Valores en el mercado

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Por Kimberlee Josephson Love Actually se ha convertido en un clásico navideño muy querido precisamente porque retrata la naturaleza desordenada y, a menudo, contradictoria de las relaciones humanas. Las historias entrelazadas de la película muestran cuán esencial es la confianza y lo devastadora que puede ser su ausencia. Pocas escenas golpean tan fuerte como el momento en que Karen (Emma Thompson) pone el disco de Joni Mitchell que le regaló su esposo Harry (Alan Rickman), después de descubrir que el costoso collar que encontró antes en su saco no era para ella, sino para otra mujer. Esa otra mujer, Mia (Heike Makatsch), es asistente en la oficina de Harry y deja claras sus intenciones de forma persistente, hasta que Harry cede al deseo de complacerla. Cuando el discurso corporativo choca con la imperfección humana Lo más llamativo de la historia de Harry y Mia, en mi opinión, no es la infidelidad en sí, sino el entorno en el que ocurre. Aunque nunca se menciona explícitamente, la señalización y la decoración de la oficina indican que la organización presume una orientación “social”. Aproximadamente a los seis minutos de la película aparece Collin Frissell (Kris Marshall) acercándose a un edificio con un letrero afuera que dice Fairtrade Co. Ltd. Y, mientras recorre la oficina haciendo entregas e intenta coquetear con Mia, se alcanzan a ver frases en la pared como “Shopping that saves lives” y “Help shoulder their burden”. Dado que he sido crítica de las empresas que priorizan enviar señales de virtud por encima de crear valor, y he expresado reservas sobre las firmas que enfatizan certificaciones éticas más que la generación de riqueza, no sorprende que esa orientación social me haya llamado la atención. La ironía es evidente: Harry y Mia trabajan para una agencia que promueve buenas intenciones, pero sus propias acciones no están a la altura. Como en muchas cosas, el arte imita a la vida. Una empresa puede envolverse en mensajes altruistas, pero al final toda organización está compuesta por individuos con incentivos, valores y fallas propias. Individuos, incentivos y el mercado Ludwig von Mises comprendió el papel central que juegan los individuos en el mercado, y su enfoque praxeológico subraya que la acción humana siempre es intencional, incluso cuando parece ir contra las expectativas sociales o los objetivos organizacionales. “La economía de mercado”, según Mises, “es un sistema de cooperación social”, y el curso de las transacciones y relaciones refleja, en última instancia, las intenciones, incentivos y decisiones de las personas involucradas. Hace poco, en un curso que imparto, comentamos brevemente el marco de Douglas McGregor, que clasifica los estilos de gestión en dos categorías: Teoría X y Teoría Y. Los gerentes de Teoría X ven a los empleados de forma negativa y creen que deben ser coaccionados para cumplir tareas. Los de Teoría Y asumen que los empleados están comprometidos y disfrutan trabajar y asumir nuevas responsabilidades. Les digo a mis alumnos: si yo fuera una profesora de Teoría X, habría exámenes sorpresa todo el tiempo; si fuera de Teoría Y, no cuestionaría el uso de laptops ni harían falta exámenes. Son extremos, claro, pero entender cómo incentivar y motivar, además de establecer límites claros para la actividad de la empresa, es clave en la gestión. Por eso existen las declaraciones de misión, los códigos de conducta y las estructuras de reporte: para dar claridad sobre objetivos, expectativas y responsabilidades. Los gerentes pueden influir en el comportamiento de los empleados, pero las empresas tienen mucho menos control sobre clientes, usuarios y socios externos. Volviendo a Love Actually, Hugh Grant (como el Primer Ministro) debe recibir a Billy Bob Thornton (como el presidente de Estados Unidos) por necesidad diplomática, hasta que la arrogancia del presidente lo obliga a marcar un límite. Las relaciones se construyen sobre la confianza, y el mercado funciona igual. Las empresas atienden los intereses de los clientes, pero el grado de confianza entre ambas partes determina cómo se desarrolla una transacción. Esto me vino a la mente en una compra reciente para recoger en mi sucursal local de Kohl’s. Me sorprendió lo fluido del proceso: recibí una notificación con un número de casillero, entré a la tienda, tomé mi compra ya embolsada del compartimento asignado y me fui. Sin registro, sin escanear, sin supervisión. No pude evitar pensar: ¿qué pasaría si alguien tomara la bolsa equivocada o se llevara a propósito la compra de otra persona? El sistema funciona solo porque Kohl’s asume que la mayoría de los clientes se comportará honestamente y se siente cómoda con el método de “tomar y salir”. Compárese con el Walmart cercano, donde necesito que un empleado desbloquee la vitrina que contiene los sets de Lego. Dos minoristas, dos supuestos distintos sobre el comportamiento del cliente y, por tanto, dos experiencias de compra muy diferentes. Estos contrastes ilustran un punto más amplio: si queremos estantes más abiertos, recogidas más ágiles y menos barreras en el comercio y más allá, debemos recordar que la confianza no es solo algo que exigimos a las empresas; también es algo que ellas deben extendernos. Y la confianza, ya sea en el comercio o en la vida cotidiana, es frágil: fácil de romper y difícil de reconstruir. Un mercado basado en la responsabilidad mutua Los momentos más memorables de Love Actually son aquellos en los que los personajes extienden buena voluntad pese a la incertidumbre, mostrando que la confianza cobra sentido precisamente cuando hay vulnerabilidad. Las transacciones comerciales dependen de una dinámica similar. Cada caja de autoservicio sin fricciones, política de devoluciones generosa o recogida sin supervisión representa una pequeña muestra de fe de las empresas hacia los consumidores. Y esas comodidades pueden desaparecer rápidamente si esa fe se abusa. En última instancia, la relación entre compradores y empresas debe entenderse como una asociación mutuamente beneficiosa. El éxito de una compañía depende de su capacidad para ofrecer valor genuino, porque, como observó Peter Drucker, “el propósito de una empresa es crear y conservar a un cliente”. Pero ese valor solo puede entregarse cuando los clientes participan de buena fe, respetando los sistemas que hacen al comercio moderno rápido, abierto y accesible. Las buenas empresas buscan servir a los clientes, no ir contra ellos. Y los buenos clientes contribuyen a un entorno donde ese servicio es viable. Cuando ambas partes respetan la relación, el mercado funciona como debe: de manera cooperativa, eficiente y en beneficio de todos. Es un equilibrio delicado, que depende en gran medida de la reputación y de la confianza que la sustenta. Como recuerda Warren Buffett: “Se necesitan veinte años para construir una reputación y cinco minutos para arruinarla. Si piensas en eso, harás las cosas de manera diferente”.