Por Luis Rubio Cuando el gobierno de un país se encuentra en problemas financieros tiene dos posibles respuestas: reducir el gasto excesivo o trasladarle el problema a la ciudadanía. El primer camino incentiva el crecimiento porque dejan de distraerse recursos en proyectos de poca rentabilidad social, en tanto que el segundo mina el crecimiento futuro porque distrae el ahorro existente hacia gastos improductivos. Un gobierno responsable procuraría causarle el menor daño a la sociedad y a la economía. Un gobierno irresponsable o ignorante no podría pensar en otra cosa que elevar la recaudación. Cuando una familia súbitamente se encuentra con que no le alcanza el gasto o está muy endeudada, no tiene más alternativa que reducir sus consumos. Un gobierno no es igual a una familia (porque se puede endeudar), pero los políticos nunca aceptan ver esta lógica elemental porque creen que no hay límite a lo que pueden exprimir vía tributos a la población. Lo que generalmente no reconocen es que sus acciones tienen consecuencias. Muchos rubros de gasto improductivo, así como diversos impuestos, tienen el efecto pernicioso de impedir la prosperidad. Mucho peor cuando la economía se encuentra en recesión, los ahorradores están indispuestos a distraer sus recursos y los inversionistas no confían en el gobierno. A los gobernantes sólo les gusta una reforma fiscal cuando se trata del lado del ingreso; les molesta que se revise el otro lado de la moneda: el gasto, al que siempre se da por intocable a menos que el presidente quiera mover dinero de rubros que no le gustan hacia los de sus clientelas favoritas. La noción de llevar a cabo una “reforma fiscal” es tan vieja como el país. Todos los políticos sueñan con encontrar nuevas fuentes de recaudación que les permitan gastar más sin tener que rendirle cuentas a nadie. Por eso les encantan entidades como Pemex, a las que ven como una vaca a la que se puede ordeñar sin límite y porque el subsuelo, a diferencia de los ciudadanos, no se queja. El problema es que años de sobreexplotación del petróleo y enorme corrupción han creado un elefante blanco que no sólo está quebrado (de hecho, tiene capital negativo), sino que ni siquiera está enfocado a resolver su situación financiera. En esas condiciones, no hay dinero en el mundo que pueda solucionar el problema: en lugar de proveerle recursos al erario, ahora los consume. La gran virtud de la reforma al sector petrolero del sexenio pasado es que estaba enfocada hacia una gradual estabilización de Pemex sin sacrificar la inversión y producción en el sector. Eso es lo que, sin comprensión de la problemática y de los costos involucrados, este gobierno destruyó. A los gobernantes sólo les gusta una reforma fiscal cuando se trata del lado del ingreso; les molesta que se revise el otro lado de la moneda: el gasto, al que siempre se da por intocable a menos que el presidente quiera mover dinero de rubros que no le gustan hacia los de sus clientelas favoritas. Lo mismo cuando, con una lógica electoral y de control de la ciudadanía, pretenden cancelar la deducibilidad de donativos a organizaciones civiles. Lo fiscal en México se maneja como si fuera asunto personal de quien gobierna. Para que una reforma fiscal pudiera ser exitosa los legisladores tendrían que reconocer que cualquier cosa que hagan entraña consecuencias, muchas de ellas perniciosas. Elevar los impuestos –sea por medio de un incremento en las tasas o inventando nuevas formas de recaudar– implica drenar recursos de la sociedad para destinarlos a proyectos que con frecuencia no sólo no contribuyen a un mayor desarrollo, sino que empobrecen a la población. No hay mejor ejemplo de dispendio que la nueva refinería de Dos Bocas, proyecto que probablemente nunca entre en operación, sobre todo porque para cuando terminara su construcción el consumo de gasolina habrá comenzado a declinar. Por otro lado, hay áreas en las que una mayor recaudación tiene no sólo lógica, sino que es un imperativo social y político. El país requiere una nueva base fiscal para su desarrollo de largo plazo, plataforma que partiría del principio elemental de que es necesario corregir muchas de las estructuras disfuncionales y que éstas requieren financiamiento. El ejemplo más evidente es el de la seguridad, flagelo que poco a poco destruye la esencia de ser mexicano, condenando al país a su gradual devastación y ruina. Hasta hoy, el país dedica muchos recursos a la seguridad a nivel federal, pero la mayor parte de los problemas ocurren a nivel local, para lo cual el impuesto idóneo es el predial. La única seguridad que vale es la que comienza de abajo hacia arriba porque es la que vela por el ciudadano. Los recursos federales –dinero, policías y ejército– son clave para que las capacidades municipales se desarrollen y afiancen, pero siempre y cuando se contemplen como mecanismos para el desarrollo de la seguridad desde abajo. Esas capacidades cuestan dinero y deben ser financiadas, razón por la cual habría que asegurar que el impuesto predial se eleve al nivel que corresponda y luego se cobre de manera efectiva, además de que se emplee para ese propósito. Este es tan sólo un ejemplo de mayor recaudación orientada no a satisfacer los caprichos presidenciales, sino las necesidades ciudadanas. Hay un principio económico esencial que es que mientras mayor el impuesto menor el producto. El Congreso puede promover todas las reformas que quiera, pero si éstas acaban siendo confiscatorias van a matar la máquina que produce crecimiento y, con ello, fuentes para la recaudación. Imagen: Express Zacatecas