbaum con 70%. Porcentajes de popularidad mucho más elevadas que los votos que se llevaron en las urnas. Dos países —guardando las debidas diferencias— con graves retrocesos democráticos y realidades autoritarias, con un descenso notable en los índices de Estado de derecho y con la desaparición casi absoluta de contrapesos. Nada de esto parece importarles a sus poblaciones. ¿Qué tienen en común estos dos gobernantes? La única respuesta que encuentro es que las poblaciones que por ellos han votado ponen en evidencia que la narrativa democrática no cala entre la población. Que la democracia es sacrificable a cambio de ciertos “beneficios”. Que en el caso de El Salvador la disminución radical de los índices delictivos ha sido fundamental y que en el de México, los programas sociales personalizados y la compra de votos, así como la dimensión del dinero ilícito para ganar elecciones y mantener la lealtad, son parte de la explicación. Será que en las democracias más consolidadas hay una cultura cívica más desarrollada. Que la inconformidad se expresa en las encuestas primero y en las elecciones libres después. Que la idea patriarcal de un gobernante o de un salvador está menos arraigada o es de plano rechazada. Puede ser. No lo sabemos con certeza. Lo que sí sabemos son dos cosas. La primera es que con toda la decepción democrática que reflejan la mayor parte de los estudios y reportes internacionales, en esos países las instituciones, las burocracias profesionales y la certeza jurídica siguen, con sus altas y bajas, ilesas. Incluso en el caso de E.U. cuyo presidente ha hecho lo impensable respecto a la libertad de expresión, el abuso de los decretos presidenciales, los intentos por desbaratar lo que ellos llaman el permanent government, las intenciones de modificar las reglas electorales o la militarización de ciertas ciudades, las instituciones federales y locales han resistido. La segunda es que, en esos países, aunque también se habla de una crisis en la identidad partidaria, los partidos siguen en pie y no existen mayorías aplastantes capaces de desfigurar los principios que todavía definen a las democracias: las elecciones libres y parejas, la separación de poderes y un Estado de derecho que da garantía a los ciudadanos y a sectores sociales como los empresarios, los sindicatos o las organizaciones de la sociedad civil. La ideología parece pesar poco. La derecha o la izquierda —si algo dicen todavía estas categorías— parecen pesar poco hasta ahora. En Europa, Japón y en Estados Unidos, van y vienen los conservadores, los liberales o los socialdemócratas. Todos han enfrentado crisis gubernamentales. Lo que no enfrentan, salvo en el caso de Estados Unidos, son las afrentas a sus regímenes democráticos. Qué lecciones deja esto a nuestro país. Si de algo sirve la política comparada diría que las dos enseñanzas de las democracias consolidadas nos eluden. La solución de apoyarse en las instituciones es ya inexistente porque la mayoría de ellas ya han sido prácticamente destruidas, desmanteladas o cooptadas. Estamos en un escenario en el que el Ejecutivo regresó a ser el poder de los poderes. La segunda es la de los partidos que se alternan en el poder. La crisis del sistema de partidos es tan profunda que por ahora no se ve alternativa. Esta solución será menos viable ante la anunciada reforma electoral que será impuesta en el próximo periodo legislativo por el partido gobernante. Habrá que buscar otra brújula.